La revolución opaca
¿Qué hacen unas travestis en una manifestación antifeminista de Hazte Oír y VOX? Esa desconcertante escena genera un tiempo muerto necesario en una cultura de la viralidad que neutraliza la complejidad y la incoherencia. La autora reivindica la escucha y la capacidad de convivir con la extrañeza.
Si hay una máxima en Internet es que, digas lo que digas, te insultarán por ello.
Bombardeadas de información, necesitamos clasificar todo lo que nos rodea en dicotomías “bueno/malo”, “blanco/negro”, y así poder darle al “me gusta” o condenarlo. Este proceso de juicio constante nos ha llevado a una simplificación de los discursos. No hay espacio para la complejidad, la opacidad. Ni en las redes, ni fuera de ellas.
Exigimos transparencia.
Pero, de vez en cuando, suceden cosas que nos desconciertan.
El pasado 10 de marzo, Hazte Oír y Vox protagonizaban un amago de manifestación antifeminista. Apenas doscientas personas se reunieron en Madrid en contra de la “apropiación del concepto de mujer” por parte del 8M. Mimetizados en el ambiente, un grupo de travestis sujetaban pancartas, con lemas reaccionarios como “Reconociendo nuestras diferencias” o “En femenino sí, pero en masculino también”. Mis amigas maricas estallaron en Facebook. ¿Quiénes eran esas fachas maquilladas? ¿Por qué voceaban los cánticos antifeministas? ¿Sería el brazo LGTB de VOX cogiendo fuerza?
La respuesta a esta foto tan atípica viene de la mano de Homo Velamine, un colectivo ultrarracionalista cuyo objetivo es la erradicación del cuñadismo en España. Homo Velamine juega al despiste. Con campañas como “Hipsters con Rajoy” o “Feministas con Esperanza Aguirre (FEA)”, consiguen colarse en espacios y, desde una fingida neutralidad, ridiculizar todas las posturas. Nos hacen preguntarnos “¿van en serio o me están vacilando?”, y eso es un verdadero contraataque al imperativo de transparencia.
Querida lectora, lo que está matando la riqueza del debate en la actualidad no es la corrección política, sino el imperativo de transparencia. Sé que suena complicado. Mejor damos un rodeo.
Primero, aclarar términos: la “corrección política” es ese concepto que las no-minorías han inventado para protestar porque ya no se pueden hacer chistes de negros, maricas, putas o discapacitados. Sin embargo (y esto también es cierto), a la hora de expresar una opinión en público hay que andar pisando huevos. Todo es malinterpretable, no se puede hablar de nada sin que alguien lo reduzca al absurdo y lo use para llamarnos feminazis o fachas, dependiendo del contexto. Pero la causa no es la corrección política, repito. Es la transparencia que incita relatos simplistas y dicotómicos, reforzando una retórica de “nosotras” vs. “ellos”.
Todo esto tiene mucho que ver con cómo producimos nuestra identidad.
[sc name=”suscribete”][/sc]Hay un etapa de la infancia, entre los dos y los tres años, denominada “la edad del NO”.
El otro día, por ejemplo, le pregunté a mi prima de dos años y medio si quería un caramelo y contestó que no (pero, a la vez, extendió su mano abierta, esperando que le diera uno). Esta etapa de rabietas, la primera adolescencia, se debe a la necesidad por diferenciarse del entorno y empezar a percibirse como un ser autónomo de las madres y/o padres. La producción de la identidad necesita de la negatividad del NO, de la misma forma que nosotras mismas sabemos poco de quién somos, pero sabemos muy bien qué NO somos.
De las pocas cosas que tengo claras sobre mí misma, es que soy millenial.
He pasado más horas delante de una pantalla que cualquier otra generación antes de mí. Además, las redes sociales tuvieron un gran peso en mi adolescencia. Por todo ello, la producción de mi identidad está necesariamente ligada a mi “ciberidentidad”. Cada vez que me describo en Tinder, opino por Twitter, comento en Facebook o subo una foto a Instagram, estoy produciendo mi (ciber)identidad.
Le estoy diciendo al mundo (y a mí misma) quién soy.
Ahora, hagamos un pequeño análisis de estas redes sociales. Casi todas ellas orbitan en torno a dos interacciones: “Compartir” y “Me gusta”. Ambas son interacciones que destilan positividad. Incluso Facebook, que ahora nos permite enfadarnos, entristecernos o sorprendernos, no admite el botón de “No me gusta”. En teoría, lo hacen para evitar el linchamiento, pero puede que esa ausencia de negatividad sea realmente la que genera, en parte, esas dinámicas de ciber-odio.
No te agobies si no me sigues. Usemos un ejemplo:
Twitter: Un hervidero de odio, cuñadismo y machitrols.
Twitter reduce la complejidad del discurso político a una proclama facilona y panfletaria.
144 caracteres, una especie de canapé ideológico, preparado para el consumo rápido.
