El ‘coaching’ pide a gritos sus gafas violetas

El ‘coaching’ pide a gritos sus gafas violetas

Estrenamos consultorio sobre desarrollo personal de la mano de Beatriz Villanueva. En este artículo introductorio nos ilustra qué plantea el 'coaching' feminista: acompañar procesos de empoderamiento sustituyendo la visión individualista y meritocrática por un enfoque que tiene en cuenta el género y otros condicionantes socioculturales.

Imagen: Núria Frago

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Trabajo como coach, acompañando a personas en sus procesos de cambio vitales y profesionales. Soy una afortunada: me encanta lo que hago. Eso sí, os reconozco que el mundo del coaching no es la excepción: a pesar de contar con excelentes profesionales, está impregnado hasta el tuétano de patriarcado. La mayoría de las formaciones, charlas o espacios de supervisión destacan por su falta de perspectiva de género. Y no se lo hacen mirar mucho, lamentablemente, a pesar de que muchos malestares que una se encuentra en consulta beben de las desigualdades de género, de cómo somos construidas como “mujeres” y como “hombres”. Por eso desde aquí planteo… ¿puede (y debe) el coaching ponerse las gafas violetas? Yo me contesto que sí. Acompañadme en estos procesos que os voy a contar, a ver qué opináis*.

*Los siguientes casos están inspirados en procesos reales de coaching de vida que he acompañado. Los nombres de las personas son ficticios.

Dame un segundito, me estoy empoderando

… o de la importancia de ofrecer espacios creativos, abiertos y liberadores.

3 de la tarde en Barcelona.

8 de la mañana en Bogotá.

Abro el Skype, me aseguro de que ya son las cuatro en punto y llamo a María Elena. Se abre una ventanita en mi pantalla y veo su sonrisa, aún adormilada.

—Buenas tardes-, me susurra.

—Buenos días-, le sonrío.

María Elena y yo llevamos compartiendo un proceso de coaching precioso un par de meses. Ella, loquita, viajera, decidida y divertida, trabajando desde hace años en la cooperación internacional, se derrumbó tras tener a su deseado bebé, unos meses atrás. “Bea, no me encuentro –me confesaba al comenzar-, no encuentro mi espacio. Siento que todo lo hago mal. Todo el mundo critica mis decisiones, si doy de mamar o no, si apuesto por el colecho o no, hasta si tengo o no a mi bebé en brazos cuando llora. Estoy agotada”.

Llevamos dos meses deconstruyendo juntas mitos y creencias sobre lo que se nos enseña como la feminidad pluscuamperfecta, como la maternidad idealizada. Dos meses liberándonos de culpas, reaprendiendo a vivirnos como humanas en un mundo que a las mujeres nos exige la excelencia en todos los ámbitos. Dos meses volviendo la mirada hacia ella, recuperando sus valores, sus placeres y su autoconfianza.

—Dame un segundito-, me dice María Elena. Chinea a la bebita. La pequeña mira a la pantalla, sonríe por las tonterías que le estoy haciendo, me sale una carcajada de las tripas. Se engancha a la teta de su madre plácidamente. Ella mueve la cabeza entre divertida y resignada: Esta niña es una tragona, asegura. Me mira cómplice: Va a salir bien empoderada, lo sé.

Seguimos con la sesión, ya son las cinco menos veinte. Me muero de placer. Poder ofrecer un espacio de crecimiento personal, de cambio, de deconstrucción feminista mientras María Elena da de mamar a su bebé me hace sentir, sencillamente, que esto tiene sentido. Que se parece peligrosamente a esa manera de trabajar con la que siempre he soñado.

Y sí. Creo que está en el alma del coaching feminista el ofrecer espacios virtuales o presenciales amplios, abiertos, creativos. Espacios críticos con los modelos de masculinidad y feminidad aprendidos, con lo “políticamente correcto”, espacios donde las personas generen alternativas desde su sentir; espacios adaptados a las necesidades de las personas y al ritmo de sus procesos de cambio.

La autoconfianza sin ciudadanía no vale un alegrón

… o de lo crucial que es enmarcar el proceso de cambio en una sociocultura, circunstancias y momento histórico determinado.

