Entendiéndo(me) para acompañar la fragilidad
A veces parece que nos cuesta entender la apuesta radical que hacen algunas compañeras por cuidar. Helena llevaba poco tiempo con su novia cuando a ésta le detectaron cáncer. Nos acercan a su vulnerabilidad y a sus miedos en este texto.
En las últimas semanas, estoy necesitando escribir para entender las cosas que me afectan.
Me decido a hacerlo hoy.
Martes, 10 de diciembre.
Mañana llega uno de los días más esperados, han sido y serán muchos, de todo tu proceso de tratamiento. Mañana te dan los resultados y necesito escribir para entender.
Esta tarde hemos quedado, hemos hablado de miedos. Pero poco, que nos asustamos, más tú, obvio, siempre más. No queremos anticipar nada malo, eso no ayuda. Además, sabemos que no va a pasar, nos convencemos la una a la otra de que todo va a estar bien. Hablamos, hablamos, hablamos. De lo cotidiano. Y yo te confronto. Y tú a mí. Poder enfadarnos es algo para lo que tratamos de darnos permiso, nos cuesta a ambas, pero lo hacemos. Intentamos hacerlo con delicadeza, aunque algunas veces no nos resulte fácil. “¡Aquí estoy yo!”, nos decimos, poniendo sobre el tapete nuestras diferencias.
Te hablo especialmente de muchas cosas que he ido pensando, traduciendo, de sentimientos a ideas, que explican mis enfados, que me ayudan a situarme/situarnos en este lugar desconocido, nuevo, nunca recorrido y que no tiene vuelta a atrás.
No hay que tener paciencia ni esperar, nada volverá a ser como antes. Nunca lo es. Pero tras esto, menos.
Estoy en el Teatro La Abadía viendo Próximo con una amiga. Y, sentada allí, escucho a uno de los protagonistas frases que parecen dedicadas a mí, a ti, a nosotras, a tantas otras nosotras: “Ella ha atravesado un umbral que la sitúa en otro lugar al que, espero, nunca accederé”. O algo así. No me caracterizo por mi buena memoria. Me esfuerzo durante toda la obra para no olvidar la idea. Bueno, no tengo que esforzarme, la idea, que en la obra no tiene ninguna relevancia trágica ni afecta a ninguno de los personajes, me ha hecho click. Este momento lo clasifico de epifanía. Estos días he tenido varias.
Una con la Butler tras leerla “traducida” por Silvia López. Pero eso tiene que ver con lo laboral. Aun así, te lo cuento. Y me sonríes. Y yo te pido que me des bola, que quiere decir que me des la razón. Y sonríes más aún. Con algo de sorna. Me gusta.
Otra tiene que ver con nosotras, con nuestra sexualidad compartida y los comentarios que genera en las otras. Desde tu operación y sesiones de quimioterapia posteriores, hemos tenido que enfrentar el tema del deseo y de nuestras prácticas sexuales como no lo habíamos hecho antes ninguna. Trato de explicarte cómo me lo he explicado a mí misma. Cada vez que alguien habla de paciencia, que dice que poco a poco, que es normal, que dice que te/me entiende, acabo medio cabreada, sin saber situarlo, sintiendo que me están diciendo que ellas, en mi lugar, entenderían más y mejor, tendrían más paciencia, sabrían cómo colocarlo. Yo qué sé. Y te cuento que, tras mucho rato de caminar el fin de semana por el monte con frío y aire fuerte y la charla con una de mis imprescindibles, tuve otra epifanía. No sé si te lo transmito bien, lo intento: son comentarios que parecen indicar que otras maneras de compartir sexualidad no son posibles, que hay solo una manera estándar, que es a esa a la que hay que volver cuanto antes porque es la válida, a la que se debe aspirar, que fuera de esa no hay posibilidades ni potencialidades. Esa única manera estándar está encarnada en cuerpos generalmente normativos y siempre sanos/poco vulnerables-dañados. Yo he estado ahí situada, y aún lo estoy. Me he construido ahí y desde ahí, ahora sé qué limitado es ese imaginario.
Hablando de otras cosas, aparece la maternidad. Comentas lo rápido que se habla de compartir proyectos de maternidad, lo rápido que la gente se sube al “carro” de ser madre en relaciones relativamente cortas. Y yo tengo otra epifanía que me ayuda a deshacer otro nudo-cabreo: subirse a ese “carro” puede sorprendernos cuando nos lo cuenta una amiga, podemos hasta cuestionarlo (suele ser poquito), pero suele ser bien recibido, entendido (o casi), celebrado (por algunas) y parece que siempre sabemos qué decir y cómo comportarnos. Esto también lo hemos aprendido observando las interacciones de otras, lo hemos visto en películas y lo hemos leído hasta el hartazgo.
Cuando conté que me subía a este “carro”, al de los cuidados de un cuerpo enfermo, después de apenas unos pocos meses conociéndonos y relacionándonos sexo-afectivamente, en general, la respuesta fue el silencio. Yo también respondía con silencios. A mí misma me daba una respuesta con una cascada de explicaciones nacidas de mil sitios para intentar construir una explicación, un argumentario, para mí, para ti, para todas, que diera credibilidad a mi decisión y poderme sentir validada por ti, por mí y por las demás.
Normal. Esto asusta, ninguna lo hemos jugado de pequeñas, no es visible en ninguna parte. Si se puede, ni se habla. Y este silencio autoimpuesto nos encuentra en una especie de desierto sin posibilidad de reconocernos en otras o en la necesidad de sentirnos acompañadas por textos o experiencias que nos cuesta localizar. Pero también es un propuesta de acompañar en algo vinculado (y mucho) con la vida.
Viviendo todo esto te he repetido y he repetido a amigas que me he dado cuenta –me avergüenzo de haber tenido que estar atravesada por esta situación– de lo poco que queremos en nuestra vida los cuerpos dañados, enfermos, con vulnerabilidades fuertes. Y menos aún para vincularnos sexo-afectivamente. También pienso en cómo lo vivirán otros cuerpos desde vidas precarias, sin red, con las limitaciones y el racismo institucional de nuestro sistema sanitario.
Y haciendo de espejo con la maternidad, dos vivencias tan llenas de cuidados, interdependencias, alteraciones grandes de rutinas, vuelven a encajarme piezas que me ayudan a entenderme.
Antes de dormirme acaricio a la gata. Dices que tocarla es terapéutico. Cuando lo dices me río y te llamo exagerada.