Las exiliadas del ‘femigenocidio’
Mercedes Hernández y las integrantes de la asociación Mujeres de Guatemala trabajan desde el Estado español por la visibilización del feminicidio en su país. Por las más de cien mil mujeres indígenas que fueron torturadas, violadas, asesinadas o desaparecidas durante los 36 años de conflicto armado (1960-1996), y por las que cada año siguen alargando la lista de víctimas de un sistema machista y patriarcal que continúa cosificando el cuerpo de la mujer. En 2013 fueron asesinadas unas 660 mujeres, 122 muertes más que en 2012.
Isabel Gracia
“Corría el año 82, era Semana Santa y gran parte de mi familia estaba congregada en la aldea de mis abuelos, en la ‘casa grande’, como llamábamos cariñosamente a la antigua casa de mi bisabuela. Aquella noche la aldea fue atacada y masacrada por un ataque guerrillero y unas horas después por el ataque desproporcionado del Ejército. A la mañana siguiente, mientras huíamos después de haber enterrado a los nuestros, vi a una familia que había sido asesinada y colgada de las ramas de un árbol muy grande. Estaban todos: el padre, la madre, los niños y las niñas. A la señora le habían extraído del vientre a su bebé y se lo habían colgado del cuello”.
Aquella grotesca imagen nunca ha abandonado la retina de Mercedes Hernández. En ese momento era una niña de tan sólo cuatro años obligada a convivir con las desgarradoras instantáneas que el conflicto armado que sangraba a Guatemala le incrustaba en los ojos y en el alma. Hoy, 31 años después, sigue tragando saliva y cogiendo aire antes de recordarlo.
El lugar elegido para la entrevista es la sede en Madrid de la asociación de Mujeres de Guatemala, la cual preside, y a donde llegan en primera instancia mujeres que huyen víctimas de la violencia de género.
En su tez aceitunada y sus ojos miel se aprecia el mestizaje del que emana Mercedes, nacida en el año 78 de madre blanca y padre de raíces indígenas en una aldea de la zona Quiché, en el noroccidente de la Ciudad de Guatemala, una de las zonas más calientes de conflicto.
“Guatemala es un mal país para nacer mujer”, espeta Mercedes sin titubeo. Lo sabe porque lo ha vivido y porque el exilio a España ha sido su única opción. Tampoco es casual su vida dedicada al activismo feminista desde que tiene uso de razón. Su madre, a la que admira por su fuerza y valentía -“tiene cuatro hijos y estudió tres carreras universitarias siendo madre”, recalca-, era matrona durante los años más cruentos del conflicto. “Cuando una mujer era violada y quedaba embarazada, era repudiada por las comadronas comunitarias que se negaban a atenderla influenciadas por la tradición patriarcal. Mi madre sí lo hacía. Y creo que allí empezó la historia. Recuerdo que yo no había menstruado cuando vi el primer parto y allí comencé a asistirla. Por otra parte, el trabajo de mi papá era con comités organizados de agua y requerían de alguien que organizara las actas, alguien que supiera leer y escribir. Entonces yo fui la secretaria de actas de un montón de estos comités. Fui a comunidades muy remotas que trataban de llevar el agua potable por un conducto. Y allí me enteré de cómo se organizaban. Así que fue una doble vertiente, no sé definir cuándo empezó todo esto”, recuerda.
36 años de conflicto
El conflicto interno en Guatemala duró 36 años y enfrentó al Ejército con los grupos insurgentes de la guerrilla. El saldo de víctimas asesinadas superó las doscientas mil personas. Más del 80 por ciento eran indígenas mayas, una etnia profundamente discriminada y excluida durante décadas por la población ladina o mestiza. Esta minoría concentraba la mayor parte de los bienes de producción y mantenía su estatus gracias al apoyo de los políticos guatemaltecos, títeres de los Estados Unidos y de los intereses de sus transnacionales asentadas en el país.
