Los hombres me protegen de cosas | Viajar sola
Marina Marín
Sí señor, viajo sola. No señor, no necesito que me proteja.
El momento en que levantas el dedo al lado de la carretera para hacer autostop, observando los coches pasar sin saber si te esperan 5 minutos o 5 horas de espera, es […]
Marina Marín
Sí señor, viajo sola. No señor, no necesito que me proteja.
El momento en que levantas el dedo al lado de la carretera para hacer autostop, observando los coches pasar sin saber si te esperan 5 minutos o 5 horas de espera, es un momento de sentimientos encontrados. Podría traducirlo, quizás, en una mezcla de adrenalina y sentido del ridículo, sonriendo con cara de inocente a todos los coches que pasan por tu lado y que te observan entre divertidos y extrañados al verte allí en medio de la nada. Quizás también impaciencia. Quizás también emoción. Incluso quizás incertidumbre.
Pero no le pondría a ese sentimiento el nombre de miedo. Ni a mí se me ocurriría ponerme el título de valiente. Plantada allí en medio con el aspecto destartalado que te da el continuo movimiento no me corresponde precisamente con la imagen que tenemos de las heroínas de película. Y sin embargo, la tercera pregunta después de saltar dentro de un coche hacia tu siguiente destino suele ser la siguiente: ¿y no te da miedo viajar sola?
Está contado. La tercera. Después del dónde vas y del de dónde eres. A veces antes del nombre. – ¿No te da miedo subirte al coche de un desconocido? – Pregunta que me deja perpleja porque el que te lo pregunta es precisamente este desconocido. Los asesinos o violadores en serie no suelen preguntarte si les tienes miedo. ¿Debería desconfiar de usted?
Respondes como puedes a la pregunta, sin saber muy bien que es lo que quieren escuchar. ¿Estarías allí en la carretera esperando si tuvieses miedo? Respeto sí, precaución sí, cuidado también, pero ¿llamarlo miedo? Llamarlo miedo lo convierte en una acción no deseada. Y yo, y nadie más que yo, ha decidido estar hoy aquí.
El siguiente comentario suele ser algo parecido a “Pues yo no dejaría a mi hija hacerlo nunca”. Pues muy bien señor. Pues quizás tenga usted la suerte de que a su hija le guste quedarse en casa. O viajar en avión o en jet privado. O quizás no, y entonces ahí puede que tenga que tragarse sus propias palabras.
Y es que mientras que en las redes hay un movimiento enorme de mujeres que viajan solas, en la vida real parece que aún hay gente a la que esto le chirría un poco. ¿Viajar sola? ¿Por qué? ¿No tienes nadie que te acompañe? Mejor búscate alguien –por alguien suele entenderse un elemento masculino, porque claro, dos mujeres sigue siendo igual de peligroso– que te de seguridad. Que te proteja. Vamos, que no te eches novio, que te eches guardaespaldas.
Muchos de estos consejos vienen del fondo del corazón, con la mejor intención del mundo, y lo único que quieren es que estés segura. Pero aquí vienen las preguntas: ¿Por qué tengo que sentirme siempre insegura? ¿Por qué el viaje debe estar impregnado de alertas –cuidado con quien hablas, cuidados con quien viajas, cuidado con quien te subes al coche– que hacen que no puedas desconectar un solo momento?
La impotencia es mayor cuando estos consejos vienen de gente que te quiere. Que se preocupa por ti. Y te das cuenta que, por mucho que tú te esfuerces, para ellos el peligro siempre estará allí acechándote, y lo único que tu podrás hacer será huir de él. ¿Pero cómo? ¿Quedándote en casa? ¿Debes dejar de hacer algo porque se supone que es peligroso? ¿Qué derecho tiene esto a pararte, a detener tus sueños?
Con todo esto, no estoy ignorando que exista un peligro. Experiencias desagradables las hemos tenido todxs, incluso de miedo, incluso de pánico. Pero señor, los peligros de haber nacido siendo mujer no empiezan cuando cruzo las fronteras de mi ciudad. Están en mi barrio. En mi calle. En mi casa. Viajando ni escapo de ellas ni me lanzo a ellas de cabeza.
Por eso, aunque los acojo como simples comentarios de preocupación por mí y sonrío tristemente a la persona que acaba de soltar esas preguntas, cada vez me arde más por dentro en una mezcla de rabia y tristeza. Y no porque ésa persona me lo pregunte, sino por todo el mecanismo que hay detrás y que hace que aquella persona, allí, en ese momento, piense que lo que estoy haciendo yo es peligroso. Que debería tener miedo. Que necesito algún tipo de protección. ¿Por qué es más peligroso para mí por el simple hecho de no tener barba? ¿Por qué debe asustarnos el mundo?
Y así, en línea de la premisa “los hombres me explican cosas” de Solnit, entra en juego algo así como “los hombres me protegen de cosas”. Cosas que ni siquiera tienen nombre, pero de las que debes ser protegidx por tu condición de vulnerable en un mundo terrorífico lleno de peligros. Me ha ocurrido más de una, más de dos y más de tres veces.
Una vez me pararon hasta tres coches mientras hacía autostop, todos insistiendo en llevarme a la estación para que cogiera el bus, ofreciéndose incluso a pagarme el billete. Muchos no entienden que no estoy perdida, que no me he quedado allí tirada. Otra vez, en una manifestación un poco tensa en una ciudad extranjera donde andaba haciendo fotos, un hombre se autoproclamó mi guardaespaldas y me fue persiguiendo como si fuere mi sombra. “Por aquí no, es peligroso”; “No te acerques, no es seguro para ti”; “mejor espera aquí, ya voy yo a ver qué”. A un compañero, que también rondaba por allí, nadie le dijo nada e iba pululando arriba y abajo. Nada parecía peligroso para él, y en cambio todo parecía constituir un terrible peligro para mí.
Mi currículum viajero no es en absoluto extenso, y sin embargo ya no me quedan dedos para contar las veces que he tenido que justificar el hecho de viajar sola. Y aquí intento sacar todas mis armas, defenderme, mostrar que el mundo –el poco que he visto y el mucho que me queda por ver– es mucho más seguro de lo que pensamos, que hay gente buena, que viajar sola me conecta con el resto de una forma especial. Pero a menudo siento que mis palabras caen en un vacío, pues serán recibidas por el otro como una mera declaración de fe, de buenas intenciones, pero el mundo sigue siendo peligroso –dirían– aunque tú te empeñes en cerrar los ojos.
Pero no señor. No cierro los ojos. No estoy ciega. Hay que trabar mucho aún para que este mundo deje de ser peligroso para la gente que lo habita. Pero justamente por eso, ésta es mi pequeña lucha contra este miedo que dicen que debo sentir. Que debería pararme. Que debería llevarme a buscar protección. Es mi pequeña lucha para demostrarme que la única manera de reírse del miedo es empujarlo con fuerza a un lado y hacerlo. Porque me permito sentir miedo, me permito desconfiar, me permito dudar, pero no me permito que esto signifique quedarme quieta. Porque esto es lo que quiere en última estancia el miedo: paralizarte, y en una regla de tres incrementarse cada vez más como menos te mueves. Es mi pequeña lucha para defender nuestro derecho a no tener miedo.
Mi deseo es que viajar, y viajar sola, no deba ser coraje, no deba ser miedo, no deba ser nada nada valiente o loco, sino que vuelva a ser verbo, raso y sencillo, vuelva a ser viajar y punto. Ni más ni menos, viajar.