Quién lleva los pantalones
Soy una mujer que, después de los cuarenta, ha descubierto que para estar expuesta a los abusos de los hombres que pretenden aprovecharse de su posición nunca se deja de ser joven.
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Sorpresa. Un señor heterosexual, blanco, forrado y poderoso, se ha aprovechado de su posición para abusar sexualmente de mujeres. La mayoría, jóvenes y convencidas de que tenían que complacer al señor, para prosperar en su profesión.
¿En serio? No me lo puedo creer.
La sorpresa, es lo que no me puedo creer.
Porque soy una mujer que, después de los cuarenta, ha descubierto que -para estar expuesta a los abusos de los hombres que pretenden aprovecharse de su posición- nunca se deja de ser joven, y, gracias a la conciencia feminista, tengo la capacidad de detectar los abusos de los hombres de alrededor, y leerlos como lo que son: manifestaciones de poder.
A ver, el productor de cine de Hollywood no estaba buscando sexo. Ni el director de cine al que han acusado ya más de treinta mujeres, ni el que se casó con su hijastra después de abusar de su propia hija, ni el que violaba menores en los setenta, ni el que le tocó la teta a Leticia Dolera. Estaban buscando poder.
El sexo puede ser un intercambio de placer consensuado entre dos personas -o las que se tercie-, un ejercicio de dominación, un intercambio comercial o un acto de violencia. Y los señores heterosexuales, blancos, forrados y poderosos tienen la capacidad de conseguirlo en cualquiera de esos formatos (quizás tengan más dificultades con el tema del consenso, me temo). Pero lo que más les importa es demostrar que tienen el poder. Y lo tienen. Por eso lo hacen.
Cuando un “señor” (y entiéndase que uso este término con un cierto aire despectivo de feminista enfrentada al sistema heteropatriarcal) tiene una mujer delante, tiene la oportunidad de ejercer el poder. Y les encanta hacerlo.
Por eso, no entiendo que os sorprenda descubrir que un tío, que tiene todo el poder de la industria más poderosa, porque es la que construye los relatos que luego nos tragamos comiendo palomitas, haya aprovechado todas las oportunidades que ha tenido, para demostrar quién lleva los pantalones. Y quien se los quita cada vez que le sale de los huevos.
Porque a las mujeres que tenemos la conciencia suficiente para detectar los abusos de los hombres de alrededor y leerlos como lo que son, manifestaciones de poder, no nos sorprende en absoluto.
A mí, el Defensor del Lector de un periódico progre latinoamericano me llevó engañada a un bar al que no quería ir y me sacó un whisky que no me quería tomar y me tocó partes del cuerpo que no quería que me tocara. Y esa es la historia que contaría si me pareciera suficiente contar historias aisladas para unirme a campañas que nos piden a las mujeres que contemos qué nos pasó “aquella vez” que a “nosotras también” nos pasó. Pero a mí, como a todas las mujeres, señores heterosexuales y más o menos poderosos, me han llevado a sitios a los que no quería ir, me han dicho cosas que no quería escuchar, y me han tocado partes del cuerpo que no quería que me tocaran, tantas veces, que ya he perdido la cuenta.
Me ha masajeado los hombros un político mediático y de izquierdas en una fiesta en público, me ha dicho guarradas desagradables un tertuliano nacionalista y democratacristiano, me ha hablado de las pajas que se hacía pensado en mí un periodista con el que compartía proyecto político, me ha hecho comentarios cerdos sobre mi cuerpo el rector de una universidad de las buenas, me ha toqueteado impasible ante mi cara de asco un oenegero de pro, me ha acusado de provocarle erecciones seniles un respetable excargo público, me ha metido mano contra mi voluntad un tendero turco de trajes de bailarina del vientre… y así podría seguir hasta que me dé la memoria, repasando un historial de demostraciones de poder, disfrazadas de interacciones sexuales, que los hombres que se han encontrado conmigo se han atrevido a hacer, porque pueden. Y que yo no me he atrevido a evitar, porque mi educación ha sido, como la de toda “buena chica”, un proceso de adiestramiento que me ha preparado para un único objetivo: gustar a los hombres, y que me ha convencido de que no tenemos nada que hacer, porque ellos llevan los pantalones, y hacen lo que les sale de los huevos.
Y nada de quejarte, defenderte o protestar. Porque hay que seguirles la corriente. Así te abrirán las puertas, te contratarán, te harán caso y te dejarán jugar a los mayores con ellos. Y tampoco te cuesta tanto… una sonrisita, una risa floja, una cara complaciente, una mirada al suelo, un hacer como que no te importa, incluso un hacer como que te gusta. Y todo sigue igual. Igual de bien.
Porque, para las que se quejan, se defienden, protestan, para las que no sonríen, no se ríen con risa floja, no ponen cara complaciente, o no miran al suelo, -para esas- están las mofas, los insultos, los cuestionamientos, los “pero qué se ha creído”, los “qué esperaba”, los “va pidiendo guerra”, los “ya te gustaría, fea”, “gorda”, “bollera”, “vieja”, “envidiosa”, “zorra”, “puta”, “mentirosa”, “fría”, “estrecha”,”sosa”, “guerrera”… Para “esas” están los chascos, las broncas, los cabreos, al descubrir que vivimos en un mundo que nos trata más o menos bien, sólo si entendemos que somos “menos”.