Durante el conflicto las mujeres fueron nombradas el enemigo interno y el blanco de todo tipo de violaciones, bajo la idea de “si quieres acabar con un sector de la población, acaba con sus mujeres y acabarás con todo”
Unos años antes de la guerra, en la década de los 50, Guatemala vivió la llamada “primavera democrática”, en la que Jacobo Arbenz llevó a cabo políticas agrarias que favorecieron a la población indígena. Políticas que no agradaron en absoluto a empresas como la estadounidense United Fruit Company que ostentaba el monopolio de la fruta en el país centroamericano.
Tras lo que se pensaba que eran políticas comunistas, en 1954 la inteligencia estadounidense planificó un golpe de Estado –la llamada Operación Success– para derrocar al presidente Arbenz y colocar en su lugar al coronel Castillo Armas. Con el golpe llegaron también la eliminación de las reformas agrarias y la sucesión de generales que desfilaron por el poder y se valieron del mismo para reprimir por la fuerza cualquier demanda social.
Todo ello constituyó el caldo de cultivo que sirvió de excusa para acusar a la etnia maya de apoyar a los grupos insurgentes de la guerrilla y llevar a cabo su exterminio, que no obedecía a otro motivo que el racismo que impregnaba el país desde hacía décadas.
La época de la violencia
Efraín Ríos Montt fue presidente de facto de Guatemala tras dar un golpe de Estado en marzo de 1982 y hasta agosto de 1983. Ese tiempo se conoció como la ‘época de la violencia’ y fue especialmente sangriento. El cometido del aparato político-militar de acabar con la etnia maya para así apoderarse de sus tierras fue llevado a cabo a través del llamado ‘Plan de Tierra Arrasada’, que asesinó indiscriminadamente a personas de todas las edades, como afirma el informe Guatemala: memoria del silencio, elaborado en 1999 por la Comisión para el Establecimiento Histórico (CEH) y apoyado por la ONU.
“Me fui de Guatemala porque no quería ser una mártir, hay muchas en el mundo y dos al día en Guatemala”
Para ejecutar dicha campaña, las mujeres fueron nombradas el enemigo interno y el blanco de todo tipo de violaciones, bajo la idea de si quieres acabar con un sector de la población, acaba con sus mujeres y acabarás con todo. Actos premeditados y misóginos fruto de una política de Estado que utilizó el cuerpo de las mujeres como campo de batalla y que acabó con la vida de más de cien mil. “Una de cada cuatro víctimas era mujer, es decir, población civil desarmada no combatiente”, puntualiza la presidenta Mujeres de Guatemala.
En ese contexto nació y se crió Mercedes. La rutina estaba tan trastocada que no sabían cuándo salía y se ponía el Sol. “Dormíamos debajo de las camas, con el cuerpo en el suelo, no se sabía cuando podía haber un tiroteo o explosiones, lo normal era estar en casa siempre con el toque de queda. La vida era la privación de todas las libertades elementales. Nuestra casa en Quiché tenia unas ventanas relativamente grandes y recuerdo que muchas noches se convertían en día porque los helicópteros iluminaban las calles. No solamente nos despertábamos, escuchabas a los gallos cantar confundiendo también la noche con el día”, apunta.
Su familia siempre trató de que llevaran una vida lo más normalizada posible, aunque la desconfianza y el terror se apoderó de toda la sociedad. “Si había una persona enferma en casa por la noche no podías si quiera acudir a los vecinos porque no te iban a abrir la puerta, no se sabía quién podía estar al otro lado. Y eso es algo que hoy se nota, a pesar de que la población es solidaria y cálida. Esto hirió la confianza basada en el tejido asociativo. El terror era absoluto en esa época, pero ahora tampoco ha cambiado mucho, Guatemala es el país más peligroso del mundo para ser sindicalista”, recalca.
La paz firmada que nunca llega
“En 1996 se firmó la paz pero la paz nunca ha llegado a Guatemala. Hay una diferencia absoluta entre firmar la paz, en el sentido del armisticio, y hacer y consolidar la paz. Era absolutamente imposible pensar que un país que no había involucrado a las mujeres en las negociaciones de paz pudiera consolidarla”, afirma.
