Cony Carranza Castro: oído, mirada y puente para las mujeres migradas

Cony Carranza Castro: oído, mirada y puente para las mujeres migradas

El jurado ha concedido por unanimidad el Premio Emakunde 2019 a esta educadora popular feminista de origen salvadoreño. La paradoja es que con muchas dificultades puede ejercer su vocación, por las trabas del racismo institucional y social, y porque acá la educación popular ni se conoce ni se entiende.

19/02/2020

Cony Carranza, en un taller. / Foto: Ecuador Etxea

Paseamos por el muelle que conecta Santurtzi con Portugalete, en el que el mar Cantábrico se estrecha hasta transformarse en la Ría de Bilbao. La mañana muta del sirimiri al sol de invierno, pasando por un vendaval que afecta seriamente a la grabación de nuestra conversación, interrumpida más de lo previsto también por la presencia de mi bebé. Cony la atiende con su característico cantadito, su hablar atropellado y su ternura infinita: “¡Porque es una nena preciosa, yo no voy a hacer entrevista, que su mamá trae una tentación! ¿Qué se le habrá hecho su calcetinito? ¡Qué belleza, señor! ¡Yo la quiero chinerar un poquito! ¡Venga conmigo, niña preciosa!”.

Cuenta que en Santurtzi siempre se ha sentido invisible por ser una mujer migrada. Sin embargo, estos meses ha protagonizado noticias en los medios por haber recibido el Premio Emakunde a la Igualdad 2019, un galardón que hasta ahora solo había visibilizado a mujeres autóctonas, blancas y payas. Confiesa que no es capaz de terminar de leer el dossier en el que treinta feministas de Euskal Herria respaldamos su candidatura. Sus ojos vivarachos se llenan de lágrimas. “¡Yo lloro! Fíjate qué cosa más extraña. Lo leo un poco, lo reservo, no puedo… Quizá una tiene una idea más pequeñita de sí misma, más modesta, no sé. Yo estoy convencida de que he hecho eso, pero lo he hecho más en El Salvador. Y lo he aprendido de un montón de actoras, de gente tan anónima…”. Precisamente, si algo destacamos las feministas en ese dossier sobre Concepción Carranza Castro (Santa Ana, El Salvador, 1963) es su humildad y su apuesta por el activismo comunitario que trajo de Centroamérica.

Sus compañeras de militancia la definen como “hormiga que siembra comunidades feministas”, “artesana del acompañamiento”, “lideresa desde el silencio y la precariedad”, entre otras metáforas bellas. Cony es educadora popular feminista, oficio vocacional que, en realidad, a duras penas consigue desempeñar en Euskal Herria.

Por qué salimos

“Yo creo que este premio me remueve porque me lleva a los orígenes”. Cony es hija de una maestra madre sola de la que heredó su vocación. Se tituló en Sociología en 1992, coincidiendo con los acuerdos de paz, con una tesis en la que recogió las historias de vida de campesinas que ejercieron como educadoras populares en plena guerra. Trabajó como maestra en un colegio salesiano y después se volcó en facilitar procesos de educación popular —la corriente de pedagogía crítica derivada de la teoría del brasileño Paulo Freire— tanto en el medio rural como en la ciudad. Se formó en género con el emblemático colectivo Las Dignas, aunque fue en Euskal Herria donde se vinculó con el movimiento feminista.

El siglo XXI le deparaba un cambio de vida. Se divorció de su marido, perdió la casa en un terremoto, mataron a su primo en un robo con violencia y sufrió una gran decepción cuando el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), partido con el que simpatizaba y con el que venía colaborando, perdió las elecciones presidenciales. En medio de la tormenta, una amiga le dijo: “Cony, ¡vea el mundo!”. Siguió su consejo. En 2004 se fue a Inglaterra y después terminó en Santurtzi. Pronto conoció a una integrante de Mujeres del Mundo-Babel y se convirtió en una de las miembras más veteranas y queridas de esta organización que se caracteriza por la acogida y acompañamiento de mujeres migradas. Pero fue en la asociación de mujeres, Garaipen, donde la animaron a aportar su experiencia como educadora popular. Ana Murcia, fundadora de Garaipen, también de origen centroamericano, le dijo: “Esas metodologías son necesarias, no solo con mujeres migradas, hay mujeres de aquí que demandan otras prácticas”. Y así, en 2007 empezó a facilitar grupos de mujeres a este lado del charco.

