A Annie Dillard le sobra el rifle
La autora norteamericana desafió la idea de “hombre fronterizo solo ante la naturaleza” y se marchó al sur salvaje de Estados Unidos. Allí escribió ‘Una temporada en Tinker Creek’, ganador del premio Pulitzer a mejor ensayo en 1974 que ahora se publica en español.
Retrato de Annie Dillard./ Fuente: Errata NaturaePocos libros centrados en la naturaleza quedan ya sin aludir a ‘Walden’ entre sus referencias. El monumento que levantó en 1854 Henry David Thoreau a la utopía, a la soledad, a lo salvaje, ha derribado cualquier muro generacional. Y sus bosques en torno al estanque que puso nombre a todo un ideal pasan de boca en boca como espejo de libertad. En ellos, uno se encuentra con sentencias-guante, con frases que se amoldan a cualquier superficie, como esta: “Quien avance confiado en la dirección de sus sueños y acometa la vida tal y como la ha imaginado recibirá a cambio una gratificación que no le otorgará el tiempo ordinario”.
No pasa lo mismo con Annie Dillard. También promulgada como heredera del naturalista estadounidense, en su obra más cercana a los planteamientos ‘waldenianos’, la escritora –nacida en Pensilvania en 1945- ejerce un papel casi opuesto. ‘Una temporada en Tinker Creek’, ganador del premio Pulitzer de ensayo en 1975, es una exploración del medio ambiente que da más cancha al empirismo que a la cavilación. Y es, por encima de cualquier narración, un desafío a esa figura tan norteamericana del hombre fronterizo, rifle en ristre, que camina y sobrevive solo ante un mundo exterior.
Por eso, aunque la novelista le dedicara a sus 28 años (cuando lo escribió, convirtiéndose en la ganadora más joven del Pultizer) algunas líneas a Thoreau, sus pasos se parecen más a los de Virginia Wolf o Emily Dickinson. A ellas se refirió el expresidente Barack Obama en 2015, cuando le otorgó la Medalla Nacional de las Artes y las Humanidades, destacando sus “profundas reflexiones sobre la vida humana y la naturaleza” en poesía y en prosa, “invitándonos a ponernos humildes ante la cruda belleza de la creación”.
Igual que estas dos autoras, Dillard se ha erigido a lo largo de su vida como un icono del inconformismo. Desde Pittsburgh, la mayor de tres hermanas se acostumbró a recibir clases de baile y piano, coleccionar discos de rock, cazar bichos, pintar o leer libros de la biblioteca pública. Pero a lo que más se habituó, tal y como contaba en sus memorias ‘An american childhood’, de 1987, fue a disfrutar el momento presente y “despertar” a la inmensidad del mundo.
“Mi objetivo no es tanto el de aprenderme los nombres de los jirones de creación que prosperan en este valle como el de estar abierta a sus significados, es decir, tratar de que su verdadera realidad influya en mí todo lo posible y en todo momento”, escribe en ‘Una temporada en Tinker Creek’, donde, por otra parte, se asombra de fenómenos naturales como el anochecer o el amanecer: “La oscuridad horroriza y la luz deslumbra; los fragmentos de luz visible que no me dañan los ojos me dañan el cerebro. Lo que veo hace que me tambalee. El tamaño, la distancia y el aumento repentino de significados me confunden, me desconciertan”.
Dillard, no obstante, parece quedarse en la contemplación. Detalla los movimientos de una mantis religiosa, de una serpiente –a la que observa tumbada en silencio a pocos centímetros- o de una bandada de pájaros. Así pasó esa “temporada” que en el título castellano ha cambiado por el “Peregrinaje en Tinker Creek” del original. Esto le sirvió de bisagra entre su etapa de estudiante y la de profesora. Se matriculó en la carrera de Literatura y Escritura Creativa de la Universidad Hollins de Roanoke, en Virginia. Allí se casó con el poeta (y su profesor) Richard Dillard. Tuvieron un hijo y, tras la publicación de este ensayo, lo dejaron.
Entonces se mudó a la costa este, donde dio clases en la Western Washington University y conoció a Gary Clevidence, su segundo marido y padre de su hija. Los tres años, de 1975 a 1978, de profesora interina le sirvieron para ampliar su producción poética y para acabar con su segunda relación marital. En 1979 se muda a Connecticut para establecerse en la Wesleyan University. Allí ejerció 21 años y se emparejó con su actual compañero, Robert D. Richarson. Ahora, a los 71 años, anda retirada de la vida pública. Evita dar entrevistas y, desde que publicó su segunda novela, ‘The Maytrees’ (2007), no ha vuelto a publicar nada. A pesar de que este último libro fue finalista del PEN/Faulkner (y de que ‘For the Time Being’, otro libro de notas parecido al que redacto en Tinker Creek, obtuvo varios galardones y se incluyó en una compilación de los mejores 100 ensayos norteamericanos).
Asombra, pues, que su nombre no figurara entre las estanterías en castellano. Como a otras mujeres olvidadas, a Annie Dillard no se le había hecho hueco entre las novedades. Ni siquiera con esa generosidad que se le concede a cualquier distinción estadounidense. “No es una recuperación, pues se trata de un inédito en España, del que no existe ninguna edición previa. Decidimos publicarlo porque es uno de los libros sobre naturaleza más importantes e influyentes de nuestro tiempo, además de una delicia como lectura”, esgrime Rubén Hernández, editor de Errata Naturae. “Annie Dillard entremezcla lo que ve con lo que piensa y lo que siente, dando pie a una de las reflexiones más lúcidas y extraordinarias sobre la esencia última de la naturaleza, sobre la belleza y el horror que en ella se entremezclan, sobre el azar que rige en última instancia todo lo vivo y sobre el poder del presente en un mundo en constante y silenciosa mutación”.
¿Qué nos enseña 40 años después? “Bueno, quizás lo primero que habría que pensar es que 40 años, medidos con la escala de la naturaleza y su inmensidad geológica es prácticamente… nada. La naturaleza no cambia mucho en ese tiempo, y, por lo tanto, la reflexión de Dillard sobre ella es tan actual como el día mismo que la escribió. Y lo que nos enseña esa reflexión, en el fondo, es que la relación con la naturaleza es fundamental para que los seres humanos tengamos una visión amplia y compleja de nuestra propia naturaleza, de quiénes somos. El alejamiento de la naturaleza nos condena a una forma de ignorancia”, apunta el responsable de la editorial y del rescate de esta articulista, poeta, ensayista y novelista célebre, que en Tinker Creek encontró un hogar donde “lanzar su espíritu” y dejarnos, sin necesidad de coger un rifle, toda una escultura al inconformismo y el amor a medio ambiente.