Oda al autoestop
Belén Lobos recomienda esta forma de transporte y analiza si el sexismo ha condicionado sus viajes
Viajar en autostop es toda una experiencia. Ahí va, ya lo he soltado, el mayor cliché que podría decir sobre el tema. Presupuestos ajustados aparte, no puedo pensar en otra forma más desafiante, divertida, interesante y profunda de conocer la realidad del lugar que te acoge, y a sus locales, que es lo importante, al fin y al cabo, cuando se viaja.
Y, ¿qué pasa si quien viaja en autostop es una mujer, sola o tal vez con otra amiga? ¿Nos exponemos más que viajando en trenes de segunda, cogiendo autobuses en lugares remotos, volviendo al albergue de noche, plantando nuestra tienda de campaña en –casi- cualquier lugar? ¿Se nos puede echar algo en cara si decidimos hacerlo –algo que a nuestros amigos hombres no se les echaría-?
Situaciones que estando con un hombre podían ser desternillantes o solo desconcertantes, ¿hubieran adquirido otros matices si hubiera estado sola o con otra amiga?
Habiendo viajado este verano parte con un amigo, parte con una amiga y parte sola, tengo ahora la oportunidad de revisar las situaciones en las que me encontré y analizar cómo hubieran sido de cambiar a alguna de las personas implicadas.
El autostop en los primeros días del viaje, compartidos con un amigo inglés (“Dutch-English”, diría él), fue intenso. Pocos kilómetros recorridos por día en relación a las horas de trayecto y de número de coches distintos ‘cogidos’. Polonia hacia el sur desde Cracovia y algo del norte de Eslovaquia. Gracias a que mi amigo sabe polaco, en el primer país, él podía conversar para después traducirme; en el segundo, a pesar de ser lenguas similares, la cosa se complica si ninguna de las dos es tu lengua materna, con lo que la posibilidad de entendidos a medias o malentendidos aumentaba de forma considerable. Así, situaciones que estando dos personas –hombre y mujer- podían ser desternillantes o meramente desconcertantes por la falta de un idioma común, ¿tal vez hubieran adquirido otros matices si hubiera estado sola o con otra amiga?
Viajar de este modo no supone solo montarte en el vehículo de una persona desconocida. A menudo -al menos en la versión que yo elegí- supone no saber adónde o cuándo llegarás ese día, dónde vas a dormir esa noche, qué gente vas a encontrar. Si ni siquiera eliges prefijar tus destinos (capitales, pueblos de costa, campo) sino que estás abierta a lo que suceda, el nivel de espontaneidad crece, y con éste, una sensación de incertidumbre que yo viví como algo muy agradable pero puede convertirse en más que incómoda.
Una de las veces que no habría sido tan divertida si no hubiera ido acompañada de un amigo (hombre) tuvo lugar al llegar al pueblo eslovaco donde nos había dejado una joven que iba a Viena quien, nos confesó, era la primera vez que recogía a dos autoestopistas (es curioso que esto me pasara en varias ocasiones a lo largo del viaje). El caso es que Kim y yo nos vimos en Terchová que, deducimos por un considerable número de carteles que anuncian alojamiento, sin ser Lloret del Mar, debía de ser de lo más turístico de la zona. En una primera exploración, al no encontrar nada y estar cansados y sedientos, decidimos dejar para después la búsqueda de un sitio donde pernoctar. Así encontramos un bar en el que estaban retransmitiendo un -por lo visto- famoso partido España-Italia de la Eurocopa. Para mi sorpresa, los parroquianos –masculino genérico pues, aparte de una o dos mujeres, predominaba la testosterona- habían concluido que yo era española, a pesar de ir acompañada de un chico de rasgos norteuropeos y no dar en ningún momento pistas sobre mi nacionalidad: ni el idioma, ni vítores al equipo correspondiente. Aunque el espectáculo fubtbolero nos interesa bastante poco tanto a mi acompañante como a mí, ambos encontramos la situación hilarante: no ver nunca el fútbol en nuestros propios lugares de residencia y acabar en una taberna en las montañas de algún lugar del Este de Europa riendo y aplaudiendo ante la emoción de los lugareños que gritaban y reían también cuando miraban hacia nuestra mesa (en otro momento del viaje me dirían que era normal deducir que era española por “la ropa colorida”. Esto da para otro texto: ¿desde cuándo es representativo que los españoles vistamos de forma muy colorida?). Me imagino la situación yendo sola o con otra mujer y no puedo evitar pensar que, por muy segura(s) que entrase(mos) al bar, la ligereza de la situación vivida con Kim se podría haber convertido en incomodidad ya que, al menos de primeras, nosotras hubiéramos sentido que teníamos que ‘ganarnos el derecho’ a compartir ese espacio entre tanta hombría mirona, no solo como extranjeras, sino como mujeres.
