Cambiar las terrazas por los hórreos

Cambiar las terrazas por los hórreos

No es lo mismo ciudad entre ciudades, que migrar de la ciudad al campo. De Ciudad de México a Barcelona y de ahí a Sabaxáns. En lo rural, el apoyo mutuo es una práctica cotidiana.

19/02/2020

Sara Guerrero Alfaro ayudando a una vecina en los trabajos de la huerta. / Foto: Sara Guerrero Alfaro

Una cosa fue migrar de la Ciudad de México a Barcelona. Experimenté la crisis de identidad que se suscita al ser ahora vista, antes que nada, como una migrante más del sur. Encima del choque cultural, todo esto se tradujo corporalmente en una novedosa sensación de aislamiento al encontrarme de pronto sola en medio de un lugar del que no sabía nada.

Pero otra cosa fue migrar de la vida de ciudad a la vida rural de una aldea gallega. Cambiar el entorno constituido por edificios, bares y centros comerciales -entorno que comparten las dos grandes capitales culturales en las que viví-, al de casas de piedra entre los montes verdes y bajo los espectáculos que ofrecen a diario los cielos de Sabaxáns, Mondariz.

Yo, que siempre disfruté de los privilegios de una vida citadina de clase media, nunca me creí capaz de vivir en el campo. Pero el destino es una cosa extraña. Mi pareja -la cual conocí en México– es descendiente de una familia de migrantes gallegos que hace más de treinta años abandonaron su casa en la aldea y se mudaron a un piso en la gran Ciudad de México para buscar suerte. Nunca volvieron a Galicia.

Cuando yo viajé a Barcelona para estudiar, mi pareja vino a visitarme a finales de año y aprovechamos su viaje para conocer sus raíces culturales.

Gracias a las redes sociales, la madre de mi pareja aún guardaba contacto con sus antiguos vecinos y parientes, así que al llegar nos encontramos con esa familia lejana y hasta entonces desconocida, la cual nos recibió en su casa con confianza ciega y nos llevó a conocer la casa que fue abandonada hace ya tanto tiempo.

Esperábamos encontrarnos con muros de piedra comidos por el musgo y vigas podridas. Pero la casa aún conservaba el techo, los suelos de madera, la cocina de hierro, la bañera… todo estaba CASI intacto bajo una densa capa de polvo y telarañas. ¡Incluso la nevera funcionaba!

Fue entonces, después del gran recibimiento de su familia lejana y de ver las condiciones de la casa, que mi compañero decidió, sin más pertenencias a cuestas que una maleta de ropa para las tres semanas que en teoría duraría su viaje, no tomar el vuelo de regreso a México y quedarse a vivir en la aldea con el objetivo de levantar la casa de su familia y hacer un cambio radical de vida. Cuando terminé mis estudios en Barcelona, tras varios conflictos con las leyes racistas de extranjería, vine también a vivir a la pequeña casa de piedra en Sabaxáns.

Cuando llegué, no podía creer lo que veía. La comunidad había ayudado a mi pareja de una manera que nunca vi en la ciudad. No sólo le brindaron hospedaje y le regalaron ropa mientras mi compañero pudo limpiar la casa, sino que toda la aldea cooperó para que pudiera pagar la instalación eléctrica. Por teléfono me contaba cómo le habían regalado un colchón, una estufa, una bombona de butano, un calentador, microondas… todo lo bueno que sirviera y les sobrara. También habían ido los mismos vecinos a instalarle el calentador, las llaves del agua y la cocina de leña sin cobrarle un duro.

Sara Guerrero Alfaro ayudando a una vecina en los trabajos de la huerta.- Sara Guerrero Alfaro

Sara Guerrero Alfaro ayudando a una vecina en los trabajos de la huerta. / Foto: Sara Guerrero Alfaro

No llevaba ni una semana cuando pude comprobarlo en carne propia: todos los días Rosa, una vecina, nos traía judías, lechugas y tomates de su huerto; Lourdes nos ayudaba a bajar a la ciudad y nos enseñaba lecciones fundamentales sobre cómo vivir en el campo; María nos invitaba a comer siempre que podía y nos regalaba alguno que otro pollo que mataba; Margarita nos prestaba sus herramientas.

Me llamó la atención ver a muchas más mujeres que hombres. Pude constatar que se vive en la vieja estructura en la que la mujer queda en casa y se hace cargo de las tareas de reproducción y cuidado de los viejos, mientras que los hombres van a las ciudades a trabajar o salen al monte a cazar.

