Un viaje en guagua con Margarita García Robayo

Un viaje en guagua con Margarita García Robayo

Las mujeres tienen la subjetividad adosada como una tortuga su caparazón, pero la objetividad es una farsa. 'Primera persona', un conjunto de narraciones autobiográficas de la novelista colombiana, es universal.

Texto: Andrea Abreu
17/04/2019
Portada de 'Primera persona' en la edición de Tránsito

Portada de ‘Primera persona’ en la edición de Tránsito

El mismo señor pálido de unos sesenta —que parece salido de las fotos de moteros de Alberto García-Alix, con chaqueta de cuero, zapatitos de cuero, levis gastados, olor a naftalina, dientes separados, amarillos, barba rala, cremosa— se sienta a mi lado y me pide disculpas por posar su culo sobre mi bufanda. Abro mi libro, Primera persona (Tránsito Editorial, 2019), de Margarita García Robayo, y me acomodo en la segunda fila de asientos del lado izquierdo de la guagua, —porque, según yo, es el mejor sitio— y me preparo para repasar algunas de las cosas que he ido subrayando estas semanas.

Mientras reviso las páginas, observo que de pie, delante de mí, está como cada día la señora del carro de la compra, que siempre se encuentra con su amiga, y se dicen que cuánto tiempo sin verse, que cuánto tiempo, aunque se hayan visto casi todos los días de la semana a la misma hora en la misma guagua con el mismo guagüero. Las veo cruzar miradas, y continúo: “Al luchar contra las imágenes que me han impuesto de lo femenino, también estoy luchando contra parte de lo que soy: cuesta desaprender, es un desgarro permanente pero necesario”. La señora del carro espera de pie y no se sienta porque aunque sea anciana siente que no tiene el derecho de hacerlo, que no puede quitarle el sitio ni siquiera a alguien joven y fuerte, porque su madre la lanzó al mundo para molestar poco. Ese es su cometido: no importunar, no hacer ruido, ir silenciosamente por la vida facilitando el camino de los otros. Y pienso que todo lo que hace García Robayo en este libro es lo contrario a no molestar. Que cuando una lee este libro se va con algo cambiado del cuerpo: una célula movida de sitio, un órgano, un pelo de la ceja. Kafka decía que los libros tienen que ser como un hacha que rompa el mar helado que tenemos dentro. Irse calmada de un libro no es una buena forma de irse de un libro. Hay lecturas que trastocan nuestra forma de ver las cosas y siento que este es uno de ellos. Recuerdo textos semejantes que me despertaron por dentro: Llamada perdida de Gabriela Wiener es un caso. La misma Margarita menciona un libro de Wiener dentro de Primera Persona (Nueve lunas).

Sigo: “La tristeza se agiganta cuando para referirse a la subjetividad que contiene cualquier texto de cualquier autora se le apellide indefectiblemente con la palabra femenina. ¿Lo masculino no tiene subjetividad? Pero no solo eso, la subjetividad es algo que contiene demasiada aristas, es el filtro con el que el individuo comprende y construye el mundo; que responde a su bagaje (cultural, académico, sociológico); a su grado de pertenencia a determinada geografía, a determinada ideología, a determinado tiempo y a tantas otras cosas. La subjetividad existe más allá de la conciencia que uno pueda tener de ella. No es justo que un texto escrito por una mujer solo pueda tener una sola: femenina”. Oigo un grito. Leo —el niño al que su madre alecciona todos los días para que trate de contener sus impulsos violentos hacia su hermano Mario— ataca de nuevo. Yo sé que él lo intenta, se ve que hace un esfuerzo por no pegarle. Es un trabajo de muchos años aprender a contener las ganas de golpear a la gente que no nos gusta. Pienso que la guagua es un lugar lleno de primeras personas, de subjetividades: el niño que se da golpes contra los barrotes, el otro niño que no para de gritar letras de canciones inventadas, la estudiante de filosofía que comparte apuntes de Heidegger, la niña que dice que los caballos no le dan miedo, que le dan sonrisas, la señora que nunca llega a tiempo a agarrarse de las barras. Mientras leo, la guagua continúa su curso con decenas de historias individuales en su interior. El libro de Margarita García Robayo es como una guagua de historias únicas: sobre los límites de la locura —sobre todo cuando se habla de mujeres—, sobre la ansiedad por relacionarnos con los hombres, sobre las mudanzas, sobre el mar, sobre las maternidades, sobre el feminismo, sobre la tradición pesada que nos han dejado nuestras madres y abuelas, sobre el aprendizaje sexual. La escritura de Margarita García Robayo es como un tambor, tam tam tam, cada frase es una estructura perfecta, como una canción de la infancia cristalizada en el hipocampo. Cada palabra es su justo sitio, cada imagen nos arrastra a núcleo del ser, a nuestro propio núcleo.

Viendo a toda esta gente pienso en el título del libro, y en la cita que acabo de leer, y se me ocurre que hablar en primera persona está mal visto, o más bien: hablar de forma sincera en primera persona, está mal visto. Por alguna razón mucha gente cree que es un síntoma de vagancia. Que es mucho más fácil decir yo recuerdo, yo sentí, yo dije. Pero la primera persona, cuando de verdad llega al centro de la experiencia, puede ser una persona radicalmente distinta, profundamente política. Si algo aprendí leyendo Cómo acabar con la escritura de las mujeres de Joanna Russ (Editorial Dos Bigotes, 2018) es que, en este mundo, cuando las mujeres dicen yo es como si directamente se colocasen dentro de la categoría de lo confesional y, desde los medios —incluida yo misma—, de forma automática se asume que su experiencia, la que cuentan en textos hermosos, llenos de vida —o en textos mal escritos, feos—, no es universal, sino marginal, particular, de mujeres, subjetiva. La idea de confidencial implica que, allí donde la mujeres hablan desde un yo auténtico, lo que cuentan es tan personal, íntimo y embarazoso para el mundo, que necesitan de alguna especie de absolución. Las mujeres tienen la subjetividad adosada como una tortuga su caparazón, pero la objetividad es una farsa. La objetividad es hombre, blanca, cishetero, paya, neurotípica y no discapacitada por la sociedad. La primera persona de García Robayo es universal. Tan universal como el sentido básico del cuestionamiento y la rebeldía. Universal cuando habla de sus pezones con problemas para dar leche, de su tendencia a tener novios mayores de edad, de la agresión de un chico a su amiga, de la supuesta locura de su madre, de su relación posesiva con su padre.

Llego a la última parada. Abajo, en la calle, me espera la luz solar gastada de un barrio de Madrid. Antes de levantarme del asiento, miro a mi izquierda: a través del vidrio veo a otras personas que se dirigen hacia sus puestos de trabajo. Recuerdo algo que leí en el libro: “‘Adonde vayas —me dijo mi fugaz y caribeña María Von Trapp, señalando el perímetro de la ventana— busca siempre una ventana que te guste’”. Supongo que hay libros que también son ventanas.

Puedes leer el comienzo de este libro aquí


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