Camila es una mujer transexual. Compartimos un proceso de coaching desde hace unos meses que me tiene fascinada. Es una mujer de recursos, inteligente. Me hace aprender mucho. Acudió a la consulta con la autoestima por los suelos. Recuerdo la rabia que se me quedaba en el cuerpo tras escucharla en las primeras sesiones: parte de la sociedad es inclemente con las y los disidentes del género. A veces la crueldad humana llega a puntos difíciles de comprender.

Si tuviera que destacar algo de Camila sería su valentía. Se nota sobre todo en su manera de andar. Su valentía al tomar la decisión de apostar por el cuerpo, el aspecto y la manera de estar en el mundo que su alma le pedía desde pequeña. Valentía por salir de su país de origen y venir a buscarse la vida a una ciudad como Barcelona – “ciudad de las oportunidades”, la llaman -, tan inmisericorde para quienes vienen sin plata ni papeles. Valentía por buscar la alegría sin descanso a pesar de todas las dificultades. Valentía por aparecer en mi consulta, apostando por continuar con su proceso de cambio, arriesgándose a que éste fuera otro espacio más lleno de juicios e incomprensiones, como tantos otros.

—De nuevo me han denegado la nacionalidad—, me dice rabiosa al comenzar la sesión. Las últimas semanas, sin embargo, nos habíamos reído mucho. Camila se había ido el último día tranquila, con una sensación interna de autoconfianza, sabiendo que nunca más caminará por la calle con la cabeza baja, que no se dejará amedrentar por miradas de otras personas. Se fue sintiendo que ella es inmensamente bella, perfecta tal y como es.

Et voilà. Aquí llega el bofetón de realidad. Hoy ya no se siente bella, ni tranquila, ni contenta. De nuevo sobreviene el cansancio, la sensación de ser rechazada. A nuestros dirigentes se les llena la boca hablando de democracia e igualdad, pero no se les llenan así ni las ideas ni las partidas presupuestarias.

Por ello, en esta tarde, ampliamos la estrategia. Sumamos alianzas. Comenzamos, en paralelo, a trabajar recursos de empoderamiento colectivo. Buscamos redes. Contactamos asociaciones de personas transexuales que conocen a fondo las discriminaciones que atañen al colectivo. Encontramos recursos externos para que Camila se sienta acompañada en su valentía.

Porque ponerle gafas moradas al coaching implica no perderse en una visión individualista y meritocrática, como de american dream, al acompañar los procesos de cambio de las personas. Nuestros objetivos, nuestros malestares, nuestras creencias y recursos, los palos en las ruedas que nos encontraremos, todo se ha de enmarcar en una sociocultura y un momento histórico determinados. Están atravesados por nuestro género, nuestra raza, orientación e identidad sexual, origen, etnia, religión o clase social. Por ello, desde el coaching feminista hemos de acompañar procesos de empoderamiento personal, colectivo y, en última instancia, social, con perspectiva de género e interseccional.

Acabamos la sesión. Seguiremos adelante con alegría, con alianzas, buscando nuestra autenticidad en un mundo que trata de meternos en moldes tan rígidos.

Algo habrás hecho para que eso ocurra, querida

… o del peso clave que tienen las creencias limitadoras de género, las desigualdades y las violencias en las condiciones de vida de las mujeres.

Mariana vino a la consulta harta de su trabajo, que le sacaba la sangre y con el que ya no se sentía para nada alineada. Necesitaba un cambio laboral y vital.

Recuerdo un día en el que llegó tarde a nuestra sesión. Lo siento –exclamó agitada-, no había quien encontrara aparcamiento. Y llevo un día de curro terrible.

Le propuse hacer una pequeña relajación. Poco a poco, el olor a incienso y la música fueron ayudándola a bajar revoluciones. Cuando sentí que su respiración se acompasaba, abrimos los ojos y quise saber con qué emoción llegaba a la sesión. Me dijo que se sentía relajada, pero sus ojos y sus gestos atropellados mostraban más bien inquietud. Finalmente, miró hacia abajo y comenzó a describirme la extraña relación que “se había establecido” con uno de sus compañeros de trabajo.

Él se me acerca demasiado -comenzó a relatarme-, me habla en tono de broma. El otro día mencionó algo de mi falda. Y eso no sonaba tanto a broma. También me toca el pelo a veces. Lo enrosca en sus dedos. Se enfada si no le miro y si no le escucho con atención cuando se me acerca. Pero es que yo no puedo hacerlo. Me siento culpable porque le termino hablando fatal, pero es que me genera muchísimo rechazo.

