Orgasmos anabolizados
Las promesas de salud, estética y hombría mueven el engranaje de esa cadena de montaje de subjetividades que representan los gimnasios, especialmente para los gais.
Perdí a mi mejor amante en el gimnasio. Sería reduccionista decir que una hora diaria de pesas y elíptica son capaces de matar una relación, pero en mi caso sí que supusieron la estocada final a un vínculo de más de un año. “El gimnasio no solo produce músculos. También, y sobre todo, produce subjetividades”, terminé por decirle un día. Su respuesta, antes de retirarme la palabra: “Te has montado una película en tu cabeza que no sé ni cómo te crees”.
Pues bien, he aquí la cinta:
La primera vez que entré en un gimnasio, no pude dejar de sentirme en medio de una pequeña gran fábrica, y esta analogía se hace en mí cada vez más fuerte. Máquinas, trabajadores y productos. Una especie de cadena de montaje de subjetividades que me invitaba a reescribir mi discurso corporal. Engranajes, metal y cuero en formato individual, de funcionamiento simple, pero requeridores de una técnica depurada. Secuencias de movimientos, una coreografía fordista al ritmo de la canción del momento y observada por la mirada colectiva de los espejos.
Esos espejos de gimnasio suponen otra máquina de subjetividad central y periférica (rodea a todo el conjunto), porque colectivizan la mirada. La visión individual, siempre subjetiva, es sustituida por la objetividad de la imagen especular, de forma que el trabajador se siente inserto en la dinámica. La subjetividad, de nuevo, cristalizada en la dinámica trabajador-espejo.
La fábrica del gimnasio tiene la característica de difuminar los límites entre sus componentes. El producto de los trabajadores se inscribe en (y a la vez, es) su propio cuerpo. Una nueva subjetividad difunde y se retroalimenta en la relación trabajador-máquina-producto-espejo.
Hasta ahora hemos hablado de cómo funciona la máquina de subjetividad del gimnasio, pero ahora quiero abordar qué discursos subyacen y mueven a la máquina en sí: salud, estética y hombría.
Gimnasio-Salud
Una de las subjetividades que el gimnasio inscribe en el cuerpo tiene que ver con la salud. Sin embargo, esta subjetividad tiene una fuerza particular en la comunidad homosexual masculina porque este grupo fue víctima de una pandemia terrorífica que sacudió sus cimientos y reescribió todas sus prácticas, afectos e identidades. Por ello, hablar de salud y gimnasio en la comunidad gay es hablar necesariamente de sida.
La reproducción del VIH en el organismo causa el sida (un estado de inmunodeficiencia que deja al paciente desprotegido ante infecciones oportunistas, tumores y demás patologías). En el contexto de un virus que acababa matando a toda persona infectada surgieron los AZT como principal herramienta terapéutica, un fármaco salvaje que, en muchos casos, mataba aún más rápido que la propia enfermedad. AZT y estadios avanzados de sida compartían una característica: inducían caquexia (delgadez extrema). Esta es la imagen que hemos heredado en el imaginario popular a través de películas como Philadelphia y de la que tanto rehuimos. Es más que probable que en nuestro contexto sanitario jamás vayamos a volver a ver a esos pacientes esqueléticos, consumidos por el virus. Pero hemos de tener presente que cuando el VIH era una condena de muerte, ese estadío era el final del trayecto.
Por todo ello, en la década de los 80, presentarse como un cuerpo musculado era presentarse como un cuerpo “sano”. El músculo se convierte en un icono de supervivencia, a la vez que se va instaurando una obligatoriedad a su alrededor. Comparad los cuerpos del porno gay de los años 60 y del de los 90. Es un perfecto ejemplo de esta deriva.
Al hilo del tema del gimnasio y la pandemia de sida, el artista y activista David Goldstein presentó una serie de obras que llamó “Icarian”, en honor a una famosa marca de máquinas de gimnasio. El cuero de estas máquinas fue testigo mudo de estas luchas contra la enfermedad, de esa histeria colectiva con el músculo, y al saber que muchas de ellas iban a ser reemplazadas, decidió sacarles esa piel desgastada y conformar la serie “Icarian”, a caballo entre la reliquia y el homenaje.