El jurado le ha otorgado por unanimidad el Premio Emakunde a la Igualdad 2019 “en reconocimiento público a su contribución de más de veinte años al empoderamiento feminista de las mujeres, con especial hincapié en las que están en situaciones de mayor vulnerabilidad, como es el caso de las mujeres migradas” y Emakunde destaca en la nota de prensa “su aporte metodológico para la construcción de liderazgos colectivos”. La paradoja, y otra de las razones por las que este premio la remueve, es que no puede desempeñar ese trabajo de forma continuada. Por ser mujer migrada en un Estado racista y porque la educación popular se conoce y se comprende muy poco en este contexto.

Cony no fue una emigrante económica pero devino inmigrante precaria. Sabe lo que es estar sin papeles, pasar estrecheces para poder mandar dinero a su madre, conoce de primera mano el laberinto burocrático para reagrupar a parientes. No ha podido acceder a empleos estables como educadora y se ha visto abocada, como la mayoría de las mujeres migradas de origen latinoamericano, al trabajo del hogar y de cuidados. Combina empleos cuidando personas ancianas con trabajos esporádicos en escuelas de empoderamiento. “Emigrar es como tener una nueva piel, es probar de otra manera quién eres tú, sacas otros recursos. Hubo ingenuidad por mi parte… No lo vivo con dolor sino con realismo. Estoy en paz con lo que gané en la vida: la seguridad, la libertad de caminar a la noche, no solo para mí sino para mis amadas sobrinas, Larissa y Angie”, concluye.

Cony Carranza (a la dcha.), dinamizando un taller. / Foto: cedida

En el dossier que apoya su candidatura, se menciona que “su propia experiencia migratoria de trabajos precarios y ajenos a sus intereses, pero necesarios para sobrevivir, la han hecho una oyente privilegiada de las experiencias de tantas mujeres”. “Sí, es verdad —concede—. Yo no he sido interna pero he cuidado a personas mayores, a una niña con síndrome de down, a gente muy justa pero también a una señora que me hacía limpiar hincada en el suelo. Eso hace que seas oído y mirada feminista. Entendés, empatizás”.

En cambio, le hace ruido que algunas personas que avalan su candidatura pongan el foco en sus cualidades personales —su alegría y ternura, su inteligencia emocional, su carácter conciliador a la par que rebelde…— y no identifiquen en su forma de trabajo el sustrato que ha abonado los procesos revolucionarios en Latinoamérica. “Creo que no hay mucha claridad del trabajo que hago. Las mujeres me dicen: eso que hacemos contigo… yo fui a otro taller y no lo sentí igual… Eso es la educación popular: cómo nos colocamos, cómo es el uso de la palabra, por qué se usan dibujos, el cuerpo, los juegos, por qué nos preguntamos cosas, por qué intentamos no juzgarnos, pero sí cuestionamos los sistemas y cómo estos atraviesan nuestras vidas y cuerpos. Detrás de mi hacer hay una metodología y unos aprendizajes. Si no se reconocen se cae en el buenismo”, exclama.

— Entonces, para que quede claro, ¿Qué es la educación popular?
— Para mí la educación popular es un proceso de toma de conciencia política que demanda rebeldía y sospecha. Tiene que ser de clase y de género. Es una oportunidad de preguntarte sobre tu vida, de cuestionarte para encontrar respuestas que tienen que ver con prácticas liberadoras. Paulín, vea, Freire decía: la acción, la reflexión, para ir de nuevo a la acción y encontrar los porqués de las cosas. Él hablaba de que las personas se liberan cuando son capaces de tomar conciencia de su opresión, dentro de su misma realidad. Se liberan del papel victimista para caminar y mejorar su vida en comunidad, desde los colectivos y redes. Solas, imposible.