Nos vimos en un lugar en medio de la autopista. El hombre nos pidió “un besito”, y nos bajamos del coche aún más rápidamente.
Estando ya con mi amiga, nos topamos con otra situación incómoda que, a posteriori, me hace pensar que una de las mejores formas de no verse en este tipo de escenario es guiarse por la intuición. Nos encontramos haciendo autostop en una parada de autobús a la salida de Bled, un pueblo con un idílico lago en Eslovenia. La desesperación de la espera nos hizo querer entender que un hombre que había parado ante nuestros dedos levantados, nos dejase a medio camino del lugar al que queríamos ir. Después de varios minutos intentándonos comunicar, llegamos a la conclusión de que nos podía adelantar unos kilómetros hasta que él tomara su desvío. Nos subimos al coche. No hablábamos ninguna lengua común y repitió una y otra vez un nombre de un lugar que no encontramos en el mapa. Pocos cientos de metros después, entendimos por qué. Paró en el aparcamiento de un supermercado Lidl. Así que ese era el nombre que no cesaba de decir: “Lidl”, que, con su dudosa pronunciación eslovena, nos había sonado a nombre de alguna aldea remota, “a unos treinta kilómetros” de nuestro punto de partida (lo de los treinta kilómetros aún no sabemos en qué parte de la historia encajarlo dado lo poco que recorrimos con él…) Nos vimos en un lugar en medio de la autopista, mal sitio para encontrar otro pasaje. Con caras de desconcierto, entre riéndonos y dando por zanjada la historia, el hombre nos pidió “un besito”, y nos bajamos del coche aún más rápidamente.
Después de otras largas esperas en un verano anómalamente caluroso y una corta estancia en Ljubljana, volvimos a la carretera. Esta vez, nos cogieron tres chicos jóvenes. Iban en dirección a un festival llamado Schengen Festival. Oportuno nombre para una Europa que presume de no tener fronteras, y que, irónicamente, se encuentra a un solo puente de la frontera con Croacia, candidata a la entrada en la Unión Europa que, hasta diez años después –en julio de 2013-, no vería cumplidas sus aspiraciones. Tras un viaje algo azaroso con los chicos, llegamos al festival, donde conseguimos invitaciones para entrar de otra persona que conocemos allí. Pronto asumimos nuestra condición como las dos únicas “španska” del festival. En todo momento nos sentimos más que bienvenidas, sorprendidas y agradecidas por la generosidad con que nos invitaron constantemente a la comida y la bebida, tanto por los jóvenes que nos habían llevado hasta allí como por el grupo de personas que habíamos conocido esa noche y con el que compartiríamos otros bonitos días, incluso una vez acabado el festival.
No percibimos un trato distinto por el hecho de ser mujeres, ningún gesto interesado o susceptible de malinterpretación. No sería hasta más adelante cuando encontraría algún guiño machista, una cierta tendencia a estereotipar o confirmar tópicos. Nada nuevo bajo el sol. Aparte del hecho de que nosotras nos hagamos conscientes e intentemos crear debate tanto en el momento y el lugar como después en espacios comunes y en nuestras propias mentes.