Mujeres Mercurio

Mujeres Mercurio

Supongamos que ella es periodista y gestora cultural. Alguien a quien le ofrecen un empleo de medio tiempo para participar en un proyecto relacionado con la recuperación de la memoria histórica. Supongamos que el coordinador es un hombre de edad avanzada...

28/07/2017

Cuidado Machitos

Una mujer se tapa la cara con la mano en un gesto de desesperación

Supongamos que sí, que existen mujeres que son como el mercurio…

Supongamos que ella es periodista y gestora cultural. Alguien a quien le ofrecen un empleo de medio tiempo para participar en un proyecto relacionado con la recuperación de la memoria histórica. Supongamos que, dicen, se trata de un proyecto horizontal, abierto y colaborativo. Supongamos que el coordinador es un hombre de edad avanzada, experto en mediación y dedicado a promover la paz, que le propone hacer tándem para coordinar una serie de encuentros con otros expertos en eso, en memoria y paz.

Supongamos que ella acepta, comienza a trabajar y en el camino observa que hay poca asistencia a los eventos, que solo dos o tres miembros responden a las convocatorias, que el coordinador toma decisiones de manera unilateral, que de imprevisto cancela o modifica actividades, que no cuentan un programa de trabajo bien estructurado ni un plan de acción definido. En fin, que avanzan poco y con demasiados traspiés, evitables fácilmente si introdujeran cambios paulatinos y puntuales. Supongamos que ella elabora una propuesta de comunicación a modo de análisis DAFO (debilidades, amenazas, fortalezas y oportunidades), basada también en textos sobre innovación ciudadana y trabajo colaborativo.

Supongamos que su jefe rechaza la iniciativa y se vale de innumerables pretextos para no aplicar la idea más pequeña y —es más— le dice que antes de mostrarla al resto del equipo debería revisarla una experta que él conoce. Supongamos que a partir de ese momento le proporciona información a cuenta gotas y limita su trabajo al mínimo. Supongamos que, por ejemplo, difunde la bibliografía del proyecto sin reconocer sus aportaciones. Supongamos que —por escrito— intercambia puntos de vista con otro experto, reflexiones que sí comparte con todos los colaboradores, como signos de perfecta apertura y diálogo.

Supongamos que, por las mismas fechas, ella lee una entrevista a Jacques Rancière en la que el filósofo francés sugiere no olvidar “que la materia de la política es lo simbólico”. Una entrevista en la que habla sobre los que monopolizan hoy el poder y “saben muy bien cómo enmascarar el neoliberalismo con esta falsa política de los acuerdos”. Así que ella piensa: vaya, nos asustamos de personajes tan alejados de las calles como Marine Le Pen sin reparar en los conceptos, sin darnos cuenta del modo tan sutil en que permean y se asientan en la vida cotidiana —y en nuestro imaginario— estableciendo un sistema de valores; aunque creamos que poco o nada tienen que ver con la realidad, pero sorprendidos de que influyan en las votaciones.

Volvamos al relato. Supongamos que el supuesto jefe es quien concentra todos los datos para llevar a cabo uno de los citados encuentros con expertos. Supongamos que, a su llegada, el experto invitado tiene una entrevista con cierto periodista que publica en un suplemento cultural de renombre, pero ella —que también es periodista— se entera hasta después. Peccata minuta.

Supongamos que se siente poco valorada, poco productiva, imperceptible. Ha decidido renunciar y se reúne con su jefe para explicarle que no comparte su forma de trabajo, que la vida laboral de las mujeres es —en general— precaria y en proyectos con este espíritu pacifista sería pertinente emprender acciones para transformar lo que Patricia Corredor, doctora en Ciencias de la Información, ha investigado y explica de esta forma:

“[actualmente] se reproducen situaciones donde la desigualdad de la mujer es evidente. Como el famoso techo de cristal que a medida que avanzamos en la escala jerárquica disminuye la participación de mujeres tanto en cargos directivos como en visibilidad. En formación cada vez hay más mujeres, pero retrocede su presencia en el empleo cultural”.

Ahora ella le habla de su compromiso social, le dice que quiere aportar más que su sola presencia de maceta, de mero adorno, de utilería. Supongamos que, mientras lo hace, en su cabeza flotan las voces de otras mujeres que le han narrado detalles específicos de sus particulares luchas en una sociedad patriarcal. Supongamos que la más reciente fue Isabel, en las oficinas de Amnistía Internacional: “Si una nunca piensa en hacerse activista, le entras al activismo cuando ves que tus derechos no son respetados”. Supongamos que la conversación se torna tensa y —sin más— su jefe va soltando una a una las siguientes perlas de sabiduría patriarcal:

“Habla tu ego femenino”.

