En mi humilde opinión: sobre la voz pública del feminismo y la potencia de la duda

En mi humilde opinión: sobre la voz pública del feminismo y la potencia de la duda

Toda voz que se alce es una voz singular que puede, o no, reflejar en sí misma otro montón de singularidades o dejarlas en la oscuridad y el silencio. No todo el tiempo es necesario hacerse cargo de todo, pero encontrar enunciaciones más o menos amplias de un “nosotras” está siendo para mí el tema del feminismo contemporáneo.

03/08/2018
Ilustración: María Castelló Solbes

Ilustración: María Castelló Solbes

1

Igual no debería escribir esto. Ni esto ni nada más. Igual el silencio es la respuesta. O igual el silencio es justo el resultado que desean al frente. No el mío, mi silencio da exactamente lo mismo. El silencio general. El silencio de las mujeres, aquí, en particular. El silencio de otros colectivos que no han tenido voz salvo de modo marginal, en la historia reciente.

Igual no debería escribir esto pero escribir es mi modo de vida (no mi medio de vida) y sólo a través de la escritura consigo articular, con esfuerzo, algún pensamiento. El pensamiento es costoso en nuestros tiempos veloces e hiperestimulados. Hannah Arendt dijo por ahí que pensaba al escribir. No me arrogo nada parecido pero es la hilvanación de algunas ideas, dos o tres, en un texto, lo que me hace sentir que estoy en el mundo.

Así, necesito hilvanar estas ideas en torno a las nociones de voz pública y poder, en torno a ser mujer y tener poder (o creer tenerlo) y en torno a los feminismos y al poder.

Lo primero que he venido a decir es que yo dudo. Dudo como modo de vida, también. Si no dudara, no podría escribir ni respirar ni andar entre mis semejantes. No me reconocería en un avatar seguro de sí mismo, asertivo, categórico. No me reconocería (si lo he rozado, lo he soltado al segundo como si quemara) en un avatar que dictara juicios blancos o negros sobre el mundo.

Dudo no porque lo dijera Descartes, sino porque el ancho mundo contiene información suficiente, variada y fragmentada, como para que enunciar dictámenes acerca de asunto alguno me parezca temerario. No tengo experiencia en muchos temas (estaba a punto de escribir “serios”: pero ¿quién dictamina lo que es serio, lo que puede discutirse, lo que entra en el terreno político?); no controlo la suficiente información acerca de un gran número de materias. Todo se mueve muy aprisa y, si alguien estuviera esperando mi opinión sobre algo (que no), ya se habrá encargado el mundo de dar otra vuelta para cuando sienta que tengo algo que aportar, cualquier enunciación lo suficientemente cautelosa.

¿Por qué la cautela?

Más que cautela, llamémosla justeza (justicia suena un poco grande). No quiero enunciar sin estar de acuerdo lo más posible conmigo misma. Es decir, sin poder sostener el tipo, el argumento, un poco más allá de un segundo. Eso implica haber pensado un poco antes. Dudo, así que la cautela quiere decir también tratar de encontrar el cauce de un pensamiento que pise sin meterse en grietas, sin arrinconar realidades, sin minusvalorar voces, sin denigrar identidades, sin aplastar. Esa es mi duda, sí, la del reconocimiento de la diversidad inherente al punto de partida. La de que mi voz no quiere imponerse sobre ninguna otra voz con menos poder, a priori. Volveré a ello.

La cautela, si me miro con la misma justeza, nace de una inseguridad interiorizada. Dudar como método filosófico está bien visto, pero dudar como subterfugio para eludir autoridad y no enfrentarse al rechazo es, en cambio, una losa, una particular versión del “síndrome de la impostora”. Me muevo entre ambos.

Adoro discutir, desde siempre: encontrar los planos del asunto, asediarlo, desmenuzarlo, relativizar y hasta dar la razón si es necesario. Soy alérgica a las verdades de fe: o llegamos a una formulación por medio de la discusión o no me la creo. Adoro discutir pero no tengo herramientas en público, en abierto, contra la sinrazón o el odio, y apenas contra el argumento del contrario salvo en muy contadas ocasiones. Así que evado los debates que no suceden entre gente con la que mantengo cierto suelo común. Me muevo en matices. Y sé que eso puede producir endogamia. Y es que quiero pensar con el contrario (incluirlo y/o asimilarlo en el razonamiento, no anularlo), pero no sé debatir en directo, en el foro público, cuando no hay un mínimo de escucha.

