Violeta Parra, tierra adentro
Volvemos sobre las huellas de la mujer que excavó el folklore de Chile y lo convirtió en material dúctil para las generaciones posteriores.
[…] la creación es un pájaro sin plan de vuelo, que jamás volará en línea recta.
Después de haber resbalado por la vida durante casi cincuenta años, Violeta Parra introdujo una bala en su revólver y decidió salir del mundo por la puerta de emergencia. Digamos que la Virgen a la que se había encomendado en sus versos más oscuros hacía tiempo que solo le devolvía silencio. Digamos que arrastraba un pesado fardo de remordimientos y decepciones. Supongamos que, tal vez, a esta mujer que tejió, pintó y esculpió porque la palabra le sabía a poco, el sentido de la curiosidad se le había desgastado o dormido. Siempre hay un nido de misterios en el fondo de un corazón roto y la tragedia de Violeta no es menos densa ni difícil de brujulear que cualquier otra tragedia.
Puede que la vida comience a escribirse con renglones torcidos en la modesta casita de adobe de Villa Alegre, la comuna chilena en la que la Violeta niña vive apretujada con otras nueve hermanas y hermanos. Atrás quedan un par de mudanzas, pero siempre permanece ese maldito espejo: un mamotreto que se empeña en devolverle una y otra vez la imagen de un rostro acribillado de viruela, un cuerpo de muñeca de trapo con mala salud de hierro y dos ojos que parpadean como cerillas bajo la lluvia. En el cuarto de al lado, papá se tambalea y después se escucha el eterno “clin clin” de botellas rodando por el suelo. Afuera, mamá viene por el camino de tierra, con la piel quemada y la espalda doblada tras una larga jornada en el campo. Languidece otro día en casa de la familia Parra, y para colmo la guitarra continúa bajo llave: papá ha decretado la prohibición expresa de perder el tiempo con la música, pero quien le preocupa especialmente es Violeta. Todavía no ha cumplido los diez años y ya se pasa el día en las nubes, dejando un molesto silbido de cuecas y corridos en el aire.
Pero Violeta es tenaz, rebelde y llena de determinación. Primero intenta aprender a esperar: vende caramelos y limpia tumbas, arrima el hombro porque cada peso es vital para sostener un hogar al que se le ha ido la mano con la prole. Después se cansa de esperar y el candado que protege el instrumento aparece forzado cada vez con mayor frecuencia. Se pelea con la guitarra, trata de domarla, y cuando le saca los primeros boleros o las primeras tonadas, se echa a la calle con su hermana Hilda para aprender a ser cantora desde abajo. Tan desde abajo que, a menudo, se sorprende empapada de lluvia, enterrada en un lodazal que le cubre hasta las rodillas, pero sin dejar de aferrarse ni por un instante a la herramienta que ha elegido. El primero que advierte la perseverancia de Violeta es su hermano Nicanor, que la anima a quemar naves y a emprender una nueva vida artística en Santiago de Chile. La joven no ha escrito todavía una sola canción, pero él ha vislumbrado ya en ella el alma y las manos manchadas y el compromiso de una auténtica poeta.
No lo tendrá fácil. Al tiempo que se abre camino en un duro paisaje de boliches y carpas de circo, los rigores y convenciones de la vida adulta comienzan a proyectar su sombra. Todo comienza con un goteo de renuncias, de pequeñas concesiones, y termina en una casa de paredes desconchadas, donde lo único que ha obtenido a cambio de un matrimonio temprano es un hombre empeñado en quemarle las alas, un bebé colgándole del pecho y un montón de sueños reducidos a escombros. Los siguientes diez años son apenas un soplo de vida tibia, sin planes ni alegrías constatables: la guitarra acumulando polvo en una esquina, un desfile de cubos llenos de ropa sucia y esta máscara de esposa de un ferroviario con malas pulgas, torcida como una mueca. Cuando logra recuperar las riendas de su destino, Violeta tiene ya treinta años y una sed que parece imposible de calmar. El mundo se abre ante ella sin contornos definidos, todo sembrado de ilusiones y oportunidades nuevas, y decide adentrarse en él con el aliento de una exploradora.
Lo más satisfactorio es comprobar que la garganta no se ha oxidado. Que la voz sigue brotando pura pese a las primeras abolladuras de la vida, y que el canto es todavía aquella piedra pulida por el mar de sus veinte años. Si dejamos de lado las inclemencias propias de la errancia constante, no puede decirse que las cosas vayan del todo mal: Violeta disfruta participando en talleres de canción española, hay pocos certámenes de canto que se le resistan y acaba de afiliarse al Partido Comunista, sellando así una toma de conciencia social cocinada a fuego lento. Por lo demás, se muestra despreocupada en lo que respecta a la necesidad de crear un repertorio propio. A partir de 1953, y durante los siguientes cinco años, el proyecto más importante de su vida se construirá sobre el terreno de la memoria campesina y minera, desenterrando en pueblos remotos un legado musical que únicamente pervive en los recuerdos de los ancianos y ancianas de los campos chilenos.
