Los gatos de América y dos tipos de hombre
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Glória Paiva
Sería genial que usted, esta sombra, este ser, esta forma oscura del que sólo sé que es un hombre, supiera que yo ahora me cambio la ropa para dormir aunque sean las cuatro de la noche, como hago todos los días. Que me limpio los dientes, que me pongo una cremita en la cara y me meto calentita en la habitación que yo misma había arreglado antes de salir. Que todo este ritual aparentemente frívolo es un reflejo de mí misma como individuo y de la estima que tengo por mi persona. Me gustaría mucho que supiera, por cierto, que soy una persona y por esto me encajo en la misma categoría que usted, por lo menos en principio. Un ejercicio de empatía, vaya.
Unas horas atrás, yo y un compañero de estudios habíamos subido la avenida Gran de Gràcia charlando tranquilamente a pesar del frío y del viento, sin más preocupaciones que la de calcular a qué horas deberíamos estar despiertos en el día siguiente para conseguir cumplir todo el curro que la universidad nos demandaba. Hay que salir a veces, sí, hay que salir, pues no es tampoco productivo estar todo el tiempo encerrado a trabajar y estudiar. Refrescar las ideas, hablar con la gente. El día había sido tranquilo, la noche había sido alegre. Nos separamos en la altura del metro con dos besos, adéu, bona nit. Aún estaba sonriendo conmigo misma, saboreando las palabras escuchadas, los rinconcitos nuevos del alma de recién conocidos, descubiertos esta noche, cuando levanté los ojos y vi, a algunos pasos adelante, a usted, entre otros cuatro sujetos. En estos instintos naturales o aprendidos, deshice la sonrisa, miré hacia atrás y vi que aún tenía tiempo de llamar a mi compañero de clase. Pero no lo llamé. Estaba tranquila y optimista. Imagínate, pensé, estas cosas no ocurren en una ciudad como Barcelona. Además, si caminase más despacio, podría ser que ni siquiera me notaran, silenciosa como una sombra, atrás de ustedes.
La Ronda General Mitre estaba desierta, con excepción de nosotros y unos coches que volvían de eventos madrugueros. Ustedes se reían, relajados, hablaban muy rápido y yo no entendía mucho lo que decían, dado que soy extranjera. Aun con mis instintos aprendidos tras años de convivencia entre hombres y mujeres, me alcé la capucha invocando un pensamiento absurdo que a veces tengo, según el cual las ropas negras te ayudan a volver invisible a quienes no quieres que te vean, y empecé a caminar más lentamente. Ya estaba a diez pasos de la puerta de mi edificio cuando ustedes decidieron detenerse. Así que, al pasarlos, me verían. ¿Y qué? Qué paranoica eres, vamos que tengo que dormir, no seas ridícula, me encorajaba a mí misma en pensamiento.
La capucha no me permitía verles bien de lado, pero sentí que uno de ustedes se acercaba y casi llegaba a tocarme. Era usted. Busqué rápidamente las llaves en el bolsillo y sentí un instante de alivio al percibir que la puerta ya estaba abierta. Un vecino distraído se la anda olvidando así últimamente, lo que en general suelo maldecir, pero en esta noche se me cayó muy bien. Entré rápidamente y la cerré con un golpe detrás de mí. Habiéndome separado de usted con el cierre de la puerta, inmediatamente sentí un fuerte ruido: era su cuerpo chocándose con ella en un impulso de entrar luego en seguida o de tocarme, no sé. Mientras caminaba hacia las escaleras del edificio, giré el cuerpo y lo vi. Pues usted ya debe saber que la puerta de este edificio viejo es hecha de un marco de madera, alto, con unos arabescos hechos a hierro imitando ramas que suben hacia arriba, protegidos por un vidrio frágil. A través de este vidrio, estaba una sombra, usted, este contorno de hombre con los brazos levantados que empujaba su cuerpo contra la puerta, haciéndola rugir con su peso. Me decía:
– ¡Buena noche, mi amor!
“Su” amor. Qué noción de amor más rara tienen ustedes, ahora pienso. No vi su rostro, no tengo idea de su nombre. Subí las escaleras sin mirarle de nuevo.
Este encuentro nuestro me hace recordar la música de un dibujo animado de mi infancia sobre un ratito ruso que huía con su familia para América, pues se decía entre los ratos que no habría gatos en el Nuevo Continente. En un determinado momento, los ratos empezaban a cantar, planeando su emigración a fin de huir de las “tragedias” provocadas por la presencia de los felinos en el pueblo siberiano donde la película se pasaba.
