El espíritu de la golosina
El niño corretea como un cervatillo, camina de puntillas, da saltitos, aletea como una libélula. El padre ya sabe que su hijo es un disidente.
Mi padre lo habría descrito con una frase que le encantaba: “ese niño es el espíritu de la golosina”. Llevo años viéndolo cada mañana muy temprano, cuando voy de camino al trabajo. El niño corretea como un cervatillo, camina de puntillas, da saltitos, aletea como una libélula, deja caer la mirada, se queda patidifuso contemplando el infinito, hace mohines de disgusto o aprecio y vuelve a los saltitos, a los aleteos, a las cabriolas. Camina como una modelo profesional por una pasarela. Va siempre con su padre y, desde hace poco, con una hermana pequeña que se ha unido al grupo. Los tres con cara de sueño. El padre, un hombretón gigante de manos enormes y la niña, una chica rubita que camina embobada y segura de sí misma. El padre y la hija en línea recta como si caminar les robara la energía que pretenden gastar en otra cosa, y el niño desatado, correteando alrededor, como un colibrí, como un ratoncito.
Nunca he visto a la madre, aunque la imagino (no sé por qué) con terribles horarios de guardia nocturna y viajando a hospitales de la periferia en solitarios autobuses, llegando a casa derrotada justo a tiempo para darle un beso a sus hijos que marchan al colegio y acostarse con dolor de cabeza.
Hace años, la primera vez que me fijé en ellos, el padre llevaba al niño en brazos envuelto en una manta, como si llevara un tesoro (¿como si lo llevara?: lo llevaba), un cachorrillo. Supongo que iba a casa de algún familiar a dejarlo unas horas y no quería despertarlo, lo llevaba de cuna a cuna. Cuando lo veía pensaba en el Moscóforo, en Jasón, en San Cristóbal. Tanto que empecé a llamar Cristóbal al padre (un nombre tan bonito, y tan en desuso) y Cristobalito al chavalín.
Cristóbal me miraba entonces y me mira ahora buscando apoyo y ve comprensión en mis ojos y algo de esperanza. Porque sabe que su hijo, independientemente de lo que sea en el futuro, de su orientación, de su identidad, ahora mismo, ya, es un disidente. Y la disidencia se paga. Y cuando eres pequeño duele. Porque la fobia (prefiero llamarlo odio), ese odio que no se sabe de dónde viene, no va contra los que son, sino contra los que lo parecen, contra los que lo dicen, contra los que lo demuestran. Entonces lo arropa más, lo protege más, le sonríe más. Y en esos escasos momentos matutinos que compartimos los tres, intento yo también decirles que estoy aquí, que no están solos. Le digo a Cristobalito sin palabras que le quiero como es. Y le digo al padre sin palabras que le ayude (algo que, visto cómo lo trata, sé que sobra. Pero yo insisto). Y el espíritu de la golosina, sigue saltando como un salmoncito a contracorriente, chapoteando allí, hablando a las hadas allá, jugueteando con las sombras de las farolas, bailando en círculo de puntillas, estremeciéndose a veces con algún escalofrío (quizá) de sufrimiento adelantado, y riendo a carcajadas imaginándose (espero) un futuro de chicle, de danza, de vuelo.