Nos duele, pero hasta ahora hacíamos como que no
Tras hacerse pública la sentencia de la manada, muchas mujeres sentimos una rabia, una tristeza y una impotencia que incluso somatizamos, con malestar físico como contracturas o náuseas. ¿Cómo podemos sanarnos y agarrar fuerzas para seguir sobreviviendo a la violencia patriarcal?
Brigitte Vasallo pregunta en su muro de Facebook si alguien más tiene ganas de vomitar, literalmente, físicamente, y se le ha llenado de comentarios de mujeres describiendo sus malestares físicos y emocionales.
Recientemente pasé una tarde de mucha rabia, al conocer que la policía había denunciado por delito de odio a Rommy Arce, concejala de Ahora Madrid que había escrito en Twitter que la muerte de Mame Mbaye fue producto del racismo institucional y el hostigamiento policial. Esto fue poco después de la condena al rapero Valtonic y del secuestro judicial del libro de periodismo sobre narcotráfico en Galicia, Fariña.
Ese día sentía la urgencia de que hubiera un estallido social, otro 15-M que por supuesto no ocurrió. Hoy en cambio la emoción ha sido una tristeza sorda, sentir el cuerpo tenso y al mismo tiempo sin fuerza, inerte. Podría hacer una lectura optimista: hace unos años un caso y una sentencia como la de La Manada hubieran pasado desapercibidos. Hoy estamos diciendo que nosotras somos manada, que esto no se lo perdonamos a la justicia patriarcal, y vamos a salir en masa a protestar a las calles, como hicimos el 8 de marzo. Es cierto, pero no es menos cierto que ser feminista supone una acumulación de enojo, de dolor y de cansancio muy altas, en una sociedad que (por mucho que se diga que el feminismo está de moda) sigue sin reconocernos, sin reconocer el valioso trabajo que hacemos las defensoras de los derechos humanos y de las mujeres. Hoy pesa más en mí ese cansancio que la esperanza de que, con el desborde de la huelga feminista tan reciente, algo haya cambiado y se note.
Me gustaría que nos dieras algunas pautas sobre cómo digerir, cómo pasar por el cuerpo los dolores que implica vivir con conciencia feminista. Creo que el hecho de que en estos momentos estemos con jaquecas y con dolor muscular es la respuesta humana, muy distinta al estado narcotizante que promueve el sistema. Pero bueno, también es importante que hablemos de cómo sanar y cómo cuidarnos emocionalmente.
Un abrazo,
June
Querida June:
Gracias por compartirnos cómo te sientes.
Nos duele, claro que nos duele. Las mujeres nos dolemos. Pero hasta ahora, hacíamos como que no. O como que no importaba. Porque eso es lo que se nos ha enseñado: que si nos quejamos, somos unas flojas, o unas histéricas.
La buena noticia es que nos estamos permitiendo no esconder esos dolores más.
Sin duda, estas semanas no están siendo fáciles y muchas mujeres nos sentimos estafadas, frustradas y ninguneadas por un Estado que, sin embargo, afirma defendernos. Pretender que todo eso no nos duela es casi una ilusión infantil.
June: no eres rara, no somos raras. Ni flojas. Esos malestares no llegan porque no sepamos gestionarnos o porque seamos débiles, incompetentes o incapaces de salir adelante indemnes.
Echemos un ojo a nuestra cultura, el agua que nos envuelve y en el que nadamos. Aquí encontraremos claves para entender nuestros dolores, que no son individuales sino en muchos casos colectivos.
Allá vamos.
Un modelo de sociedad que no ayuda: individualismo, capitalismo salvaje, inmediatez, rapidez…
Vivimos en la sociedad del elogio a lo racional. Una sociedad donde los datos ‘probados científicamente’ son la panacea y el culmen de la sabiduría va ligado a aquello que se puede probar, ver y tocar. Una sociedad donde otras maneras de aproximarnos a la realidad son desdeñadas y minusvaloradas.
Una sociedad que relega los dolores corporales que no tienen un origen orgánico (demostrado) al pozo del olvido o de la histeria.
Pero, June, por supuesto que nuestro cuerpo habla. Duele. GRITA. Incluso se desgañita, a veces. Por supuesto que también tenemos un sentir, ese tipo de inteligencia tan sutil que llamamos intuición, que nos grita igualmente en tantas ocasiones.
Son señales de que algo no va bien, de que algo no nos está sentando bien.
Pero en esta sociedad hiperracional e hipermedicalizada no se nos enseña a escuchar ni nuestro cuerpo ni nuestra intuición. Se nos enseña a taparlo y negarlo. A echar tierra encima. A narcotizarlo, como tú dices.
Tienen que gritar mucho, pero mucho, nuestra intuición y nuestro cuerpo para que paremos y los escuchemos.
No partimos de una buena base: la vida moderna que tanto criticaba en los 90 la película de Trainspotting (la prisa, las grandes urbes, la agenda llena, el trabajo alienante, la búsqueda de ese trabajo alienante, la precariedad, el individualismo, la acumulación de tareas por hacer, los compromisos sociales…) nos deja en la piel una impronta permanente de estrés a todas las personas.
