¿Y tú eras Brenda Walsh o Buffy Cazavampiros?
Analizamos algunas de las series que nos marcaron a las adolescentes de los 90 .
Cuando nos hacemos mayores a menudo renegamos de aquellas series que nos atraparon de adolescentes. Como mucho, las recordamos con una cierta nostalgia y, a veces, con un poco de vergüenza, pensando en aquella que éramos. Pero lo que no pensamos o no reconocemos tan a menudo es que aquellas series también colaboraron en hacernos lo que somos.
Echando la vista atrás, no podemos obviar que nos atravesaron los mandatos y los estereotipos de género que representaban aquellas series y que algunas de ellas también supusieron una grieta en el muro por la que vislumbrar otros modelos de femineidad y masculinidad y otras identidades sexuales.
Con los recuerdos y el repaso de algunas escenas y capítulos, resulta inevitable confrontar también la idea de amor romántico, de éxito y de felicidad que nos transmitieron e imbuyeron las series juveniles desde finales de los años 80. Y al hurgar en mi memoria televisiva, me descubro cual Alicia enfrentándome al espejo y cruzándolo, de nuevo. ¿Quiénes quisimos ser? ¿Con quién nos identificamos? ¿Hacia qué personajes nos guiaba la mirada del relato? ¿A quién odiábamos? ¿Y a quién temíamos parecernos?
Si volvemos a ‘Sensación de vivir, Bervely Hills 90210’, seguramente nos debatamos entre Brenda Walsh y Kelly Taylor que se disputaban el amor del “malote” de la serie, Dylan Mckay. Aunque “ya se sabe” —porque nos lo han repetido hasta la saciedad— que como “solo se ama de verdad una vez en la vida”, una tenía que ser su verdadero amor y la otra, la arpía que se interpone para darle vidilla al relato, pero poco más. Poca gente se identificará probablemente con Donna Martin, que no representaba más que “la tonta” enamorada de David, el DJ del instituto. Y no podemos olvidar a Andrea Zuckerman, el paradigma de la empollona “fea” que al final se vuelve guapa alisándose el pelo y quitándose las gafas.
A excepción del personaje de Andrea, que era la editora del periódico del instituto, soy incapaz de recordar los intereses, gustos y aspiraciones de los personajes femeninos en ‘Sensación de vivir’. Su función principal en el relato era “ser para el otro” y su entidad como personajes giraba, prácticamente en exclusiva, alrededor de la trama amorosa. Vista en la distancia, no dejaba de ser una serie elitista y frívola cuyo desarrollo podemos adivinar de principio a fin, pero sin duda, marcó una época y esos niños y niñas pijos llenaron de pósters nuestras habitaciones y forraron nuestras carpetas de púberas lectoras de la Súper Pop.
Con más dosis de comedia y menos glamour, pero igual de estereotipada, nos encontramos con ‘Salvados por la campana‘; y allí el que partía la pana realmente con su teléfono móvil tamaño ladrillo era Zack Morris. Zack era el personaje que nos interesaba, por mucho que nos gustaran los músculos de Slater, por encantadora que fuera Kelly Kapowski o por muy bien que nos cayera el nerd de Screech Powers.
Los personajes masculinos siempre han tenido más permisividad a la hora de ser un nerd, un geek o un friki de manual, porque al final “el amor triunfa”, como nos enseñó ‘La bella y la bestia’: “Na, na, na, na, la belleza está en el interior”. Pero parece que esa máxima solo sirve si la bestia es varón. Y así se confirmaba una vez más en sitcoms como ‘Cosas de casa‘, con el patoso Steve Urkel, o en ‘El príncipe de Bel-Air’, con Carlton Banks. La superficialidad, por otra parte, parecía ser patrimonio de las mujeres, como demostraban personajes como Lisa Turtle en ‘Salvados por la campana’, Hilary Banks en ‘El príncipe de Bel-Air’ o, en una versión más made in Spain, Miriam Medina, la aspirante a modelo engreída que interpretaba Marián Aguilera en ‘Al salir de clase’, serie que fue una de las mejores canteras de grandes actorales en los albores del efecto 2000.
