Masculinidades tóxicas, violentas ¿y legítimas?

Masculinidades tóxicas, violentas ¿y legítimas?

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18/06/2016

Raisa Gorgojo Iglesias

La violencia es masculina. No que las mujeres sean buenas de nacimiento, o que los valores asociados tradicionalmente a los femeninos sean los ideales. “Si las mujeres gobernaran el mundo no habría guerras” dicen, como si Hillary Clinton o Angela Merkel fueran a traer de vuelta el mítico matriarcado o como si Catalina de Médicis no hubiera aceptado y usado, como ellas, las reglas de la política masculina y patriarcal. La violencia es masculina porque vivimos en un heteropatriarcado importado hace miles de años por alguna tribu (se dice, que yo no siendo antropóloga no quiero meterme en terrenos fangosos) que se basa no únicamente en la fuerza o en la relativa superioridad física de los hombres, sino en el control de los medios de producción: los úteros.

Las guerras podrán ganarse a base de fuerza o ingenio, pero los sistemas sociales se mantienen asegurando el status quo de las clases dominantes y una movilidad social más o menos cerrada. Podría argüirse que ya no vivimos en una sociedad estamental, y se estará arguyendo en modo ciego y sesgado, ignorando discursos interseccionales de raza y clase que prueban la perpetuación de las mismas personas en las mismas clases, cambiando solo la argumentación que justifica tal sistema. Para asegurar tal estatus se necesita descendencia, mantener un apellido y saber perfectamente que la siguiente generación lo está llevando legítimamente: así se explica, en pocas palabras, la sumisión femenina y su reclusión en espacios aislados y controlados. Continuando con la teoría de la tribu indoeuropea que importó tal modelo, podría decirse que todo el sistema social heteropatriarcal se fundamenta en las costumbres sociales de quien ganó más batallas.

Perpetuar un imperio o un modelo socioecónomico determinado que proteja determinados intereses no solo se basa en el control de los úteros, sino en la sumisión total de sus portadoras: en otras palabras, en la reducción de las mismas a sus órganos reproductivos. La violencia es masculina porque sin la sumisión y el control de las mujeres, el sistema se habría ido al traste: en un sistema feudal, la línea de sangre aseguraba una dinastía; en un sistema capitalista, no solo asegura fortunas o clases políticas, sino que nutre de trabajadores, incluso si se quiere ver de ese modo, de pagadores de impuestos. La violencia es masculina y no exclusivamente dirigida a las mujeres porque en un modelo social así, es necesario reforzar modelos de masculinidad específicos, que reflejen la fortaleza y virilidad de aquel pueblo protoindoeuropeo vencedor de batallas, un despliegue de energía agresiva que sirva para someter no solo úteros, sino a otros gobernantes, otros empresarios, otros imperios. Lo masculino controla, el hombre cazador y proveedor prehistórico pasó a la historia como el hombre perpetuador. Es por ello que cualquier expresión alternativa de la masculinidad, cualquier identidad queer, debe ser ridiculizada o incluso erradicada por evidenciar las fallas del sistema y por ser inútil para el mismo. Débil, enfermiza, marcada: es decir, femenina.

El referente de masculinidad válido y presentado como superior es, sencillamente, tóxico y violento, en acción o en potencia. La violencia es masculina porque cuando supimos por primera vez las noticias del atentado en Orlando, en ningún momento se nos pasó por la cabeza que la terrorista fuera mujer. Decir atentado o terrorismo tampoco es casual: lo llamamos atentado porque ahora sabemos que Isis se lo ha atribuido; si no, habría sido un crimen de odio, un trágico suceso, una triste noticia más que llega de Estados Unidos, que está muy lejos y lleno de gente desequilibrada que tiene armas al alcance de la mano. Es muy fácil extrañarse y desvincularse de lo que nos resulta diferente, pensando que tal cosa no pasaría nunca al lado de casa: es todavía más fácil despreciar a los estadounidenses ignorantes y sus leyes, culpar a Isis, a los homófobos radicales o decir, cuando la enésima muerta por violencia de género aparece en el telediario, que no todos los hombres pegan y que el mundo está lleno de radicales, desgraciadamente. Recuérdense el hashtag #notallmen, o incluso #alllivesmatter y cómo buscaron invisibilizar problemáticas de género y clase, universalizando el victimario para negar la existencia de un patriarcado sí, con algunos radicales, pero con valores tóxicos: una violencia en potencia.

Quien mata, quien atenta, quien pega o quien abusa, no tiene nada que perder y tiene los medios para hacerlo. Llevada al límite y con los recursos necesarios, quién sabe lo que una persona es capaz de hacer: uno de cada tres universitarios estadounidenses admitió que sería capaz de violar si le asegurasen que no habría consecuencia. En esa misma línea, pensemos, por ejemplo, en los historiales de búsqueda de las páginas porno de millones de personas: categorías como jailbait, forced anal sex, rough blowjow, raped girls. El argumento de que se trata solo de fantasías viene invalidado cuando de buena mañana leemos en los periódicos sobre tramas de futbolistas que pagan por ver violaciones y empresarios del porno muy de la cultura trash patria, aparentemente inofensiva, que las procuran. El argumento de la fantasía se va a la mierda cuando cada día leemos cosas como que el pobre violador de Stanford pagaría seis meses de cárcel por “veinte minutos de acción”, cosas como que una chica borracha, una un poco puta o una vestida como un putón volviendo a casa sola se lo buscaron, o, cuanto menos, fueron poco precavidas.

Cada vez que se hace un comentario de este tipo, se añade un ladrillo al muro. Cincuenta ladrillos por las víctimas de Orlando, cincuenta y siete por las mujeres asesinadas por sus parejas en el 2015 en España, cientos por el cuarenta por ciento de los transexuales que intentaron suicidarse el año pasado en Estados Unidos. Pero también ponemos infinidad de ladrillos por cada baboseo que sufrimos al caminar por la calle, por cada vez que se llama “puta” a alguna mujer, por cada vez que un hombre avasalla o invalida sin sentido tu discurso o por cada vez que a una cría no la dejan ir a jugar porque se está volviendo un “marimacho”. Cada cosa cuenta, y son las pequeñas las que conducen a las grandes, creando un muro que protege la violencia masculina y legitima las masculinidades tóxicas. Los “es solo una fantasía” o “nada más que era una broma” son solo dos mentiras más en un patriarcado que se perpetúa mediante la sumisión y que, al mismo tiempo, le quita hierro a la cosa porque no estamos tan mal como antes.

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