Lolita o la confesión de un viudo blanco

Lolita o la confesión de un viudo blanco

Paloma Gómez Sánchez

Escena de la película Lolita de Stanley Kubrick

Leí Lolita cuando apenas tenía unos años más que ella, tal vez catorce o quince. El problema de leer grandes libros a tan corta edad es que sueles olvidar y pasar por alto los detalles que hacen que […]

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27/04/2018

Paloma Gómez Sánchez

Escena de la película Lolita de Stanley Kubrick

Leí Lolita cuando apenas tenía unos años más que ella, tal vez catorce o quince. El problema de leer grandes libros a tan corta edad es que sueles olvidar y pasar por alto los detalles que hacen que sea una obra maestra. Yo no fui una excepción y, cuando hace unos meses, vi reeditado el libro de Lolita, con una portada radicalmente distinta, tuvo una impresión en mí que fui incapaz de identificar, así que decidí leerla de nuevo. Releer Lolita, ya con veinte años y con las gafas moradas puestas, es una experiencia totalmente reveladora. La Lolita que leí con catorce años no se parecía nada a la que estaba leyendo ahora: ya no me parecía perversa, ni manipuladora, ni provocadora. Por primera vez, miré a Lolita y me vi a mí misma con trece años, y vi lo que yo también me negaba a ser (pero era, irremediablemente): una niña. Lolita era tan infantil como cualquier niña de su edad, y el ojo masculino la tachó casi como una prostituta, porque ignora algo que sabemos todas las niñas que también fuimos sexualizadas a temprana edad por el desarrollo físico de nuestro cuerpo: cuando tienes trece años y te crecen los pechos, eres susceptible de ser sexualizada y, por tanto, de reaccionar a dicha sexualización. De reaccionar, cómo no, de manera totalmente pueril.

He leído muchos artículos publicados recientemente acerca del debate sobre qué hacer con Lolita. Laura Freixas, escritora feminista, acierta bastante en su artículo al exponer Lolita como lo que es, una historia de abuso; pero creo que ha errado en su análisis acerca del libro, y, sobre todo, no comparto su opinión de que no haya que sacralizar Lolita. La novela debería ser pasada de mano en mano, leída por toda la población, deberían haber congresos sobre ella, debería estudiarse en cualquier grado en Psicología. Porque Lolita, para todo lector atento, es una historia de violación y de abuso, y sólo bajo una visión estrictamente patriarcal, que colabora diariamente con la cultura de la violación y de la pedofilia, se podría leer Lolita de otra manera. El propio Nabokov, con una maestría y un estilo sin parangón, es el que nos induce, página tras página, a odiar a Humbert y a condenarlo. Cualquier otra lectura que se haya hecho de la obra me parece parcial y poco exhaustiva. Esta lectura, claro, no es nada sorprendente: no sólo desde el momento de su publicación se trató de vender como una historia de amor, sino que la adaptación a la película que rodó Kubrick -con guión de Nabokov- ha contribuido a la imagen hipersexualizada de Lolita. Pero para desvelar la verdad, lo más conveniente es acudir al propio texto, y a la revisión de las dos versiones más famosas del libro, para saldar, de una vez por todas, la deuda que hemos contraído toda la sociedad con Dolores Haze.

En el mismo prólogo, el ficticio John Ray Jr., que introduce el manuscrito a los lectores, apunta a todos los que creen que Nabokov favorece la versión de Humbert con el dedo acusador: “en este espeluznante estudio personal se encierra una lección general; la niña descarriada, la madre egotista, el anheloso maníaco no son tan sólo los protagonistas vigorosamente retratados de una historia única: nos previenen contra peligrosas tendencias, señalan males potenciales. Lolita hará que todos nosotros -padres, trabajadores sociales, educadores- nos consagremos con interés y perspectiva mucho mayores a la tarea de lograr una generación mejor en un mundo más seguro”. El autor, de entrada, ya nos previene sobre la auténtica naturaleza de la historia; desviar el foco de atención hacia otra parte es una decisión que toma el lector, influido por los numerosos clichés de nuestra cultura. En las primeras páginas de la novela, Nabokov nos introduce en la obsesión de Humbert por las nínfulas -modo poético que tiene de llamar a las niñas de entre nueve y catorce años que convierte en objeto de deseo-: el anhelo por Annabel, su amor perdido de la adolescencia; sus encuentros con Monique, una prostituta adolescente; sus fantasías en parques y lugares públicos, fantaseando con niñas que jugaban inocentemente… Tampoco escatima en describir cómo Humbert Humbert golpeaba a su esposa, o en relatar sus ataques de locura que lo llevaron a un sanatorio. Y aún ni siquiera se ha introducido el personaje de Lolita. ¿Sigue alguien creyendo que Nabokov quería romantizar a su protagonista?