El papel del “malote” gamberro estaba reservado para ellos casi en exclusiva. Si antes hablaba de Dylan Mckay, en ‘Compañeros’ encontrábamos a Quimi; en ‘Los problemas crecen’ a Mike Seaver; en ‘Los rompecorazones’, a Bogdan Drazic; en ‘Cinco en familia‘, a Bailey; y en ‘Física o Química‘, a Gorka, por poner solo algunos ejemplos. La rebeldía parecía ser cosa de hombres, pero en esto de meterse en líos y saltarse las normas, sí encontramos personajes femeninos que rompieron con el estereotipo de la niña buena modosita y que, aunque a veces necesitaron ser “rescatadas”, también supieron resolver sus propios conflictos e intervenir decisivamente en la narración. Entre estas encontramos a Valle, en ‘Compañeros’, que estuvo a punto de caer en una red de trata, pero que también sacó a Quimi de un montón de embolaos; o a Ángela, el personaje de Leticia Dolera en ‘Al salir de clase’ que, además de estar metida en broncas y en alguna que otra relación turbulenta, se infiltró en una secta para sacar de allí a Triki, que encima, después —maldito desagradecido— se enrolló con otra…
Ahora, con la perspectiva que dan los años, algunas de las tramas resultan exageradas, a caballo entre el “efecto ‘Cuéntame'” y el “efecto ‘Los hombres de Paco'”. Y me explico. Muchas de estas ficciones se alargaron tanto (véase ‘Sensación de vivir’, ‘Al salir de clase’ o ‘El internado‘) que los guionistas ya no sabían qué más inventarse y ahí aparecían las historias con sectas, nazis, atentados, bandas del crimen organizado y toda una fauna variopinta que a mis ojos de ahora les resulta del todo inverosímil. Todo les pasaba a ellos y a ellas —efecto ‘Cuéntame’— rompiendo todas las estadísticas y probabilidades, y los finales acaban siendo abruptos y un tanto surrealistas, al estilo del final de ‘Los hombres de Paco’, donde después de un tiroteo tarantiniano todos se arrancaban a cantar el ‘Se me olvidó otra vez’.
Otras series, sin embargo, ahora nos pueden parecer naifs. Por ejemplo, si comparamos ‘Compañeros’ —que en su momento la consideramos muy transgresora— con ‘Física o Química’, el nivel de “sexo, drogas y rock’n’roll” de la segunda es muy superior al de la primera, quizás acercándose de forma acertada a una juventud que cada vez más pronto que tarde experimenta y tensa las costuras de los límites.
El caso es que cuesta mucho encontrar series que reflejen la complejidad y la diversidad de la adolescencia sin artificios, caricaturizaciones o giros rimbombantes. La adolescencia ya es de por sí un tsunami emocional y no le hacen falta demasiados adornos para que sea dramática, dolorosa, emocionante y divertida, todo ello a la vez.
Yo, que con 3 años era adicta a ‘Falcon Crest’ y fan de la mala-malísima de Angela Channing, en mi adolescencia quería ser Dawson porque sabía que mi pasión era el audiovisual y porque él era el protagonista absoluto de la historia, aunque estuviera acompañado ya en aquel entonces de una extraordinaria Michelle Williams. Antes de eso quise tener un amor de adolescencia perfecto, marcado por el destino, como el de Kevin y Winnie y que sonara de fondo ‘With a Little Help from My Friends’, pero crecí y me fascinó el drama existencial del personaje de Angela Chase en ‘Es mi vida’. Me identificaba con Blossom —aunque nunca conseguí bailar igual de bien que ella—, con Carol Seaver de ‘Los problemas crecen’ y con Julia Salinger de ‘Cinco en familia’ porque eran extrovertidas y buenas estudiantes, pero también con la Carlota comprometida y luchadora que interpretaba Pilar López de Ayala en ‘Al salir de clase’. Y estaba bastante convencida de que me acabaría convirtiendo en una especie de Felicity Porter y que en la universidad me encontraría a un Ben y un Noel y tendríamos un triángulo amoroso apasionado a lo Cumbres borrascosas, pero, en realidad, eso nunca pasó y en la uni no me comí un rosco (¡qué daño nos ha hecho la ficción!).
Y en medio de todos esos personajes que forman parte de mí o que guiaron mis pasos en cierta forma, yo sobre todo quería ser una bruja independiente como las hermanas Halliwell y ser poderosa como Xena o Buffy y tener un maestro bibliotecario y luchar contra el mal y ser carismática y —por qué no— enrollarme de vez en cuando con vampiros lustrosos (porque en aquel entonces los vampiros no tenían cara de enfermos como en ‘Crepúsculo’). Y es que, además, en esos mundos de fantasía de ‘Xena, la princesa guerrera’, ‘Buffy, cazavampiros’ y ‘Embrujadas’, toda una generación normalizamos otro tipo de relaciones entre mujeres a través de personajes que se convirtieron en iconos lésbicos. Entendimos que no podía haber un armario que encerrara el poder que Xena y Gabrielle o Willow y Tara tenían juntas, y que la amistad entre mujeres o el amor fraternal podían hacernos llegar muy lejos. Con ellas aprendimos que teníamos una historia propia y espacios propios y que podíamos conquistar el cielo por asalto y ser el personaje de interés del relato.
Ojalá no costara tanto encontrar excepciones y todas aquellas series nos hubieran ofrecido más modelos de identidad flexibles, libres de clichés y de corsés; modelos que pudiéramos mezclar, rasgar y recomponer como nos diera la gana. Ojalá nos hubieran dicho que había incontables formas de ser mujer y de ser hombre o de no ser ninguna de las dos cosas. Ojalá nos hubieran enseñado que podíamos ser mestizas, híbridas, personajes redondos y complejos, protagonistas, testigos y voz narrativa de nuestras propias vidas sin necesidad de intermediarios…
Este artículo fue publicado en el número 5 de #PikaraEnPapel, que puedes conseguir en nuestra tienda online.