Añadiría también como algo que nos atraviesa esa exigencia continua de productividad, de hacer, hacer y hacer… ¡incluso en nuestros espacios de ocio y de activismo! Loco, ¿no?
Mirando nuestros dolores desde un prisma violeta
Como ya comenté en un artículo anterior, en concreto las mujeres y les disidentes de género vivimos en lo que denomino una permanente violencia “luz de gas” social. Se nos repite que ya vivimos en una sociedad igualitaria, que no tenemos nada de lo que quejarnos, pero nuestra realidad cotidiana nos demuestra lo contrario.
Y es que resulta que el patriarcado tiene muchas maneras de desprestigiar nuestra experiencia del mundo y aquello que denunciamos (y lo hemos visto con la sentencia de la manada): minimizarlo, criticarlo, reírse de ello o presentarlo como una exageración o una invención. ¡Bienvenidas y bienvenidos al teatro de las violencias estructurales y simbólicas que las mujeres vivimos por el hecho de serlo!
Las violencias estructurales son aquellas desigualdades que están perfectamente integradas dentro de la estructura social que dificultan la plena ciudadanía de las mujeres y su autonomía.
Una de las grandes aportaciones de la filósofa Kate Millett en su libro Política sexual es la demostración de que, aquellas violencias que las mujeres recibimos, que en muchas ocasiones consideramos como individuales o propias de nuestras circunstancias concretas, forman parte de un sistema estructural que nos afecta a todas.
Es decir: que a menudo eso que te está pasando y por lo que a veces te sientes tonta o inútil (lindezas que aprendemos a llamarnos en este sistema) no es cosa tuya. Le pasa a tu prima, a la frutera de tu barrio, a tu madre y a tus amigas.
¿Ejemplos? Te sonarán muy cercanos, algunos son tan tristemente cotidianos que rozan la normalidad: la doble victimización en procesos judiciales relacionados con violencias machistas, el que tu voz valga menos en las reuniones de empresa, el que los constructores que hacen las obras en tu piso solo le hablen a tu novio, la prevalencia de salarios más bajos para las mujeres, el llamado techo de cristal o la dificultad de las mujeres para llegar a puestos de decisión.
Una de las violencias estructurales top es la falta de credibilidad a las mujeres por parte de muchas instituciones. Tacharnos de locas, de histéricas, de deprimidas y de manipuladoras es fruto de uno de los estereotipos femeninos más representado en películas, novelas y otros productos mediáticos, y tiene como fin desacreditarnos.
OK. Sigamos.
El concepto de violencia simbólica fue acuñado por el sociólogo francés Pierre Bourdieu en la década de 1970 y hace referencia a “esa violencia que arranca sumisiones que ni siquiera se perciben como tales, apoyándose en unas creencias socialmente inculcadas”.
¿Quieres ejemplos? Aquí van: la continua exigencia de un “saber estar” y una belleza ligada a la eterna juventud, la conveniencia de tener pareja (hetero) y de ser madre, el que se espere que seas tú la que cuide de tu padre enfermo y no tus hermanos, la hiperrepresentación de las mujeres en la publicidad como seres sin agencia cuyo único interés es ser sexys y seducir hombres, etc.
Te suenan, ¿verdad? Son esas “menudencias” (modo ironía ON) con las que podemos vivir y de hecho vivimos pero que, poco a poco, nos hacen pequeñitas y nos producen dolores emocionales y físicos.
Aprendemos que ser fuertes y autónomas es poder con todo
Las mujeres en general y, en concreto, las feministas, obedecemos por lo general este mandato hasta el tuétano: apostamos por aguantar, por seguir, por ser autónomas hasta el tuétano, por hacer como que no nos duele, por aplacar como sea ese dolor de cabeza, de espalda, de estómago…
Apostamos por tirar de la cuerda a veces hasta que se rompe (muchas veces bajo la tiranía de la culpa por no estar, por no contribuir esta vez…), a pesar de tantas y tantas señales que nuestro cuerpo nos da.
Recordemos, en este sentido, que las mujeres sí aceptadas por el sistema deben ser fuertes para con las demás personas (de las que cuidan) y al mismo tiempo débiles para con ellas mismas (autoestima, valoración), en una especie de deber impuesto de contención y responsabilidad sobre resto de la humanidad. “Cuando la personalidad –explica Kate Millett- tropieza con imágenes tan denigrantes de sí misma en la ideología, la tradición y las creencias sociales, resulta inevitable que sufra un grave deterioro”.
O sea, que a la vez que se nos exige ser fuertes y estar a todo, se nos desvaloriza continuamente desde el sistema, impactando inevitablemente en nuestra autoestima y nuestros cuerpos.
¡Pongámoslo todo del revés!
Pero quiero hacer una lectura optimista. Sí, quiero y creo que es necesario hacerla.