Violeta sube montañas y desciende valles, equipada únicamente con un lápiz romo y un viejo magnetófono que no deja de toser. Pregunta, hilvana pistas, llama puerta por puerta, convertida en una médium que rastrea canciones esotéricas sin registro fonográfico previo. Con un poco de suerte, alguien con la edad suficiente como para recordar lo que todos han olvidado, localiza en algún pliegue de su memoria una canción cubierta de polvo y permite que esta visitante curiosa y entusiasta la grabe en una de sus bobinas. Por la noche, Violeta se impregna del material recopilado (mazurcas, valses, polkas, cantos a lo poeta tradicionalmente interpretados por hombres) y saluda al sol habiéndolo memorizado palabra por palabra, nota por nota. Siempre es una búsqueda solitaria, sin respaldo financiero y marcada por la indiferencia de las instituciones. Junto con la alegría del descubrimiento, surgen nuevos rasguños en el ánimo: Violeta regresa a Santiago con el mayor inventario conocido de la música popular chilena, pero a nadie parece importarle lo más mínimo.
En realidad, sus aportaciones están permeando de forma lenta en el tejido cultural del país, y tendrá que pasar algún tiempo hasta que el pueblo las asimile y empuje hacia la memoria colectiva. El trabajo de difusión de Violeta resultará fundamental durante este proceso. En primer lugar, a través de su labor como conductora del programa radiofónico Canta Violeta Parra, en el que desentraña el origen de las canciones que ha excavado campo adentro, además de revivirlas en su propia voz. Será en este espacio donde popularice su estilo: ese característico caudal de agua cristalina en la garganta, un arco emocional de amplio rango y el sentido del deber social cada vez más afilado. Después llegan las primeras grabaciones, con un seminal ciclo de discos que compendian canciones de muy distinta procedencia: algunas directamente arrancadas de la tierra y otras con crédito de la propia Violeta, aunque partiendo siempre de materiales encontrados en el acervo popular.
Mediada la década de los 50, su rastro se desperdiga a lo ancho del mundo. El eco de su voz ha causado una gran impresión en Europa y esto hace que se multipliquen los compromisos y las promesas. El único problema es que Violeta está anclada en Chile: hace tiempo que se ha vuelto a casar, la descendencia va en aumento y, para colmo, su hija pequeña está incubando una neumonía. Cuando llega una invitación para participar en el Festival de las Juventudes Comunistas en Varsovia, se produce una tensión moral que Violeta desenreda con un ajetreo de maletas, un largo viaje y un baño de multitudes. A su regreso, durante una escala en París, la artista recibe como una palada de tierra fría la noticia de que la pequeña Rosita Clara acaba de morir. En los siguientes años se agotan las preguntas, las oraciones, los consuelos. Continúan los viajes, pero cada vez más bajo la forma de una huida, como queriendo esquivar desesperadamente el escozor de la culpa.
Puesto que la vida comienza a deshilacharse, urge la necesidad de restituirle el relieve y la silueta. De esta labor de mapeo nacen las Décimas Autobiográficas, un amplio desván de memorias fragmentarias en formato de décimas espinelas, que Violeta ensambla con una intrincada técnica de collage narrativo. El resultado tiene bastante de fresco histórico, de libro de viajes, mucho de exorcismo y una voluntad final de obra-bisagra. De algún modo, Violeta está entornando la puerta de su etapa como investigadora del folklore y mutando en lo que definiríamos de modo algo impreciso como una cantautora. Pero las Décimas Autobiográficas van mucho más allá de lo que vulgarmente se conoce como un trabajo de transición: al margen de su minuciosidad formal, se trata de la creación que mejor transparenta las entrañas de su autora, además del tiempo y el paisaje que le tocó habitar.
En 1965, una vez más, Violeta se reencuentra con Chile. Vuelve con el pasaporte echando humo y tras haber dejado una placa con su nombre en el Museo de Artes Decorativas del Palacio del Louvre. En París, los titulares hacen referencia a la primera mujer latinoamericana que ha logrado alojar una exposición individual de tapices, oleos o arpilleras en el histórico museo. Ahora esa mujer se interna en su patria como un canario dentro de la mina, cargada de letras que funcionan como detectores del aire intoxicado de injusticia que atraviesa el país. Todas ellas conforman un repertorio arisco, espinado, que borra de un plumazo la imagen bucólica de Chile difundida por los falsos folkloristas disfrazados de huasos. Para Víctor Jara, Quilapayún y la joven generación que está definiendo el movimiento de la Nueva Canción Chilena, esa verdad ardiente ha adquirido una dimensión de faro: Violeta les ha transferido un archivo, un lenguaje, una conciencia, y la decisión de que sea ella quien guíe su rumbo se implanta de forma natural en el seno del grupo.
Desconocen que todo en Violeta se ha exiliado ya a lugares remotos y que sus gestos más recientes llevan la rúbrica de un testamento: su álbum de 1966 se titula ‘Las últimas composiciones’, y temas como “Volver a los 17”, “Maldigo del alto cielo” o “Gracias a la vida” tiemblan con el escalofrío de quien pasa su última noche a la intemperie.
En realidad, Violeta duerme por última vez en La Carpa de La Reina, a las afueras de Santiago. Se trata de un centro cultural de inspiración circense que la artista ha imaginado como su enésimo proyecto de participación colectiva, pero que vierte dinero y desinterés público por todas sus costuras. En un rinconcito, a solas, le ronda la traición de su última pareja, un hombre que no era quien decía ser, y que le dejó con esta punzada inconsolable en el pensamiento. Luego, la idea del revólver. Y semanas después, el poema de Atahualpa Yupanqui: “Ya no le cabían en la cabeza los pájaros azules / así fue que un mediodía de extraña luminosidad / les abrió un trágico orificio de escapada / y los pájaros azules se fueron, pero le llevaron la vida”.
Este artículo fue publicado en el número 5 de #PikaraEnPapel, que puedes conseguir en nuestra tienda online.