Huelga describir la febril obsesión de Humbert por Lolita en las cien primeras páginas: describe, milímetro a milímetro, el más leve roce de los nudillos de Lo; la más inocente niñería se convierte en excitación, como cuando ella se sienta sobre sus rodillas para cantar una canción. Si bien es cierto que Lolita besa a Humbert antes de marchar hacia el campamento de verano, debemos recordar cuál es el perfil de la protagonista de la historia: una niña huérfana de padre, que vive en el más absoluto caos con una madre que la odia, en un pueblo americano vulgar donde nunca pasa absolutamente nada. La llegada de un extranjero europeo a su casa es, evidentemente, algo novedoso e interesante para la banal vida de Lolita; Humbert la colma de afecto y atención, a diferencia de su madre. Para más inri, su madre está a todas luces enamorada de él, situación que Lo aprovecha para fastidiarla y llamar su atención. Lolita es una niña egocéntrica y vanidosa, rasgos que comparte con, probablemente, la práctica totalidad de preadolescentes de clase media occidentales. Por ahora, no hay nada que se le pueda reprochar ni ningún indicio de que se la pueda tachar, ni mucho menos, de manipuladora o provocadora, como muchos han pretendido siempre.

Cuando Lolita vuelve del campamento, emprende un viaje con el que ahora es su padrastro, mientras cree que su madre está enferma en un hospital; le dice que le ha sido “asquerosamente infiel” y le besa, probablemente enfadada de saber que se ha casado finalmente con su madre, lo cual termina con su fantasía vanidosa de ser el centro de atención. Hasta el propio Humbert reconoce en su fuero interno que sabe que no es más que una chiquillada. Cuando paran en la estación de servicio, él trata de volver a besarla y ella misma le responde: “no me babees, puerco”, y bromea sobre el dormir en la misma cama de él diciéndole: “la palabra que buscas es incesto”. Lolita marca los ritmos de su “relación”, por el sencillo hecho de que no es más que un juego para ella, una pequeña broma infantil, una manera de desafiar la autoridad de su madre. Sólo lo abraza y lo besa cuando él abre sus maletas, llenas de regalos y vestidos nuevos. En la primera escena sexual -y prácticamente la única explícita- que encontramos en el libro, Humbert droga a Lo para poder violarla mientras duerme; su plan falla y ella no consigue dormirse del todo. Se despierta pronto por la mañana y se besan; Lolita comprueba tras el beso la reacción de Humbert, porque quiere presumir de “la técnica” que ha aprendido ese verano en el campamento. La posterior escena de su relación sexual no es más que otra vanidad de la protagonista, que quiere impresionar a su adulto padrastro fingiéndose más adulta de lo que es. Los escarceos sáficos con sus compañeras de campamento y con el único adolescente varón que ha conocido en el verano no son más que una anomalía que responde a la propia personalidad de Lolita, desesperada por el cariño y atención que no recibe de su madre. No vuelve a tener ningún interés sexual hacia Humbert -incluso le acusa, literalmente, de haberla violado- hasta el momento en el que él confiesa que su madre ha muerto. Entonces sí: entonces, Lolita, huérfana, sola en el mundo, perdida, sollozando, acude a Humbert, que no duda en aprovecharse de su situación vulnerable. El resto de la historia de su “romance” es mucho más explícito y revelador: Lolita sólo accede a acostarse con él a cambio de que Humbert le compre revistas, juguetes, le deje acudir a bailes escolares, o le proporcione toda clase de atenciones. Humbert establece un estricto régimen para mantenerla alejada de cualquier influencia externa, sobre todo, para mantenerla alejada de cualquier hombre que se la pueda arrebatar. Esta es, en síntesis, la famosa historia de amor entre Lolita y Humbert. Nada más y nada menos de lo que ocurre en el libro. Cualquier otra interpretación, cualquier amago de leer otra historia entre líneas, no es más que una vil manipulación.