Gimnasio-Estética
El imaginario colectivo ha construido la identidad homosexual en torno a sus prácticas sexuales, siempre sórdidas y periféricas, aunque bañadas por una nube de refinamiento corporal. La retórica “todos los gais están buenísimos” parece haberse asentado como tópico en reality shows, telenovelas o películas hollywoodienses. Parece que nuestra belleza sirviera, de alguna forma, como justificación de la laxitud de nuestras costumbres.
Cuando nuestras hermanas de los años 60 y 70 proclamaban la revolución sexual, lo hacían desde una postura anticapitalista, no desde el neoliberalismo que destilan actualmente las apps de ligoteo gay. En el momento que la práctica homosexual es capitalizada por el sistema, se genera un nuevo contexto de sexualidades basadas en el capital erótico de los cuerpos y que los clasifica en centrales y periféricos; en deseables y no-deseables.
El gimnasio es una fuente inagotable de capital erótico. “Hoy en día metes un feo en un gimnasio y sale hecho un chulo, y tú tienes chulos a punta pala”, dice Marc Giró en uno de sus monólogos. Si la dieta es el mecanismo de control en las mujeres, su generadora de capital erótico, las pesas parecen haberse impuesto como el nuestro de manera diferente al de los hombres heterosexuales. Cuando el hombre hetero se muscula, sabe estar aumentando su capital erótico. Sin embargo, el homosexual entiende ese aumento como una suerte de “subida de rango”. Puede acceder a cuerpos con un capital erótico similar al suyo (y obtenido, además, a través de las mismas pesas). El gimnasio es, a la vez, criterio y demanda.
Quizás esta idea os resuene si ojeáis la parte correspondiente al Downtown Athletic Club en el ensayo ‘Delirio en Nueva York,’ del afamado arquitecto Rem Koolhaas. El Downtown Athletic Club se plantea como un rascacielos compuesto por un gran gimnasio que ocupa casi toda la estructura y un hotel paran sus usuarios. El diagrama del rascacielos presenta un conjunto de plantas que, de forma ascendente, van construyendo un imaginario de cuerpo ideal. Cuando los hombres hubieran alcanzado dicho arquetipo, tendrían acceso a la última planta, donde boxearían entre sí y tomarían ostras con champán.
Gimnasio-Hombría
Como toda máquina de producción de subjetividad, el gimnasio permite a los individuos reescribir su discurso corporal. Lo curioso es que, por la forma en que funciona el gimnasio, el proceso parece orgánico, natural, ajeno a tecnologías externas y, por tanto, artificiosidades.
El deporte anaeróbico (el típico del gimnasio que consiste en forzar un músculo durante un breve periodo de tiempo) aumenta la síntesis de andrógenos como la testosterona. Estas hormonas provocan, además de otros efectos, un aumento de la masa muscular, lo que ayuda a ajustar el cuerpo masculino a un canon estético binario hegemónico.
¿Por qué pensamos en la hombría obtenida a través de un gimnasio como natural? ¿Por qué es más legítima que la obtenida a través de una terapia hormonal? La hombría no habita en ninguna parte específica del cuerpo humano. Se coloca socialmente en algunos puntos como el vello, el falo o el músculo. Cuanto más hirsuto, dotado y musculado, más hombre. No sería descabellado pensar que el gimnasio funciona entonces como una tecnología de transexualización insidiosa de los cuerpos que aspiran a ser más masculinos.
En resumen, el gimnasio es una máquina que produce cuerpos sanos, atractivos y varoniles a través del trabajo de las propias personas que a él acuden. Los límites entre la opción y la imposición se hacen cada vez más difusos en la era de la publicidad 24/7, de los anabolizantes y las apps de ligoteo.
En un mundo en el que follar parece haberse transformado en una acumulación del capital erótico de nuestros amantes, el gimnasio es ahora mercado, juzgado y santuario.