Después de 36 años de conflicto y casi dos décadas de la firma de los acuerdos de paz, las cifras siguen hablando por sí solas. Según datos oficiales, cada día son asesinadas un promedio de 17 personas, lo que convierte a Guatemala en uno de los países más peligrosos de América Latina. Según la Coordinadora 25 de Noviembre, que aglutina a varias organizaciones de mujeres en Guatemala, de enero a octubre de 2013 han sido asesinadas 660 mujeres, un 22,8 por ciento más que en el mismo periodo del año pasado.
No hay culpables
Lo más cerca que estuvo Guatemala de rozar la justicia fue el pasado 10 de mayo. En la sala abarrotada del Tribunal Supremo guatemalteco estalló el clamor de los allí presentes durante la lectura de la sentencia al ex general Efraín Ríos Montt por parte de la presidenta del Tribunal, la jueza Jazmín Barrios. El general retirado fue condenado en primera instancia a 80 años inconmutables de prisión por ser culpable de genocidio y delitos de lesa humanidad durante sus años de dictadura en el país centroamericano. “Siento mucho alivio en mi corazón”, fueron las palabras de la Premio Nobel de la Paz Rigoberta Menchú, para la que supuso el colofón de una larga lucha personal.
Este veredicto histórico sería anulado días después, haciendo pedazos el sueño de la sociedad guatemalteca de que por primera vez se hubiera roto el muro de la impunidad. Los magistrados aceptaron los recursos que presentó la defensa del exgeneral por supuestas irregularidades, debiendo repetirse todas las actuaciones celebradas entre el 19 de abril y el 10 de mayo de 2013.
“El día en que la sentencia condenatoria tuvo lugar, desde la asociación celebramos la vida, la justicia. Pero en un país como Guatemala, donde todo puede ocurrir sobre todo en materia de injusticia, lamentablemente no fue tan inesperada la sentencia anulatoria. Estas clases dominantes de Guatemala han hecho un sistema a su medida, tan estructurado, que garantiza la impunidad de lo que hicieron, de lo que hacen, y de lo que están por hacer”, afirma Mercedes Hernández.
Varias declaraciones de testigos en el juicio a Ríos Montt acusaron también al presidente actual de Guatemala, Otto Pérez Molina, de participar en las masacres a indígenas ixiles durante los años del conflicto. “Ellos, los militares, los soldados, a órdenes del mayor Tito Arias, conocido como don Otto Pérez Molina, coordinaron la quema y el saqueo de la gente para luego ejecutarla,” aseguró el testigo Hugo Reyes en una de las sesiones del juicio. El propio Pérez Molina ha rechazado en varias ocasiones dichas acusaciones, y ha hecho público su punto de vista según el cual “no hubo genocidio en Guatemala”.
Sin embargo, Hernández trata de ver la realidad desde todos los ángulos posibles. “La lectura más importante de todo el proceso es que el juicio nos permitió hacer una revisión sobre la concepción que hemos tenido históricamente de la población indígena de Guatemala. Todas esas personas se convirtieron en sujetos activos delante de todo el mundo, ejerciendo su derecho a ser escuchadas, y eso convierte en sujetos a personas que habían sido vistas como objetos por parte de sus victimarios. Creo que eso es un antes y un después en la historia de la población indígena”.
El último varapalo de la injusticia en Guatemala se ha conocido hace tan sólo unos días. El mundo deberá esperar un año más para ver de nuevo a Efraín Ríos Montt sentado en el banquillo de los acusados. El juicio se ha aplazado a enero de 2015 por “motivos de agenda”, según la presidenta del Tribunal de Sentencia de Mayor Riesgo B, Jeannette Valdez.
El exilio forzoso
Los estudios en Derecho y Citotecnología (rama sanitaria con una aplicación muy común: la prevención del cáncer cervicouterino, una de las principales causas de mortalidad de las mujeres en Guatemala) hicieron que Mercedes Hernández se topara muy pronto con el tema de los derechos sexuales y reproductivos. “Creo que eso fue un poco urdiendo el camino. Di muchas charlas a jóvenes en derechos sexuales y reproductivos. Luego me introduje en trabajos más serios y denuncié el asesinato de dos mujeres en Guatemala por parte de la Policía [lo que le ocasionó graves amenazas]. Me di cuenta de que el enemigo al que me enfrentaba era demasiado grande”, sostiene.