Puro capitalismo intelectual. Twitter es, además, la fábrica discursiva de las millenials. Para todas las ideologías, ¿eh? Desde las transfeministas hasta los fascistas pasando por marxistas o veganas, las millenialls politizadas adquieren su discurso a través de Twitter. Es decir, esta red social es una de nuestras principales herramientas de producción de (ciber)identidad política.
Una vez más, en Twitter podemos interactuar de tres formas.
“Me gusta”, “Compartir” (retuitear), o “Responder”. Todas ellas, de nuevo, destilan positividad.
Ya hemos hablado de cómo la identidad necesita de la negatividad del NO.
Sin embargo, nuestras máquinas millenials de producción de (ciber)identidad no la permiten.
Como dice Byung Chul-Han en ‘La sociedad de la Transparencia’, la negatividad, la opacidad, no son interesantes para el capitalismo porque generan una parada, una ruptura.
¿No te ha ocurrido nunca que estás discutiendo con una amiga y el mundo se para un poco?
Una discusión acalorada, quizás porque ha hecho o dicho algo que no entiendes, que te molesta. Por Twitter, le mandarías a paseo, pero estáis ahí, cara a cara, y es tu amiga. Quieres aclarar las cosas así que te calmas, coges aire y la escuchas con la mente abierta.
La negatividad que te genera esa situación, la frustración, te mueve a detenerte y hacer ese esfuerzo de escucha. Es más, a menudo, por mucho que lo intentes, la discusión acaba y no habéis terminado de entenderos y el aire se queda un poco enrarecido, pero le das valor a su autonomía y le dices: “No entiendo por qué lo haces, pero te dejo hacer”. La autonomía es opaca, no depende de una comprensión transparente.
Y es que madurar también tiene un poco que ver con eso, con aprender a convivir con la extrañeza de la negatividad y darle valor a la autonomía de las personas que nos rodean.
Ese tiempo muerto que genera la negatividad no es interesante para el capitalismo.
El capitalismo siempre quiere MÁS y MÁS RÁPIDO. Quiere encontrar cosas que te gusten para poder vendértelas y quiere que las compartas para que le gusten a más gente y así ampliar su mercado. La positividad se convierte en una especie de virus que se extiende con cada retuit, con cada like.
Pero ¿y la negatividad online? ¿Cómo la canalizamos?
Pues, ya que no tenemos un botón, lo hacemos linchando.
Entrad en la sección de comentarios de cualquier foro, noticia o video y veréis a qué me refiero.
Hemos generado colectivamente la necesidad de señalar todo lo que nos genera negatividad, extrañeza. Hemos aprendido a condenarlo y apartarlo. A negar su validez y su existencia. Llegadas a ese punto, es muy fácil pasar a insultarlo o desear su muerte. No saber convivir con esa negatividad hace que internet se convierta en un tubo de escape de odio y fango.
Aquí termina el rodeo. Espero que ahora me entiendas mejor cuando digo que este sistema no nos permite detenernos a hacer análisis profundos de lo que nos rodea. No es materialmente posible, no tenemos tiempo. Estamos sobresaturadas de información, de “me gustas”, whatsapps y fake news compartidas por nosotras mismas. Necesitamos filtrar todos esos mensajes para poder posicionarnos políticamente y es aquí cuando, por fin, llegamos al “imperativo de transparencia” del que antes os hablaba.
La pornografía dialéctica de los 144 caracteres.
Queremos que nos lo den todo bien masticadito. Exigimos que todo esté bien masticadito.
Y, para eso, reducimos complejidades. Convertimos la historia en un cuento de buenos y malos, alisamos cada arista y cada borde para hacer que la vivencia sea panfleto, propaganda.
Así, no tenemos que detenernos a escuchar y podemos seguir gustando y compartiendo lo afín o linchando lo contrario. Así, la extrañeza de la negatividad no detiene nuestro delirio capitalista, sobrecargado de positividad, a punto de infartar, como una cámara de eco.
Por todo esto me parece tan interesante la propuesta de Homo Velamine.
Porque su falsa neutralidad genera un tiempo muerto, aunque sea desde la parodia. Una negatividad a través de esa pregunta “¿Me están vacilando?” que todas nos hacemos al ver sus acciones.
Porque mis amigas maricas se preguntaban si eran los LGTB de VOX, pero, al mismo tiempo, las señoras de Hazte Oír dudaban de si eran travestis feminazis camufladas, dispuestas a reventar su evento.
En un mundo cada vez más simplista, que niega nuestras complejidades y nuestras incoherencias, tenemos que empezar a plantearnos que no todo es tan fácil. Darle valor a detenernos, escucharnos y disentir. Aprender a convivir con la negatividad y la extrañeza.
Renunciar al discurso patriarcal del blanco y el negro y generar un devenir en la escala de grises.
Porque no podemos, ni debemos, entenderlo todo.
Porque, si la transparencia es un imperativo, la revolución será opaca, o no será.