Crónica de una violación frenada
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Julia Giráldez
El día que iban a intentar violarme, no se a qué hora me desperté ni qué había soñado…
Acurrucada entre los “eso no me va a pasar a mí”, arropada con los “mientras tenga cuidado, no pasará nada”, cómoda con todos los “vivo en una zona que no es peligrosa”, que yo misma me repito. Somos capaces de encontrar siempre un parche que tape el agujero que dejan las tres violaciones diarias en España, una cada ocho horas (según los datos facilitados por el Ministerio del Interior). No tendré yo la mala suerte de que me ocurra a mí. Son casos aislados. Yo siempre tengo cuidado, mi madre y mi tía son unas histéricas cuando me dicen que, por mucha vuelta que tenga que dar, siempre pase cerca de la comisaría de la esquina cuando vuelva a casa tarde.
La realidad te golpea un día de frente y en el choque pierdes partes de ti. No las pierdes, te las amputan: lo primero es la inocencia (¿o la inconsciencia?). Y así es como yo desperté del letargo.
No nos libramos del machismo y su violencia sexual ni en el país más seguro del mundo, y esta afirmación no tiene nada de metafórico. Islandia ha sido recientemente considerado el país más seguro del planeta según el Global Peace Index de 2016. Y allí mismo, un islandés, decidió la noche del 13 de diciembre, que quería saciar sus deseos sexuales con o sin mi consentimiento y estando yo totalmente desprevenida en mi vuelta a casa. ¿Mala suerte? ¿Malísima suerte? ¿Destino? ¿Estar en un mal sitio en el momento indicado? Llamadlo como queráis, yo lo llamo simple y llanamente machismo, y es internacional. No quiero quitarle a Islandia la merecida fama de seguridad sino acentuar que nunca estamos seguras, que vivimos en una ficción constante. Tampoco pretendo poner bajo particular sospecha a los islandeses, sino contar mi experiencia para reafirmar la necesidad de salir, de una vez por todas, de la cultura del silencio.
Me tiró de la bufanda y me arrancó los pantalones, con ellos se llevó algunas de las convicciones que yo ya había casi afianzado en el transcurso de mis veintitrés años. La más importante: la convicción ―errónea― de que el machismo estaba herido de muerte y que, por lo tanto, no era necesario combatirlo activamente a día de hoy. Aunque perdí mi gorro en la batalla, no pudo llevarse mucho más, no fui una víctima fácil. Y entonces se fue, para intentarlo veinte minutos después con otra víctima, que tampoco fue fácil. Resultó que las mujeres no somos el blanco fácil que ellos creen.
Pero esto no va de maniqueísmo, no es en ningún caso una cuestión de criminalizar a todo el sexo masculino. De hecho, quien me salvó de una violación segura fue también un hombre. No criminalizo a los hombres sino a una sociedad enferma y patriarcal. Y no hice sino convencerme de esta enfermedad cuando tuve que aguantar las lágrimas mientas él me miraba desde el banco de los acusados en el juicio, y cuando tuve que escuchar, tiempo después, comentarios como: “Pero tú, ¿por qué círculos te mueves?”, “No seas tan agresiva… Tuviste mala suerte y ya está”, “Ah, te intentaron violar… Entonces puedo entender que seas feminista”, “¿Lo han condenado a dos años y medio de cárcel?, eso es demasiado… Al fin y al cabo sólo lo intentó”.
Sí, lo intentó. Intentó violarme (violarnos), no tengamos miedo a decir la palabra. Pero, ¿acaso paró porque su moralidad le impedía tal atrocidad? ¿Se estaba replanteando seriamente su infalible plan porque quizás nos iba a dejar traumatizadas? ¿Pensó, al menos, en su mujer? No, señoras y señores, paró porque yo grité tan fuerte, que me oyeron en la calle paralela, pero es que hasta mi madre pudo oírme desde España. Y desde ese 13 de diciembre, tirada en la nieve de aquel callejón, decidí que nunca más iba a dejar de gritar: ¡Soy feminista!
Gracias por ayudarme a despertar del letargo, gracias por dejarme esta secuela, haciéndome aún más fuerte. Los rasguños desaparecen, pero nunca se van las ganas de luchar.