Para acabar de formarnos una imagen clara de lo que se desprende de las diversas representaciones de Lolita, acudamos, primero, a la película de Kubrick: es en ésta donde más se refuerza la idea de la Lolita mala, que seduce a su medio demente padrastro para satisfacer sus caprichos y vanidades. Desde las primeras escenas -los dedos de los pies siendo delicadamente pintados con laca de uñas llamativa, Lolita en bañador bajándose las gafas de sol y mirando a Humbert con mirada felina- la imagen que recibimos de ella es la de una adolescente hipersexualizada, que realiza cada pequeño ademán con la intención de ser admirada. Cuando Lolita sube a despedirse de Humbert y lo besa en la boca, es el propio plano de Kubrick y la música ambiental la que refuerza la idea de que la escena es intrínsecamente romántica. Cuando comienzan su affaire, Lolita le suplica a Humbert que no la abandone, aterrada ante la idea de que la manden a un reformatorio: en el libro, en cambio, es Humbert el que instala en la mente de Lolita la idea de que si desvela algo de su “romance”, la mandarán al tan temido orfanato. Además, no se muestra, en ninguna escena, que Lolita lloraba todas y cada una de las noches, como sí se recalca en el libro. La película del 97, de Adrian Lyne, es algo más fidedigna a ciertas partes de la historia, pero persiste la imagen de la Lolita totalmente sexual: ya en la primera escena aparece mojada bajo los aspersores que transparentan su ropa interior, lo cual contrasta con la ortodoncia o las trenzas, elementos propiamente infantiles. Este contraste entre su apariencia y sus movimientos, su mirada o su forma de hablar -que siempre son provocadores y calculados- persiste durante toda la película. Los planos, que siempre apuntan a sus piernas o a sus contorsiones, refuerzan la idea de que la niña es un objeto de deseo. Además, la actriz que realizó la película tenía diecisiete años en el momento del rodaje, los cuales están muy lejos de los doce de la Lolita original: por más que se intente aniñar sus rasgos, sigue teniendo el cuerpo de una mujer y es, por tanto, susceptible de ser sexualizada.

Así es como Lolita se nos ha mostrado siempre, y así es como se la sigue mostrando a los lectores menos atentos. Está claro que hay miles que sí han reparado en cuál es la verdadera historia de Lolita: está claro que habrá muchos para los que todo esto que acabo de narrar es totalmente evidente. Pero hay tantos otros, como lo fui yo en un día, y como lo es aún una gran cantidad de gente, que habrán confundido esta historia con una historia de amor. Tampoco me parece, como subrayaba en otro artículo Sergio del Molino, una apología a la violación: Nabokov jamás justificó ni encubrió durante un segundo la auténtica historia que había tras su libro, sino que se limitó a narrar, efectivamente, “la destrucción de una niña en una odisea cutre de moteles baratos y pueblos desolados donde a nadie parece importarle su suerte”. Sí creo necesario, en cambio, hacer una revisión de todo aquello que leemos, y calificarlo como nada más y nada menos que lo que propiamente es. Lolita es la narración de una violación: lo era cuando se publicó y lo sigue siendo hoy. Esclarecerlo nunca estará de más, algo que muchos columnistas han negado por parecerles banal. Que el libro fuese considerado pornografía en el mismo momento de su publicación es la prueba irrefutable de que jamás es banal señalar al machismo con el dedo, que es el que ha convertido Lolita en una historia de amor. Por desgracia, quedan muchos Humberts en el mundo: hombres que se aprovechan de menores, a los que les excita la indefensión, la inocencia, la ausencia de voluntad. Y también quedan otras tantas Lolitas, abandonadas, rotas por dentro, atravesadas por el patriarcado. Y por ellas es por las que debemos reivindicar, hoy y siempre, la novela de Nabokov.

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