Quiero ser Santa

Quiero ser Santa

El nombre de nacimiento es ese contrato que no firmamos. Yo prefiero pensar que el nombre es más una invocación que un destino. Si nuestros cuerpos e identidades cambian, ¿por qué no pueden también hacerlo nuestros nombres?

Imagen: Gorka Olmo
05/12/2018
Ilustración: Gorka Olmo

Ilustración: Gorka Olmo

-¿Y tú? ¿Cómo te llamas?

A mí me llaman Santa (y no lo soy, esa es parte de la gracia).

A menudo, cuando me presento, lo de “Santa” suena raro y me preguntan por mi nombre REAL (que, por cierto, es más real sólo porque figura en mi DNI).

– No, ahora en serio. ¿Cómo te llamas?

Es una situación muy extraña a la que aún no sé contestar. Sé que casi nunca va con malicia y que es pura curiosidad, pero algunas personas necesitan saber qué nombre figura en tu carné de identidad. Como si fueran funcionarias improvisadas en la barra de un bar.

A todo esto, ¿sabes lo que es un dead name (nombre muerto)?

Es el nombre que ponen a las personas trans cuando nacen. El que no eligieron.

El nombre “de antes”.

(Aprovecho para recordar que NUNCA se ha de preguntar a alguien cómo se llamaba alguien antes de transitar).

¿Por qué? Por el poder de un nombre.

Imagina por un momento que cada vez que no te hubieran dejado ser tú misma, te hubieran repetido una palabra. Como una bofetada de “realidad”. Una palabra en concreto y, a cada una, la suya.

Tú eres tu nombre REAL. Y es que un nombre es mucho más que una palabra. Sin ir más lejos, en un lenguaje sexado (como el nuestro), llamarte Víctor o llamarte Victoria ya genera una expectativa vital.

Azul o Rosa. El nombre de nacimiento es ese contrato que no firmamos.

Yo prefiero pensar que el nombre es más una invocación que un destino.

Una especie de “hechizo”. De hecho, el nombre es esa palabra que usamos para evocar un cuerpo. Decimos “mi amiga María” para referirnos a esa cara, esa piel, ese pelo… Pero si nuestros cuerpos e identidades cambian, ¿por qué no pueden también hacerlo nuestros nombres?

La necesidad de matar ese “nombre muerto” nos regala a las personas transgénero la capacidad de elegir uno nuevo. Nos permite darnos cuenta de que el derecho a (re)nombrarnos es también nuestro.

Por eso, deberíamos ser conscientes de que los nombres no los pone un ministerio, ni su validez reside en la partida de nacimiento.

Nos hemos creído que el nombre nos viene dado y que debe permanecer inalterado. Que Asier es el real y es para siempre y que Santa es artificio. ¿Por qué?

Estoy segura de que, si nos rebautizáramos de vez en cuando, nos permitiríamos generar identidades más fluidas y nos tomaríamos un poco menos en serio.

Soy consciente de que cambiarse el nombre a los veintidós puede parecer un sinsentido. Ganas de marear. Sobre todo, porque yo no lo vivo como algo definitivo. “Asier no existió, a partir de ahora será Santa para siempre”.

En mi caso, no van por ahí los tiros.

En estos años, yo he cambiado tanto que siento ser alguien distinto y por eso prefiero Santa (al menos, de momento).

Elegí ese nombre porque era mi mote en el colegio.

Santa viene de Santamaría (mi apellido), pero con una C de por medio.

Me llamaban Santamari(c)a.

Sí, yo fui uno de esos niños a los que “se les notaba mucho”.

Antes ese nombre dolía pero ahora lo celebro y lo siento más propio que el del censo.

Me dio por pensar en todo esto el otro día, mientras esperaba a una amiga. Habíamos quedado en mi casa y el timbre sonó diez minutos antes de lo previsto. Abrí la puerta mientras le decía por el telefonillo: “Sube, me estoy vistiendo”.

Son cinco pisos hasta mi buhardilla, así que cuando abrí la puerta ya estaba lista.

En el descansillo, una señora latinoamericana de unos cincuenta. Yo, flipando.

“Soy testigo de Jehová y venía a hablarle de Dios”, me dijo.

Yo esperaba a mi colega, no a la versión latinoamericana de Chus Lampreave en Mujeres al Borde de un Ataque de Nervios. Tras un par de segundos, le dije que le agradecía la visita pero que soy homosexual y que quizás no fuera su público objetivo. (Lo de homosexual se lo dije para que me entendiera, yo prefiero decir que soy marica, pero bueno).

La señora me miró, sonrió y me dijo: “Yo hablo con todo el mundo”.

Me pareció tan honesto que le contesté: “Pues si usted habla con todo el mundo, yo también”.

Hay un grupo de música alemán, Tocotronic, que tiene una canción llamada “The idea is good, but the world isn’t ready yet”. Habla de un mundo en el que podríamos hablar con los extraños por la calle. En el que la gente se mirara a los ojos y se contara cosas sin prejuicios (o más bien, impidiendo que los prejuicios no nos dejen escucharnos). Y es que esto no va de ir de buena persona por la vida. Los prejuicios siempre estarán ahí, todas los tenemos. La señora los tenía de mí y yo de ella. A fin de cuentas, éramos una travesti y una testiga de Jehová con una puerta entreabierta de por medio. Como salidas de una escena de Almodóvar y, sin embargo, ella quiso hablar conmigo y yo la invité a pasar.

Tomamos café y me propuso acompañarla a unas lecturas de la Biblia en las que me enseñaban a entender la palabra de Dios correctamente. Yo le contesté que lo de “entender la Biblia correctamente” no iba conmigo y que prefería hacerlo por mi cuenta. A ella le gustó la respuesta y me preguntó si podía volver el mes que viene.

Le contesté que sí.

Antes de irme, me preguntó por mi nombre. “Santa”, contesté en automático.

Me di cuenta al instante de que la había cagado. El poder de un nombre.

La señora se ofendió un poco y se sorprendió mucho. Sonaba a que le estaba tomando el pelo. Me miró, extrañada. No le encajaba mi burla porque nos habíamos tratado las dos con mucho respeto en todo momento, entendiendo nuestras diferencias. Al ver su reacción, suavicé las cosas y le dije que era por mi apellido. Eso sí, la C que me pusieron en el colegio, me la ahorré. No lo habría entendido.

“Santa de Santamaría” le dije, a lo que ella se sonrió y me bendijo.

Volverá el mes que viene, pero yo ya me habré ido del piso.

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