“No creo que ninguna mujer quiera hacer una revolución feminista al interior del proyecto”.

“El feminismo victimista no sirve”.

“Si te quieres erigir como la mártir de las feministas, adelante”.

“Observo que con tu chico eres más estable y dócil. Cuando trabajas sola eres como el mercurio”.

“Como diseñador gráfico, supongo que tu chico ha hecho tres cuartas partes del trabajo”.

“En redes sociales publicas de todo, como si dependiera de tu estado de ánimo”.

“Dices que en tus talleres de periodismo lees poesía o proyectas una película romántica de Win Wenders. Ya veo que te gusta saltar de un tema a otro”.

“No te preocupes por lo que diga el resto. Si te contratamos fue porque yo lo sugerí”.

“Me aterra que entrevistes al ponente y saques de contexto sus comentarios para hacer una crítica de mi proyecto”.

“Si difundo tu propuesta de comunicación, nos echas atrás todos los planes”.

“En los equipos hay a quien le toca hacer trabajo de bracero y no tiene problema en ello, no entiendo por qué tú sí”.

“Tal persona trabaja como subalterna de su esposo y lo lleva muy bien”.

“Tu contrato no se renovará porque no tenemos fondos”.

La elocuente retahíla argumentativa da para más, pero dejémoslo aquí. Supongamos que los días pasan y las frases permanecen, que se quedan en su mente, causando daño: “eres como el mercurio”. Sin embargo, a veces leer sugiere pensar. Y ella, en lugar de lamentarse, piensa. Usa su cabeza —valientemente— como lo hizo Irène, la hija de Marie Curie, que en una de las tantas cartas a su madre escribió:

“(…) Me he propuesto valientemente leer a la vez Minna von Barnhelm, dos o tres historias de Shakespeare (adaptadas para niños), el final de Ondine, el comienzo de David Copperfield (en inglés), Le Ancien Marin (¡te acuerdas de que es la que tenía que comprar para mis clases de inglés?), historias cortas del libro de alemán de Éve y pequeños cuentos del libro de Berlitz que André me ha prestado”.

Entonces, el sentimiento de frustración adquiere un matiz diferente cuando ella se descubre en las palabras de Caddy Adzuba, periodista y activista congoleña, quien piensa que “sin mujeres en las mesas de diálogo no hay paz posible”. Una entrevista en la que afirma que “no hay un 70% de hombres con visión de género, si eso fuera así las mujeres no estaríamos aquí reclamando nuestros derechos”. Pero como esto sucede en el Congo y esta suposición se desarrolla en Madrid, quizás sea mejor suponer que ella compra Culturas de cualquiera (Acuarela & A. Machado, 2017), el libro de Luis Moreno-Caballud, en el que se detiene a leer:

“Frente a este ‘círculo de la impotencia’, he intentado mostrar como el 15M y procesos sociales posteriores como las Mareas o la PAH son, entre otras cosas, justamente esfuerzos políticos en los que se rechaza la necesidad de ‘maestros’ o de líderes intelectuales como guías que lleven a los demás hacia la ‘educación’, la ‘cultura’ o el cambio social”. Supongamos que ella, entre sus lecturas, igual se encuentra con el artículo La promesa de la desorganización que en las primeras líneas dice:

“Todas estas instituciones, también llamadas disciplinares, como lo son la escuela, el museo, la academia, la iglesia, el hospital y para muchos los media, el arte y la ciencia, son los pilares sobre los que se asienta nuestro mundo. Un mundo que, sin embargo, no deja de producir exclusión, dolor, enfermedad, desigualdad y pánico. Mucha gente no está contenta y ve otras conexiones, formula distintas preguntas o busca nuevas proporciones. Mucha gente apuesta por la desorganización”.

Supongamos que todo lo dicho es verdad, que sucedió en España, en 2017. Supongamos que sí, que existen mujeres que apuestan por la desorganización, que ponen el foco en la discriminación de género, que son como el mercurio: inasibles. Y que a diario se mueven de un lado a otro, tal como lo expresa la periodista y activista Patricia Horrillo, “para reparar entre todas las omisiones de la historia”. Solo supongamos…

Nota: este texto basa su estilo narrativo en la crónica “Amor y anarquía” de Martín Caparrós.

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