¿Por qué la inseguridad?

Me vienen muchos motivos a la cabeza. En este momento, un Pepito Grillo interior al que he llamado “mi abogado” me dice que me calle en todo momento. Que mejor me calle. Porque sí, porque estás muy cansada y porque no tienes nada claro. Que si tienes una opinión fuerte otros la tienen más feroz. Mi opinión es apenas fuerte, casi siempre es dubitativa y casi nunca coincide con la opinión general. Mi abogado me dice que si no tienes bien trabajado un asunto mejor te guardes tu opinión (y le doy la razón en evitar el bocachanclismo, mal común). Al final, por el agotamiento que arrastro en esta época, es lo que suelo hacer. Tengo una voz, sí, pequeña y dubitativa, pero no me siento autorizada a enunciarla, y ahí está mi puñetero abogado batiendo palmas.

Abandoné muchos foros, y ha sido sobre todo el hecho de no poder hacerme cargo de ellos “en tiempo real” el motivo. Aunque en apariencia permanezco, leo, anoto y apunto pero apenas tengo voz en ellos, porque no me puedo hacer cargo de la respuesta (en cierto sentido me los llevo “a mi tiempo”).

2

En el libro de Mary Beard Mujer y poder (Crítica, 2018) hay dos debates distintos pero que aborda a la vez, y que a mí me parecen separables: cómo se configura el poder y cómo se configura la voz de la mujer dentro del poder. Aunque aquí me voy a quedar con un sentido restringido de “poder” como “poder decir”, “poder intervenir”. También la autora nos quiere hablar de la capacidad de enunciación, descripción y delimitación del ámbito de lo discutible, esto es, de lo político. En un sentido muy arendtiano, para Beard la política es discurso, y estoy de acuerdo en que es, por lo menos, el principio de la política: para empezar a intervenir es necesario enunciar, y para ello es necesario tener voz. Beard lo ha descrito de forma magistral en esos dos artículos reunidos en el libro. No se cuenta con la voz de las mujeres en la política, no si no están masculinizadas, no si no se adaptan a las normas del debate descritas previamente, por otros. Y eso es así porque la configuración del poder (lo que entendemos por tal cosa) es esencialmente una voz y una figura de hombre, con traje serio, con voz ronca, haciendo cosas de hombres (como montar guerras, mandar ejércitos o subir la prima de riesgo).

Así es como el recorrido de deslegitimación de la voz de las mujeres en la política, desde la Antigüedad clásica hasta nuestros días, se ofrece descorazonador, y el análisis del sexismo en la recepción de sus voces bastante más profundo que en, por ejemplo, Sexismo cotidiano (Laura Bates, Capitán Swing, 2017), aunque ambos análisis apunten al mismo lugar. Creo, en todo caso, que Beard nos quiere conducir hacia un nuevo estadio: algo así como ¿queremos seguir entendiendo por “poder” lo que ha configurado el hombre, con las reglas del hombre, en los términos del hombre?

Tengo mis dudas (cómo no) acerca de si existe otra configuración posible del poder, acerca de si el poder tal como lo ejercemos y experimentamos no sea posible de ninguna otra forma que a través de la violencia, incluso entre pares, incluso discursiva.

Volviendo al tema: aunque por debajo subsista toda la misoginia evidente en la consideración que se otorga a la voz de la mujer, también me digo: el ámbito de lo posible se amplía muy poco a poco, y el poder decir y poder intervenir sucede sólo a través de un montón de esfuerzos y una larga historia de usurpación, rebelión, toma de la palabra y del altavoz de las identidades subalternas: de las mujeres o de cualquier otro sujeto que no se parezca al hombre-de-poder.

El “poder decir” de determinados colectivos es (ha sido históricamente) un desafío constante, un encono, un hacerse molestos y un irrumpir en los lugares de poder, por medio de la mera presencia pero sobre todo por tomar la voz.