De la noche a la mañana mis días de atravesar la ciudad en bicicleta para tratar de aprovechar al máximo el tiempo, lo que quiera que eso significara, cambiaron por sencillas caminatas vespertinas por el monte, acompañada por las vecinas mayores. Poco a poco, fui escuchando sus historias para descubrir que eran historias de migración. No hay casa en esta aldea que no haya sido tocada por la sombra de la morriña. Me di cuenta de que era una migrante en la tierra de los migrantes.

Mi compañero y yo poco a poco fuimos comprendiendo que el intercambio de favores y de bienes era una práctica común que hacía que esta pequeña parte del mundo girara. Así mismo, esto genera relaciones entre vecinas, las cuales son muy distintas a las de la ciudad. Aquí, los vínculos son casi familiares. El apoyo mutuo es una práctica cotidiana.

También esto resultó una sorpresa y complejizó mi mirada, ya que sabía que Galicia tiene fama de ser en su mayoría una comunidad conservadora. Tras varios comentarios políticos -y otros en los que queda clara la defensa casi ciega de las tradiciones y la religión-, puedo decir que no es una reputación sin fundamentos. Pero me asombra ver cómo es que, a pesar de lo que se comente sobre la forma de gobierno y aunque se encuentre por ahí alguno que otro comentario con tintes fascistas, en la práctica, la cooperación que procura el bienestar general es una forma de vivir que nunca había visto en las grandes ciudades en las que he vivido, por más liberales que hayan sido sus gobiernos.

En El extranjero, de Richard Sennet, pude leer algo que relacionaba la migración con la gran generosidad que estaba presenciando, y que me ayudó a comprender un poco más el contexto: El individualismo económico era el gran peligro de la era de la expansión capitalista que él veía en sus comienzos. Nacionalismo y capitalismo podían marchar de consuno (…) Por el contrario, las esperanzas en un movimiento socialista se apoyaban en los inmigrantes. Su mero desplazamiento les daba la experiencia, o al menos la posibilidad, de mirar más allá de sí mismos y mantener una relación de cooperación con quienes han experimentado un desplazamiento similar”.

La opresión económica en la que vive gran parte de la población rural gallega -porque cabe decir que quienes más nos ayudan no están en una excelente posición económica- es lo que sigue reforzando esta manera de vivir, pero también lo que sigue causando que los jóvenes sigan saliendo, las aldeas vayan quedando vacías y se perpetúe la emigración milenaria de Galicia.

Escribo este texto porque me parece que vale la pena difundir que hay otras maneras de construir la vida. Que hay otros tipos de conocimientos muy distintos a los “necesarios o indispensables” en las ciudades y viceversa.

Incluso el hecho de estar gastando menos dinero y comiendo mejor, porque cosechar la tierra y criar animales puede darnos tanto, nos ha hecho imaginar, a mi compañero y a mí, que algún día podríamos lograr crear una casa autosustentable y desligarnos cada vez más de las alienantes lógicas capitalistas.

Suceda o no, este tiempo que llevo viviendo aquí ha resultado una experiencia sanadora y liberadora. El desarrollo de una sensibilidad aguda del tiempo de la naturaleza me ha permitido hacerle frente a mi ansiedad provocada por la demanda de productividad que me oprimía el corazón durante mi vida citadina. El campo ofrece valores distintos al reconocimiento, el éxito y la competición que se vive en las ciudades. Me ha enseñado que es posible vivir de otra manera, en la que se refuerzan valores sociales que benefician a todas, y por eso es indispensable que se deje de oprimir y demeritar los territorios rurales.

Por ahora, mi compañero y yo queremos colgar una placa fuera de casa en la que conste: “Esta casa se ha construido gracias a la ayuda de los vecinos”. Nuestra situación migratoria -y por tanto económica- es inestable, pero vale la pena apostar por vivir esta experiencia.

Para convencerme de esto mientras lo escribo, no me hace falta más que alzar la vista, mirar el monte verde en el horizonte y respirar profundamente el aire fresco.

Especial #PikaraLab
Este contenido se enmarca en ‘Feminismo desde mi piel’, una colaboración con Mujeres con Voz y Calala Fondo de Mujeres. Financiado por el Gobierno Vasco
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