Salió viva de milagro de un tiroteo en su propio apartamento y decidió que no quería engrosar la lista de mujeres asesinadas en su país. Se marchó a España para no callarse y también para que su familia no se viera salpicada por sus ideales. “Tampoco quería ser una mártir. Hay miles en el mundo y dos al día en Guatemala”, sentencia.
Llegó a España en julio 2004. Al contrario de lo que pensaba, las amenazas no cesaron. Incluso hoy el Ejército guatemalteco considera a Mercedes y al resto de integrantes de la asociación Mujeres de Guatemala como terroristas. “Los militares crearon una fundación contra el terrorismo en Guatemala. ¿Y quiénes son los terroristas contra los que ellos luchan? Toda persona que esté militando activamente en la defensa de derechos humanos en Guatemala”, subraya. A pesar de que el tejido social en Guatemala es constantemente dinamitado, Hernández asegura que cada vez son más las voces que gritan por los derechos de las mujeres, en muchos casos a costa de jugarse la vida.
Las clases dominantes de Guatemala han hecho un sistema a su medida tan estructurado que garantiza la impunidad de lo que hicieron, de lo que hacen, y de lo que están por hacer
Los años fueron pasando y la idea de retornar a Guatemala se fue difuminando: “Este país me dio muchas cosas y me dio algo que no había sentido en muchos años: sentirme segura. También conocer movimientos feministas o de mujeres migrantes me hizo ver que la invisibilidad de la violencia que sufren las mujeres en esos países es en buena medida porque no hay agentes activos en la diáspora que estén denunciando lo que ocurre en esos lugares, donde las mujeres, auténticas heroínas, tienen que convivir día a día con la violencia que se ciñe sobre ellas”.
A partir de entonces la misión de Mercedes es contar lo que sucede en su país porque como dice, “nombrar la realidad es hacer que exista”. Así nació la asociación Mujeres de Guatemala, “también con la vocación de denunciar las desapariciones de mujeres y niñas en América Latina [dos millones al año] porque las usan como producto de consumo en Europa y Estados Unidos”, apunta.
Desde la asociación, un grupo activo de doce personas (en el que también colaboran hombres) trabajan de manera incansable por generar fuentes de opinión y por apoyar todos los proyectos de rendición de cuentas posibles. “Con las limitaciones de nuestros recursos”, enfatiza su cabeza visible, “somos todas voluntarias”.
Heridas abiertas
“¿Aquello que tenía esa mujer en el cuello era un feto, verdad mami?”, preguntó Mercedes a su madre veinte años después de presenciar aquella imagen en la aldea masacrada de su bisabuela. Era la primera vez que se atrevía a mencionarlo. A su madre se le escurrió lo que sostenía entre las manos. “Pensé que no lo recordarías, eras demasiado pequeña”, dijo.
“Esa mañana mi madre me estaba preparando el desayuno. Era su forma de mimarme porque sabía que iba a encontrarme con mi pasado y que volver a esa aldea suponía mucho para mí. Ella no podía creer que yo tuviera esos recuerdos tan presentes”, apunta. Mercedes volvió a la aldea de su infancia arropada por los suyos. Sus recuerdos dibujaban un lugar de felicidad, de vacaciones, “donde solíamos ordeñar a las vacas, jugar con las cabras y las gallinas. Además era una zona de hallazgos arqueológicos importantes y para mí era como adentrarme en Egipto”.
Cuando vio aquella aldea absolutamente devastada cuyas heridas seguían sangrando, con las casas todavía sin reconstruir, con las señales de todo lo que había sido quemado veinte años antes, se dio cuenta de que la reparación del daño aún está lejos de convertirse en realidad. Mientras tanto, Mercedes Hernández y la asociación de Mujeres de Guatemala siguen luchando sin descanso en la distancia por derribar ese muro de la impunidad, que poco a poco se va agrietando en Guatemala.