El abuelo Martín
Me gusta verle bailar y canturrear, porque cuando el abuelo Martín levanta los brazos y entorna los ojos, el salón desaparece, incluso sus arrugas desaparecen, sus ojos acuosos desaparecen, porque se convierte en un joven apuesto y elegante, un joven enamorado.
El abuelo Martín sigue bailando y tarareando esa cansina melodía (“Campanera”, me dijeron mis padres que se llamaba la absurda canción). Se acerca arrastrando los pies al centro del salón con sus zapatillas a cuadros desgastadas y empieza a susurrar algunas notas y a mecerse suavemente. Entonces, extiende los brazos y se agarra a un espectro, a un ente demasiado alto, mucho más que él, porque a veces he observado que se pone de puntillas. Y entonces empieza a girar suavemente, muy despacio al principio, pero luego la canción se acelera, coge ritmo de pasodoble, y entonces yo me levanto del sofá en el que jugueteo con mis indios de plástico y aparto todas las sillas del salón, y recojo la alfombra para que no tropiece, porque me gusta verle bailar y canturrear, porque cuando el abuelo Martín levanta los brazos y entorna los ojos, el salón desaparece, incluso sus arrugas desaparecen, sus ojos acuosos desaparecen, porque se convierte en un joven apuesto y elegante, un joven enamorado, un joven despistado, confundido por unos sentimientos que no entiende, y arrastra los pies al principio pero luego se va calentando y empieza a ir más rápido, cada vez más rápido, hasta que se diría que casi vuela, y la canción que es un susurro se va haciendo más audible, y sólo entiendo trozos a medias, inconexos: (¿Por qué se pa-ra la gen-te na más la ven pa-sar?)
Mamá aparece en la puerta y le dice: “padre, por Dios, que se va usted a caer.”
Porque le llama padre aunque no es su padre igual que yo le llamo abuelo aunque no es mi abuelo (que ar-sa la fren-te y echa a can-tar). Porque el abuelo Martín se casó con mi abuela al quedarse viuda de mi verdadero abuelo Isidoro, el hermano del abuelo Martín. Martín sintió pena de la viuda con tres hijos y pensó ocupar el puesto de su hermano. Y lo hizo muy bien. Pero dejó algo en el camino (y es del a-man-te que es-pe-ra con la ben-di-sión de los al-ta-res). Dejó mucho en el camino. Y ahora, tan viejo, sigue bailando y cantando aquella canción y aquel baile, rememorando aquella noche primaveral que quizá fue la noche de su vida, la única noche de su verdadera vida (¿cuál es la lla-ve de la ver-dá?). Como si el tiempo se hubiese detenido, como si la canción nunca hubiese terminado. Como si esa noche hubiese sido eterna. Y quizá lo fue. Porque cuando mi abuelo entorna los ojos y se lanza a bailar es de nuevo esa noche. Porque en el salón huele a gardenias cuando baila mi abuelo (co-mo man-da Dios, su com-pa-ñeeeee-ra)
Cuando acaba el baile, se sienta fatigado junto a mí, y me pregunta: “¿Alguna vez te he hablado de mi amigo Alfonso, que era sargento primero de Infantería de Marina?”. Y yo le respondo: “Sí abuelo, la verdad es que no me hablas de otra cosa”.