El análisis de Mary Beard es inteligente, sagaz y atinado, pero se deja fuera a todo un montón de identidades que no son de “mujeres” que también han tenido que pelear por acceder a la voz pública, auparse, hacerse visibles. La visibilidad y la posibilidad de enunciación (cuál primero, cuál después), permítanme los ideólogos críticos de las identidades diversas, son el primer paso hacia la emancipación.

También se deja fuera todo un universo de justificaciones de los silencios que vienen de dentro: si la concubina del siglo V a.C., si el esclavo del XVII, si la mujer mercader del siglo XVIII o si la sufragista del XIX no pudieron decir todo lo que tenían que decir no sólo se les oprimió exteriormente, es que probablemente en su fuero interno tenían interiorizado que su voz no valía nada. Algunos, en algunos gloriosos casos, lograron alzar la voz.

A mí me cuesta mucho alzar la voz. Pero no puedo decir que no la tenga. Lo que aprendes al escribir, al tener una voz pública aunque sea pequeña, es que siempre corres el riesgo de estar siendo injusto, o estar oprimiendo por omisión o por acto a algún otro. A quienes están acostumbrados a ostentar poder en sentido corriente, eso no les sucede.

La escritura en cualquier ámbito es política. Y toda voz que se alce es una voz singular que puede, o no, reflejar en sí misma otro montón de singularidades o dejarlas en la oscuridad y el silencio. No todo el tiempo es necesario hacerse cargo de todo, pero encontrar enunciaciones más o menos amplias de un “nosotras” está siendo para mí el tema del feminismo contemporáneo.

Hay un tercer asunto en todo esto del ostentar voz: el de la disponibilidad, la capacidad para estar y hacerse presente. Ése, que se intersecta con nuestras condiciones de vida, que muestra quién tiene las condiciones materiales para estar y actuar en el debate público, es otro tema a tener en cuenta. Muchas veces no es que ciertos colectivos tengan más voz, es que disponen de la materialidad necesaria para formar parte del debate. En esto, nuestras falibles democracias y nuestros foros públicos no son tan distintos de las democracias imperfectas de la Antigüedad. En mi humilde opinión.

3

En el poso de los artículos de Beard reunidos en ese libro creo que se puede leer que nuestras voces (las de las “mujeres”) aún no alcanzaron la necesaria legitimidad para ser consideradas en igualdad de condiciones con el resto de voces (las del poder, las masculinas). Así es. Sin embargo es inexacto decir que, aún sin equiparación, no tengamos voz. Las “mujeres” llevan enunciando una serie de décadas, o dos siglos, y a base de machaque, de adición, de expandirse como los rizos gusanosos de la cabeza de Medusa, se han introducido en todo tipo de foros de la vida pública y política, desde los claustros de profesores hasta las comisiones del Congreso, desde las nóminas de columnistas de los diarios a las instituciones internacionales. Con inferioridad numérica y sin que el “ser mujer” se pueda considerar garantía de llevar discursos feministas y/o afines a las mujeres, hay que recordar esto todo el tiempo.

Los textos de Beard son excelentes en el análisis de la recepción misógina de las voces de mujeres, pero vuelven a incurrir en la injusticia de no dar cuenta de que, detrás de la ausencia de escucha a estas voces, está la ausencia de legitimidad de otras muchas (raciales, indígenas, excluidos, migrantes, pobres, diversidades del espectro del género, etc). Algo parecido sucedía en el ensayo ¿Quién le hacía la cena a Adam Smith? (Katrine Marçal, Debate, 2016). Al fondo de un estupendo desgranaje de las condiciones de la economía moderna y del homo economicus como ficción, que invisibiliza los aportes ocultos en lo doméstico, apenas quedaba algún apunte para las bolsas sociales de “mujeres” del “Sur global” que hoy por hoy rellenan los espacios de los cuidados con sus trabajos precarios y carentes de derechos, espacios abandonados por las de clase media que hoy son (somos) las hijas de la “liberación” feminista de hace cuatro décadas.

No se puede decir, a día de hoy, que las mujeres feministas no tengamos voz. Lo que creo que es importante e incómodo señalar es que el acceso glorioso de ciertas zonas de la agenda feminista a la agenda común no puede ser a costa de silenciar otras voces, acallar otras realidades, aplanar desigualdades y/o invisibilizar colectivos que tenemos muy cerca.