Se paró en seco. Mientras, yo, haciendo mutis y observándola, pensaba que el colmo era que ella, además, se sintiera culpable. Mariana tomó conciencia de repente, sus hombros se encogieron: Dios mío, esto es acoso sexual.

Acudí unos días después a mi grupo de supervisión de coaching, al que llevo años asistiendo. Para quien no sepa qué es, se trata de un espacio grupal de revisión de casos donde se genera conocimiento, se comparten estrategias y se ponen en común dudas surgidas en las sesiones con el objetivo de seguir mejorando y aprendiendo.

Tenía dudas sobre cómo posicionarme ante una situación así: ¿cómo abordar desde la metodología del coaching las desigualdades sociales derivadas del género, la clase, la orientación o la identidad sexual?

El coaching no es una metodología directiva. Alimenta el que las personas se empoderen, que agarren las riendas de su vida y tomen sus decisiones desde su sabiduría. Es por ello que no es común verter opiniones ni invitar a las personas a hacer esto o aquello. Relaté cómo con Mariana lo había hecho. Cómo había abogado por “hacer pedagogía”, por corroborar que efectivamente era una situación de acoso sexual, que era denunciable y que no tenía por qué aguantarlo ni un día más.

La respuesta que obtuve me dejó helada: “Ten precaución en estos casos. Habría que ver de qué manera ella se comunica y se relaciona con él. Quizá también da pie a que el chico actúe de esa manera”.

Estupendo. ¡Ingenua de mí! ¿Cómo no había podido darme cuenta antes de que la lógica patriarcal inunda todas las ciencias, las prácticas, las filosofías, las metodologías? Que el coaching sea una metodología de gestión del cambio cuyo éxito radica en gran medida en el cuestionamiento de miles de creencias limitadoras, no lo exime, irónicamente, de estar impregnado de roles y lógicas de corte machista, sexista y homófobo. Creencias como la clásica e intemporal “algo habrá hecho ella para que eso ocurriera”, que sitúa la responsabilidad de la agresión en la mujer y no en el abusador; y que es, básicamente, lo que vine a escuchar con tristeza esa mañana.

Por ello, el coaching feminista ha de ser revolucionario, más que nunca. Porque ha de cuestionar y superar esas creencias limitadoras patriarcales, en aras de facilitar la autenticidad y la liberación de cada persona. Y, qué coño, por una cuestión de democracia y justicia social. Las y los propios coaches hemos de ser conscientes de toda la sociocultura que llevamos encima. Si no, el resultado puede ser tan terrible como que estemos revictimizando a una persona que está sufriendo una opresión y, quizá, permitiendo de manera indirecta que ésta se perpetúe.

Creo en un coaching con gafas de género, que acompaña y analiza los procesos de cambio en relación a lo que la afrofeminista norteamericana Patricia Hill Collins denomina una “matriz de dominación”; es decir, observando cómo afectan a las prioridades, objetivos y procesos de cambio de cada persona los diversos niveles de opresión como el racismo, el sexismo, la lesbo/homofobia o el clasismo; y diseñando una intervención desde ahí. Porque no, el sueño americano no existe si has crecido en el Raval y tu padre está en la cárcel, o si naciste al otro lado del océano y además tu color de piel es peligrosamente oscuro. Hemos de cuestionar, también desde el coaching, la universalización de las categorías “mujer” y “hombre” desde las experiencias blancas, burguesas y europeas.

Creo en un coaching con gafas de género que facilita espacios donde las personas socializadas como hombres pueden mostrarse vulnerables y sensibles, donde pueden dejar caer sus máscaras, donde pueden permitirse transitar un proceso de desarrollo personal amoroso y profundo. Donde tomen conciencia de que soltar privilegios también les ayudará a encontrarse con su esencia sin tener que sostener una imagen, sin elegir beneficiarse de esos privilegios a costa de que otras salgan perjudicadas.

Creo en un coaching feminista que facilite que todas las personas tengan la oportunidad de buscar su manera de vivir la vida en un mundo donde, a pesar de pequeñas victorias, la igualdad real es un espejismo. Creo en un coaching feminista que, como afirma la psicoterapeuta Virginia Satir, refuerce el permiso y la libertad de conectarnos íntimamente con cada una de nuestras partes. Aquellas socialmente aceptadas y las que no lo son tanto. “Siéntete como eres – afirma Satir- Libre de tener opciones y libre de usarlas creativamente”.

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