Nunca, queridas, nunca, lo hemos tenido fácil. Nunca ninguna revolución contra un orden establecido ha sido sencilla. Lo que define un orden establecido, de hecho, es su deseo de perpetuarse. Y la alianza patriarcado-capitalismo no es la excepción. Hay demasiados privilegios que perder por parte de los que se benefician de ella como para que permitan sin rechistar que este sistema se resquebraje.
Pero se está resquebrajando. Siento que estamos en una etapa-bisagra. Me lo dicen las oleadas de mujeres diversas saliendo a la calle. Me lo dice un 8 de marzo repleto de personas que nunca se habían manifestado ese día y que ahora se sienten interpeladas.
Me lo dicen los cambios en las subjetividades, la apropiación por muchas mujeres de términos que antes eran denostados, como el mismo “feminismo”.
Me lo dice la demanda de medios de comunicación más inclusivos, más sociales, diversos, feministas.
Me lo dicen muchos testimonios de clientas, amigas, conocidas y también de mujeres desconocidas a las que escucho admirada denunciar abusos, usar su voz, perder el miedo, decir basta.
Obvio que hay resistencias. Y lo que nos queda, me temo. Pero este sistema se está resquebrajando, sí. No lo dudo.
Y, en esas grietas que estamos abriendo a golpe de gritos en la calle, de sororidad, de red, hemos de plantar semillas bien profundas usando nuestra rabia para hacer crecer flores.
Hemos de tejer nuestras tristezas y hacer juntes un retal de colores, presagio del nuevo mundo que está llegando. Hemos de abrazarnos en las lágrimas y en los dolores, acogerlos y transformarlos en creatividad, en un puzzle diverso y hermoso de libertades y derechos.
Porque, como dice el famoso lema, nos quisieron enterrar, pero no sabían que éramos semillas.
Algunas ideas para sanarnos y agarrar fuerzas
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Salgamos a la calle, protestemos, gritemos, saquemos la rabia. Acumularla y no darle salida implica que esa rabia se queda en nuestros cuerpos, transformándose en tensión, jaquecas o dolor estomacal. Muchas mujeres me han ido contando que, tras hacerse pública la sentencia de la manada, se sintieron hartas, tristes y enfadadas. Muchas de ellas fueron solas allí donde, en cada ciudad, se formaron protestas para aullar esa rabia junto a otras personas. Y eso fue una liberación. Una suerte de catarsis. ¡Fuera la rabia de nuestros cuerpos!, dirijámosla a todos esos oídos que deben escucharnos.
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Pongamos palabras a los abusos que hemos sufrido. Nombrémoslos. Escribiéndolos para una misma, hablándolos con una amiga o persona cercana, contándolos en público, trabajándolos en espacios feministas, en grupos terapéuticos o en terapia individual. Cada una está en su momento, en su proceso y se siente preparada para compartirlos al nivel que sea. Y está bien ese nivel. Rompamos el silencio, dejémonos ser apoyadas y acurrucadas y permitámonos abandonar ese lugar perverso al que nos aboca el patriarcado, que es la culpa y la vergüenza. Eso no es nuestro. Eso no nos pertenece.
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Soltemos autoexigencias. No hemos de ser perfectas, ni llegar a todo. Cuidarnos es también escucharnos, y escuchar nuestro cuerpo. Las mejores vidas, las mejores luchas, son aquellas que son sostenibles.
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Sentir el dolor es humano. No somos máquinas. El dolor es la respuesta a algo que nos afecta, nos frustra, nos enrabia, nos decepciona… Dejárnoslo sentir es permitirnos darle su espacio y sanarlo. Pero sufrir en silencio y quedarnos en ese sufrimiento es absurdo. Absurdamente inútil. Y es parte de una cultura judeocristiana que nos ha inculcado como creencia que, sufrientes y culpables, somos buenas y merecemos más la pena. Así que rompamos con esa creencia: cuando nos dolamos, juntémonos. Abracémonos. Aprendamos a expresarlo, a pedir ayuda, apoyo, escucha, amor. Soltemos el sufrimiento. Y aportemos todo eso también a otras compañeras.
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¡Si no puedo bailar, no es mi revolución! Conectemos con nuestra “zona loca”, como lo llamamos desde el coaching: bailemos, desconectemos, saltemos, juguemos, dejemos espacios al no control, a lo transgresor… Como decía Frida Kahlo, ¿qué haría yo sin lo absurdo y lo banal? Escucha… ¿cuándo fue la última vez que te dejaste llevar, que te entretuviste con algo simplemente placentero, que decidiste no ser perfecta, no llegar a todo, no hacer lo correcto? Para que nuestras vidas y nuestras luchas sean sostenibles… ¡recomiendo una amorosa y mágica dosis de sana locura!
Y aquí lo dejo. En esta invitación a bailes mágicos y risas liberadoras que son parte imprescindible de nuestra revolución. Hasta pronto June, hasta pronto queridas.
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