Es en este sentido en el que me pregunto por la voz, por la voz de las mujeres, por el feminismo y por el poder.

En el documental She’s beautiful when she’s angry (Mary Dore, 2014), que cuenta el movimiento feminista de los años setenta en EE.UU., se puede ver con claridad lo que quiero decir: están las voces del movimiento feminista, que ponía en el centro al sujeto “mujer” (desde su identidad de cismujeres blancas y de clase media), ligadas a NOW, y están todas las demás. Con sus demandas, su necesidad de visibilidad y sus emancipaciones en curso: las lesbianas, las madres, las afroamericanas, las latinas… Estos colectivos dentro del colectivo de mujeres ocupan en el metraje un porcentaje de tiempo y de voz mucho menor; es bonito ver cómo sus demandas “de parte” se quieren adherir a las generales, no para hacerlas más lentas sino más ambiciosas, más transformadoras.

En el momento actual, potentísimo, del movimiento feminista, en el modo en que me ubico en él, estas voces de identidades minoritarias (por su porcentaje de aparición y por su impacto) me son de todo punto necesarias. Las voces que nos dicen a las “mujeres” que efectivamente hemos alcanzado cierta voz: vamos a ver de qué liberación estáis hablando, porque yo limpio tu casa de blanca, clase media y cishetero sin contrato; o, vamos a ver de qué igualdad hablamos, porque he nacido aquí de familia proveniente de Marruecos o de Bolivia y mi “diferencia” me desactiva en multitud de foros, también de mujeres.

El quid de la relatividad y de la duda de lo que entiendo por feminismo, por la agencia, la voz pública, la posibilidad de enunciación y el poder viene de mi interacción con mis pares pero sobre todo con mis hijes. La agenda de las “mujeres” es definitivamente importante todavía en este momento, dado que en una gran porción del mundo ese sujeto sigue sufriendo minusvaloración, ausencia de derechos y violencia criminal por el mero hecho de serlo. Pero el avance de la agenda feminista, en nuestros contextos, no puede hacer que algunas alcancen voz pública para dejar a otras sin voz.

Hay quien tiene muy claro todo esto y trabaja desde esa ambigüedad y ese mestizaje, soslayando contradicciones. Siendo esto o lo otro, pone al servicio de un colectivo amplio y diverso su cota de legitimidad, usurpada con mucho esfuerzo. Sin olvidarse de las opresiones que sufren las que vienen a nuestro país a cuidar a los ancianos o a cultivar los campos, sin dejar fuera a las racializadas o a las de clase obrera. Cosa harto difícil cuando una ha llegado, desde donde sea, a ciertas cotas de voz y escucha pública.

El problema de la voz pública y política alcanzadas en estos tiempos es que es extremadamente fácil llegar, saborearla, quedarse ahí, acariciar el poder configurado por otros, desde fuera, y reproducir las lógicas de competitividad y silenciamiento del resto de identidades, que son parte del poder tal y como lo conocemos.

El problema de la voz política que el feminismo está alcanzando a día de hoy, digo desde la pequeñez de mi voz, es que tiene un gran poder de silenciamiento en sí mismo: porque, llegado a ciertas cotas, puede resultar útil políticamente mantener y representar a un sujeto mujer normativo, cumplidor con el poder por acción u omisión, poco incómodo dado el caso (visto desde el otro lado: éste es el motivo por el que mujeres “en el poder” se sienten tentadas de hacerse un lavado de cara presentándose, de la noche a la mañana, como feministas). A partir de ganar esta pequeña cuota de hegemonía, una se puede sentir en el derecho de hablar por las putas (negándoles la voz), las migrantes (aplanando su especificidad), las diversas del género, las cuidadoras o las veganas. O, con toda seguridad, más bien no hablar por ellas y simplemente obviarlas de la agenda y “uniformizar” las demandas.

El feminismo, los feminismos, es este lugar en el que, una vez que una ha abierto un canal de disección de la opresión machista, no es tan difícil continuar con el corte y poner a la luz otras opresiones asociadas e interrelacionadas. No es tan difícil poner en relativo mi pequeña voz contra el silenciamiento histórico de tantas otras: mi propia abuela, la mujer que venía a limpiar a casa, las nuevas vecinas migrantes de nuestras macrociudades, las jóvenes en proceso de incorporarse al debate.

