Mi mundo es otro

Mi mundo es otro

Sus maneras arrebatadas y el contenido de sus canciones convirtieron a María Jiménez en un símbolo de las libertades que la sociedad española reclamaba tras la muerte de Franco. Sin embargo, fue su genio para el cante por rumbas y bulerías lo que le permitió resistir en el tiempo, sorprendiendo con una fantástica e inesperada serie de discos de madurez.

Texto: Carlos Bouza
20/01/2017
Imagen promocional de María Jiménez con motivo de su disco tributo a Sabina

Imagen promocional de María Jiménez con motivo de su disco tributo a Sabina

Siempre quise ser como Bambino, pero con tetas”. Arrancaba su carrera y María Jiménez (Sevilla, 1950) soñaba con seguir la estela de Miguel Vargas, el utrerano que encontró la gloria en la vertiente más dramática de la rumba flamenca. Pero a medida que el torbellino Jiménez cobraba vida propia, desviándose de su rumbo, hubo que inventar eslóganes nuevos. Su productor de toda la vida, Gonzalo García Pelayo, intentó sintetizar el fenómeno como la suma de Marlene Dietrich y Pedro Almodóvar, pero la definición sonaba totalmente fraudulenta, como un palo de ciego. He aquí un par de cosas que podemos dar por seguras: una de ellas es que cuando canta, cuando baila, María Jiménez podría hacer estallar un termómetro sin tocarlo. La otra es que sus primeros discos fueron un fragmento cultural decisivo en tiempos oscuros, cuando la necesidad de emancipación era tan urgente que solo cabía esperar una ruptura de diques. María Jiménez traía consigo la promesa de que íbamos a tomar el poder de muchas formas distintas, empezando por nuestros cuerpos. Estaba tan liberada que parecía haber aterrizado de otro planeta, y cuando cantaba aquello de que “….mi mundo es otro” no había razones para pensar que no fuese cierto.

En la biografía de esta trianera de ascendencia gitana no hubo nada que podamos llamar infancia. A los once años había cambiado la escuela por trabajo; a los quince, era ya una empleada del hogar que se deslomaba a cientos de kilómetros de su familia; y a los diecisiete, una madre soltera con una cruz en la frente a la que ya le resbalaban por completo las habladurías. No dejaba atrás ninguna aspiración, ningún sueño, ninguna revelación: es posible que en su hogar de Sevilla se hubiese colado el flamenco por las ventanas como un viento leve, pero allí no había maestros ni vocaciones. María era consciente de su talento para el cante por derecho, le impulsaba el temperamento, y con eso era más que suficiente. Así que un día se presentó en un tablao y lo puso patas arriba. Después llegaron otros muchos, y no tardó en hacerse con un nombre de guerra. En el madrileño tablao de Las Brujas fue donde se convirtió en “La Pipa”, pues decían que cantaba por rumbas y bulerías más con la entrepierna que con la garganta, saltándose todos los controles. Como ella misma reconocía, al público le encantaba la sensación de riesgo que sobrevolaba su espectáculo, donde nunca se sabía a ciencia cierta lo que iba a pasar a continuación: dónde iba a ir parar aquella melena rubia que se agitaba de un lado a otro como una llamarada, o en qué lugar del escenario se iban a dejar caer sus rodillas. Si veía a algún señorito despistado, se arrancaba el collar y se divertía lanzándole perlas, teniéndole bien atado durante el resto del show.

 

Reclamar atención era importante, pues en sus canciones se estaban produciendo movimientos tan sustanciales como en su lenguaje corporal: por ejemplo, cuando transformaba “Con Golpes De Pecho”, una ranchera del Indio Jiménez, en una candente declaración de empoderamiento femenino. “Se me está acabando lo buena que soy / y me está llegando lo malo por dentro / Yo no sé matar, pero quiero aprender / para disipar todo el mal que me has hecho”. Venía de otro planeta pero también del futuro, desde donde se enorgullecía de haberle dado a conocer al pueblo mexicano su propia canción, ahora convertida en una rumba riot, peleona.

Cuando García Pelayo se fijó en ella, María era ya un runrún persistente en los ambientes flamencos, donde acostumbraba a seguir la misma hoja de ruta que su admirado Bambino: de las juergas palaciegas con la alta sociedad a los bares cubiertos de serrín. En el trayecto quedaba siempre un arroyo de aplausos y rumores: se decía que podía pasarse medio año en la carretera, porque dormir era de cobardes, y que en un baile particularmente sísmico se había dejado la vejiga por el camino. El desafío del productor era contener ese temblor en el plástico de un disco, consciente de que el clima social previo a la caída de Franco estaba reclamando un registro de la demanda de libertad que asfixiaba el aire. En consecuencia, el primer álbum de María Jiménez se preparó y lanzó en paralelo a fenómenos socioculturales como el llamado cine del destape, tan urgentes como de clara vocación coyuntural: artefactos con fecha de caducidad, dominados por una sexualidad tosca, construidos alrededor de una mirada masculina elemental y largamente reprimida. Como contraste, García Pelayo supo diseñar en ‘María Jiménez’ (1976) un debut a la altura de la cantante, captando con sentido y sensibilidad su abrasadora personalidad flamenca. No se escatimó en tiempo ni en dinero: con la crema de los tocadores flamencos y rockeros de la época sudando junto a María en el estudio, el productor recuerda sesiones maratonianas pero “muy ensayadas, clavadas en compás, vestidas con mimo”.

