Una historia en cualquier parte del mundo

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10/03/2017

Texto anónimo

Una mujer escribe a mano en un cuaderno y debajo, apoyada en un muro, hay una bicicleta

MarioMancuso a través de Foter.com / CC BY

Esto que os voy a contar ocurrió en Marruecos, Essaouira, hace aproximadamente un año.

Yo llegaba de un viaje que me había dejado exhausta, física y emocionalmente. Cinco meses antes había cogido mi maleta y me había subido a un avión rumbo a Tanzania, a lo loco. Sola y con miles de dudas existenciales a cuestas, llegué a este país africano tan bello, tan vivo, tan duro y tan intenso. Allí viví miles de aventuras, conocí gente maravillosa, me topé con gente no tan maravillosa, lloré a mares, me sentí sola de cojones, bailé Bongo Flava, temí por mi vida por haber bebido 3 litros de agua en 5 minutos pensando que se me encharcaban los pulmones después de haberme deshidratado… Sí, en ocasiones se me fue la olla. Sentí angustia, paranoia, miedo. Me sentí pequeña. Me sentí afortunada por estar allí. Escuché historias que me parecieron ciencia ficción, fenómenos paranormales. Compartí mesa, comida y conversación con personas con vidas completamente diferentes a la mía, conviví con una mujer tanzana con historias para no dormir, me abrieron las puertas de su casa, su corazón, me dieron tanto a cambio de nada.

En ese viaje sufrí como una desgraciada. Una compañera mía fue encerrada en la casa donde nos alojábamos las primeras semanas. El dueño de la casa quería dinero. Nos amenazó, nos dijo que nos podía joder, que nos iba a joder. Éramos tres chicas. Tres contra uno. Aun así, ahí estaba el machote gritándonos, acojonándonos. Hasta que llegaron las mamas. Así les llaman a las mujeres tanzanas en swahili. Le pusieron firme. Esos meses también me puse enferma un par de veces, deshidratación, falta de potasio, ansiedad… quién sabe. Además, los de inmigración me pillaron sin el visado de voluntaria y me llevaron a la oficina para interrogarme. Yo lloraba como un corderito. Me sacaron mucha pasta.

Aparte de todo esto, yo tenía una relación abierta, había dejado a mi pareja en casa. Por razones que no voy a entrar a explicar porque me resulta demasiado doloroso, la cosa salió mal. Salió como el culo, vamos. Yo estaba hundida en un pozo de mierda con la autoestima por los subsuelos. Y así pasaban los días hasta que una mañana decidí que era suficiente y me subí a un avión rumbo a Inglaterra, dejando atrás los meses más interesantes, duros, intensos e inolvidables de mi vida.

En Inglaterra conocí el budismo, el budismo descafeinado, el de occidente. Me pasé un mes en un centro planchando sábanas, haciendo camas, quitando el polvo de las escaleras, bebiendo té, meditando, comiendo y durmiendo. Era justo lo que necesitaba después de mi experiencia tanzana. Pero la cosa volvió a salir mal. Mi relación, quiero decir. El maravilloso poliamor, ese del que tanto se habla sin advertir de la hostia que te puedes dar si no vas con el casco puesto. Y ahí estaba yo otra vez, llorando por las esquinas, desgarrándome de dolor y sin saber qué hacer.

Y así, me fui a Marruecos. Primero a Fes, luego a Marrakech y al final a Essaouira, que es de lo que os venía a hablar.

A estas alturas de mi viaje yo no estaba bien. Estaba completamente cansada, cansada de las cosas que tuve que aguantar por ser mujer y viajar sola, cansada de sufrir por unos celos punzantes que me desgarraban viva, cansada de soportar toda esta mierda sin mis seres queridos, estaba cansada, muy cansada.

Y en esas estábamos cuando un hombre muy amable me dijo que yo tenía unas energías muy fuertes y muy buenas. Os pongo en contexto. Me alojaba en un hostal donde había un montón de gente joven que viajaba por el mundo como yo. Nos encontrábamos de cháchara después de haber cenado todos juntos. Este hombre, el cocinero del hostal, nos dijo que nos podía leer la mano. A mí, personalmente, me dijo que tenía unas energías muy buenas pero que veía que algo no iba bien. Qué buen ojo tenía el hombre. Me comentó que su madre era del Sahara y que de ella había aprendido una especie de ritual que quería hacerme. Yo, por qué no, acepté.

Me llevó a su habitación y cerró el pestillo de la puerta. Me sentó en la cama. Me hizo oler algo que no supe bien qué era, olía como a incienso. Cogió un botecito con aceite que tenía en la mesilla y empezó a esparcírmelo por la cara y la cabeza. La cosa era rara. Me sentía rara. Me apoyó contra su cuerpo y siguió masajeándome la cabeza acercándome cada vez más a él. Me dijo que cerrara los ojos y me tumbó en la cama. Seguía masajeándome mientras soplaba muy cerca de mi cara. Empezó a masajear mis caderas. Me levantó un poco la camiseta y empezó a tocarme la piel cada vez más arriba. Me agarraba el cuerpo y lo arqueaba. Me sentía mal. ¿Qué era eso? ¿Qué estaba pasando? Estaba desconcertada, confundida, no entendía. Movía mi cuerpo arriba y abajo mientras soplaba muy cerca de mi cara. Poco a poco empezó a subir las manos cada vez más. Me sentía como una marioneta, estaba inmóvil, era incapaz de moverme o decir algo. Masajeaba mi tripa cada vez más fuerte y empezaba a subir sus manos hacia mis pechos cuando, sacando las palabras de no sé dónde, dije: “ya me siento mejor”. Y paró. Recuerdo que me dijo que tenía que quererme más. El muy cabrón. Salí de la habitación y me fui a dormir. Estaba como en una nebulosa. Solo quería dormir.

El siguiente día por la tarde paseaba con unas amigas alemanas que había conocido días atrás cuando empecé a recordar lo sucedido, cosa que me costaba porque lo recordaba como si fuera un sueño, y se me revolvió el estómago. Me entraron ganas de vomitar. Me eché a llorar. Era como si de repente me hubiera dado cuenta de lo sucedido: aprovechándose de mi vulnerabilidad, habían abusado sexualmente de mí.

Y este episodio de mi viaje, de mi vida, no escandalizó mucho a nadie, la verdad. Una aventura más en mi viaje. Se lo conté a mi madre, a mi pareja y a una amiga y nadie se llevó las manos a la cabeza. Y fin. Así de crudo es todo. Por si a alguien le interesa, después de esto decidí que era momento de volver a casa y así termino mi viaje después de seis meses. Un viaje que me enseñó mucho sobre la vida. Lo bonito y las miserias. Lo duro que es ser mujer y decidir tomar un camino diferente. Pero seguimos hacia delante, siempre hacia delante. Y por el camino que nos dé la gana.

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