– ¡Pero no hay gatos en América y la calles de queso son! Pero no hay gatos en América, adiós preocupación! – cantaba la canción.
Fievel y el nuevo mundo era su título en España. Las historias con animales me solían tocar mucho. Yo era muy pequeñita y tenía esperanzas reales que la familia de Fievel encontrase una América sin gatos. Después me frustraba (creo que un día llegué a llorar) cuando los gatos surgían nuevamente. Pues claro que había gatos en América. Aunque toda una vida me separa de esa niña que lloraba por los ratitos de un dibujo animado, me siento ingenua como la familia de Fievel al pensar que estas cosas solo ocurren en determinados ambientes generalmente asociados al Tercer Mundo de donde vengo. Debería recordarme que el otro día prácticamente huí corriendo de un tío mayor que yo que empezó a seguirme en la Ciutat Vella, sobre todo después que se enfadó muchísimo cuando le dije que yo llamaría a la policía si no me dejaba en paz.
– !Fea! ¡Nadie te quiere! ¡Por esto estás sola! – protestaba, rojo como pimiento, por unas cuantas cuadras por donde me insultó a continuación.
Pienso en mi padre, en mi colega del máster, este que me habría acompañado de buen gusto si yo se lo hubiera pedido, en mis profesores y mis amigos y me doy cuenta de que se puede hacer una clasificación de dos tipos de hombres desde un punto de vista femenino: los hombres en los que confiamos y los hombres en los que no confiamos. También entre desconocidos y conocidos, pero ya en esta separación las dos primeras categorías se pueden mezclar y alterar de un momento hacia el otro, incurriendo en miles de variables. Estas variables nos complican mucho la vida, sabe, a esta mitad de la población a la cual pertenezco que puede tener miedo de la otra mitad, cuando caminamos solas en general por la noche.
Así que al tener el primer contacto con un hombre, sea visual, por internet o lo que sea, puede ocurrir que nos preguntemos: ¿este es del tipo del cual se puede fiar o no? Y las respuestas a esta pregunta se pueden siempre confundir.
Sabe, “amor mío”, sombra de la noche cuyo nombre jamás podré saber, lo que para usted y sus amigos es solamente una broma (en la mejor de las hipótesis) hecha a las cuatro de la madrugada en la calle a una mujer desacompañada, para nosotras puede representar tantas otras cosas. El gatillo de la memoria de una experiencia traumática anterior, una ansiedad sin razón, una preocupación extra por la hija que decidió irse a una fiesta años después, un sentimiento de culpa por “dejarse meter en aquella situación” y, la peor de todas, creo, la sensación de ser una ciudadana de segunda clase.
El acoso callejero, nombre técnico para este comportamiento, viene de una cultura difundida en todo el mundo según la cual una mujer sola está disponible. Su cuerpo, por lo tanto, es público y en la madrugada parece que esta idea se agrava, pues ¿qué coño está haciendo una mujer sola en la calle a esta hora? Buena no estará sobria tampoco. Y entonces su mecanismo cerebral acciona la vieja regla, aquella de más de dos mil años de edad, sobre las mujeres y sus dicotomías: son buenas o son malas, son vírgenes o son putas, son Marías, las virtuosas, o son Evas, las pecadoras. Nosotras, estos seres incompletos, envidiosas del falo, El Otro en oposición al Hombre de la historia.
Esta cultura es la misma que os mueve a violar, a humillar, a segregar, a acosar de otras formas, a crear niños valientes, mimados, acosadores y belicosos, y niñas sumisas, inseguras y dependientes. Pero puede ser que usted y sus cuatro amigos tengan solo una cantidad cualquiera de alcohol en la sangre en un sábado de madrugada y que todos estos mecanismos culturales no sean más que unos destellos imperceptibles e inconscientes, que jamás llegarán a ser transpuestos a su consciencia y, a lo mejor, no son más que paranoias de una mujer sola a las cuatro de la noche.
El hecho es que en mi mente es inevitable separarnos: somos dos grupos, ustedes y nosotras, y ustedes son otros dos, fiables y no fiables, y esta división de mierda es un desafío cotidiano en la calle y dentro de nuestras casas. Insisto en volver a las cuatro de la mañana o a la hora que me dé la gana. A lo mejor, la próxima vez le pediré a mi compañero que camine unos cuantos metros a mi lado, hasta la puerta.