Tampoco hubo límites a la hora de seleccionar un repertorio a la altura, con firmas de muy distinta procedencia (versos de Mario Benedetti, rancheras de Lola Beltrán, composiciones recientes de Amancio Prada) que conferían a la grabación un chocante aire vanguardista. En las distancias cortas, las canciones parecían apelar al bajo vientre (María se consideraba más salvaje que erótica, una palabra que le parecía de escaso voltaje), pero ampliando el encuadre no era difícil detectar un intenso flujo de ideas musicales. Aunque la conversión flamenca del cancionero latinoamericano contaba con el antecedente de la alicantina Dolores De Córdoba, la propuesta de María Jiménez entroncaba de forma más directa con la heterodoxia contemporánea de Smash o Lole y Manuel: jóvenes que habían decidido renunciar al abrigo de la tradición tras descubrir el catálogo de Janis Joplin o Jimi Hendrix. Pese a contar con el favor del público, el nuevo arquetipo de folclórica impuesto por nuestra protagonista (moderna, ecléctica, sexual) solo halló entre la crítica un puñado de miradas torvas. El desprecio no podía ocultar su raíz clasista: se la acusó de apuntar a un nicho de mercado supuestamente ingrato (colmenas urbanas, mercadillos, polígonos) y de trabajar con materiales bastardos, cuando la frescura de su arte tenía que ver precisamente con esa capacidad para tender puentes y demoler muros.

 

En la segunda mitad de los años setenta, sus mayores éxitos insistieron en una veta cada vez más carnal y provocadora. María era exigente y no aceptaba medias tintas: en la letra de ‘Me doy entera’ demandaba un amor construido entre fuerzas proporcionales, y con ‘Háblame en la cama’ se mostraba refractaria al sexo mecánico, huérfano de comunicación. Cuando las historias de amor que detallaba en sus canciones no llegaban a buen puerto, a la sensación inicial de naufragio le seguía una voluntad inaplazable de regeneración y cura. Ese era, por ejemplo, el mensaje imbricado en ‘Se acabó’, su rumba más famosa: “…cuando te necesitaba yo jamás a ti te tuve / Ni te quiero ni te odio / Quiero bien que me comprendas / que eres uno más de tantos que yo nunca conociera”.

Todo en ella parecía inmune al desgaste, pero ya sabemos que las cosas más sólidas pueden resquebrajarse con un soplo. Así que llegaron los ochenta, y con ellos un volantazo estético que relegó su música al desván de los recuerdos: de pronto, su arte ya no podía competir con el hambre de pop anglosajón, con el ansia del público por acceder a otro tipo de modernidad. Además, el ecuador de la década trajo consigo el peor giro del destino: la muerte de su hija en un accidente de tráfico se convirtió en el detonante definitivo de un retiro parcial, desde donde luchó por curarse las heridas llenando las horas con pinceles y lienzos. Hubo, sin embargo, grabaciones intermitentes, como aquella de 1986 cuyo título (‘Seguir Viviendo’) anunciaba una resurrección que no terminaba de completarse.

Los noventa fueron guadianescos, y su presencia se volvió más habitual en los barrizales de la prensa rosa que en los estudios de grabación. El gusanillo de la música parecía haberse dormido, y cuando una banda joven llamada La Cabra Mecánica se ofreció a arroparla en su regreso a los escenarios, María tardó en entrar en sintonía. Sin embargo, tal y como a ella le gusta recordar, le bastó una botella de Johnnie Walker para desentumecer la garganta y redescubrirse como intérprete. Meses después, la colaboración con sus nuevos admiradores estaba sonando en todas las radiofórmulas: se llamaba ‘La Lista De La Compra’ (2000) y no era una de sus mejores canciones, pero sí de las más importantes. Gracias a ella, su nombre se había propagado entre una público nuevo, para quien esta rumbera punk de cincuenta años no tenía pasado ni éxitos previos. En las entrevistas promocionales, María irradiaba el entusiasmo de una artista sin carrera, deslumbrada por el hecho de que los chicos y chicas le parasen por la calle para cantarle un estribillo (“¡tú que eres tan guapa y artista!”) que ya era de dominio público. Ahora era ya demasiado tarde para detenerse, y todo lo que había que hacer era mantener el fuego avivado.

 

En apenas dos años, la sevillana pasó de no tener contrato discográfico a despachar un cuarto de millón de copias de su nuevo álbum, una reconstrucción del cancionero de Joaquín Sabina de sonido exuberante, atravesado por una ola encrespada de rumbas y bulerías. La portada de ‘Donde más duele: María Jiménez canta por Sabina’ (2002) era todo seducción y elocuencia: vestida con plumaje de pavo real, armada con una copa y un cigarrillo, la Jiménez parecía una vedette recién escapada de un choque de trenes. El paisaje que dibujaba el disco era muy similar: cada canción de amor era también un campo de batalla, pero no había un solo verso del que ella no saliese fortalecida, sacudiéndose el polvo y alisándose las arrugas del vestido como si allí no hubiese pasado nada. La escucha provocaba un placer perverso: bajo aquel remolino de energía flamenca, las interpretaciones originales de su autor parecían quedar reducidas a un puñado de confesiones de un crápula en horas bajas.

Aprovechando su racha de inspiración, María grabó uno tras otro sus mejores trabajos de madurez, incluyendo el sobrecogedor ‘De María A María… Con Sus Dolores’ (2003) y ‘Jiménez Canta Jiménez’ (2005), este último sobre textos de José Alfredo. Dos grabaciones que refrendaban su capacidad para volar a la altura de Chavela Vargas o las primeras Grecas, y que por desgracia fueron la antesala de un nuevo silencio discográfico que llega hasta nuestros días. Las últimas noticias nos obligan a aterrizar: “El gran cambio físico de María Jiménez en su reaparición”; “María Jiménez, irreconocible tras dos años de ausencia”; “María Jiménez, desconocida”. En realidad, es probable que nunca nos la hayamos merecido.

Artículo relacionado: ‘Folclóricas: Heroínas de lo ilícito’, por Mar Gallego

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