El quid de la relatividad que se me ha abierto (unida a mi inseguridad consustancial y a un momento político raruno) es que yo no puedo ni quiero ser altavoz de tantas diversidades como coexisten en el colectivo “mujeres” a día de hoy, pero sí puedo pararme diez minutos o dos semanas para encontrar la forma de enunciar sin acallar o sin excluirlas.

Esto también incluye a las mujeres trans, ellas, a las que políticamente es tan fácil excluir, a las que el viejo movimiento feminista no sabe cómo tratar. No quiero aquí hablar “por” ellas, quiero tan solo dejar la constancia de que mi movimiento feminista no está completo sin ellas.

De lo que quiero dejar constancia es de que mi voz se empequeñece por ponerme en relativo, y hasta ahí es buena noticia. Sigo buscando un lugar de enunciación de todas mis dudas (sólo pequeñísimas certezas) que vienen de interseccionar mi realidad de blanca heterosexual nacida en Andalucía y con estudios superiores, madre de dos hijes, con todas las demás realidades de mujeres a mi alrededor. Pero no importa que yo dude, frente a ese mar de dudas existen demasiadas cerrazones.

Existe, de manera principal, un frente de cerrazón de análisis de clase que ni en sueños se ha planteado dejar entrar nuestras/vuestras diversidades. Más bien desea que vuestras diversidades se desactiven en pos de un sujeto combativo-organizado-mundial, que responde a no sé qué nostalgias del pasado, que sólo nos considera carne de movilización y que jamás se ha bajado al barro para intentar entender en qué condiciones se da esa ausencia de voz. No digo ya de las mujeres blancas, del terruño, medianamente educadas, algunas de las cuales han alcanzado pequeñas cuotas de poder en estos tiempos, sino a cualquier otro sujeto que necesite evidenciar la opresión de género, clase y raza para hacerse oír.

Dejar entrar nuestras/vuestras diversidades: bien sé que formo parte del colectivo de “mujeres” que ahora ya sí puede decir que tiene voz. Hay un feminismo que tiene voz (o varios), y hay cada vez más foros en los que las voces de las mujeres pueden alzarse. Nos toca preguntarnos: quiénes están ahí, qué están debatiendo, qué enunciaciones proponen para zarandear la agenda pública. A todas ellas y a las que andamos en los alrededores nos toca plantearnos desde la raíz qué se hace con ese don (arrancado, ganado a pulso) de la voz: ¿se lo guarda, busca objetivos a corto plazo, mantiene las desigualdades jugando a la igualdad, o sube la apuesta hasta que no quede ni una atrás?

Ningún movimiento salvo el feminista está en condiciones de integrar toda esa diversidad, es algo que me parece obvio en las movilizaciones de los últimos dos años. Pero, para que esa inclusión sea de veras amplia y transformadora, tenemos varios trabajos pendientes. Y, a pesar de Pepito Grillo, se me ocurren los siguientes:

  • relativizarnos como sujeto: las mujeres son mucho más que la clase media cismujer enunciante en décadas pasadas; toda esa historia y geneaología es poderosa; pero las mujeres como sujeto político han de integrar transversalmente la raza, la clase y las identidades de género diversas, también la transexualidad.
  • deconstruir la noción de poder: quizá entre nosotras hemos de experimentar nuevas formas de organización que lo desordenen todo; me consta que en muchos foros feministas esto ya es una práctica: distribuir la voz, des-individualizarla, convertir los liderazgos en impulsos colectivos y evitar la acumulación de poder. Muchas compañeras (por ejemplo desde Latinoamérica) están trabajando duro en ello: las formas políticas más transgresoras del feminismo son comunitarias o no son;
  • y arañar todo el poder que se pueda para ponerlo al servicio de la voz común, colectiva y diversa.

Nuestro terreno de lucha es uno descrito desde afuera, por otros, y el problema del poder va a seguir estando ahí. Si no queremos un recambio de una élite por otra, que esto fueron a menudo las revoluciones, a mí no me queda más remedio que reclamar la duda, un día y otro más.

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