La educación popular exige unos procesos continuamente alimentados: “Si no se sostienen, el sistema patriarcal y neoliberal te vuelve a coger”, insiste. Así que matiza que al trabajo que hace en las escuelas de empoderamiento no se le puede llamar con rigor educación popular. “Aquí hay cosas muy incipientes, de compañeras que han visto pequeños esbozos de educación popular, por ejemplo en la Escuela de Economía Feminista, que es donde tenemos organizada una metodología con mayor base”. En esta iniciativa impulsada por la oenegé Mundubat, ella explica los mecanismos del sistema patriarcal, capitalista y colonial aterrizándolos en las realidades de las mujeres: por qué sus países de origen están empobrecidos, por qué cerro la fábrica en la que una trabajaba, por qué la otra adquirió una deuda para migrar…

Cony tiene la esperanza de estar aportando algo con su trabajo en espacios como los talleres de mujeres migradas que facilita en Getxo con Mujeres con Voz para que las participantes defiendan sus derechos. Recuerda a cada rato las historias que le han confiado las mujeres: la madre con una niña con discapacidad que ha logrado por fin la plata para reformar su casa; la mujer que arrastra el trauma de haber sido abusada por su tío en la infancia; la que tenía un negocio bien bonito, le robaron y ahora tiene una deuda con el banco…“Las mujeres están tan asustadas, tienen tanta culpa… Pero se trata de entender por qué salimos, qué hace que una tome esas decisiones… Y entonces te reafirmás en que has sido valiente”.

Aunque no pretende que todas las mujeres que han pasado por sus grupos vayan a seguir vinculadas a espacios feministas, sí que espera sembrar “semillitas que caigan en tierra fértil, haber dejado un poco la inquietud, de entender cómo funciona el patriarcado, de buscar apoyos, de mantenerse en procesos colectivos”.

Un cuarto propio… abierto al diálogo

Como buena alumna de Freire, a Cony la conciencia de opresión no la conduce al victimismo sino a la emancipación. Celebra que su vida precaria le permita volcarse en la militancia feminista. En Mujeres del Mundo y en Garaipen. En la Marcha Mundial de las Mujeres y en la Carta de los Derechos Sociales de Euskal Herria. “No tengo hijos que cuidar ni un trabajo a jornada completa”. Reconoce que le costó asumir la frustración de no encontrar un compañero de vida. “Conocí a hombres majos pero no entendían mi apuesta por la militancia feminista. Tendría que pagar un precio alto que no estoy dispuesta”. Con todo, se siente a gusto en su universo de mujeres. “Solo me falta pasar a la cama”, ríe. Cuando algunas dan por hecho que es lesbiana, contesta que “quisiera serlo, pero por ahora no, quién sabe si más adelante”.

Fue portavoz de las V Jornadas Feministas de Euskal Herria celebradas el pasado noviembre en Durango y ponente en el debate que más escoció a las 3000 mujeres que participaron en las jornadas: la mesa redonda de decolonialidad. Las activistas antirracistas agarraron el micro para señalar los privilegios y la hegemonía de las mujeres blancas en el movimiento feminista. Cony transita entre los grupos mixtos y los no mixtos, y apuesta por ambos tanto en su militancia como en su trabajo como facilitadora de grupos. “Hay momentos en que tenemos que estar solas, y luego qué bien encontrarnos”. Pero para que el diálogo sea fructífero, para que genere solidaridad y empatía sin paternalismos, es fundamental apoyarse en una metodología, “si no es cuando se cometen muchos errores y las compañeras se van tristes y asustadas”.

—¿Cómo viviste el agrio debate que se dio en la mesa de decolonialidad?
— Estoy contentísima de haber estado, ahora hay que ver qué hacemos con esto. Yo por mis años, por mi carácter, por cómo trabajo, porque me he sentido querida, con todos mis dificultades, soy una mujer agradecida a la vida. Por eso, yo cuidaría las formas. Pero esa soy yo. Si hay que pasar por la rabia, soy completamente respetuosa con esos procesos. Y no era un momento fácil, había mucha tensión.

Algunas activistas acusaron al movimiento feminista de utilizar a las mujeres racializadas a modo de trofeo o de cuota para aparentar una inclusión que no es real.

— ¿Tú te has sentido instrumentalizada siendo voz y rostro de las jornadas?
— Yo no soy liberada de ningún colectivo, estoy ahí porque me lo he trabajado. Alguien me dirá, ¿qué has ganado? Que se tenga otras miradas. Y satisfacción personal. Hay momentos en los que me cuesta, veo a algunas más aguerridas, a veces se necesita ser más aguerrida…

—Pues cuando hablas en público, a mí me parece que nos enciendes, que bien podríamos hacer la revolución. ¿Te sientes lideresa?
—Ay, qué linda… Yo me considero facilitadora o puenta, como dice la Itzi [Gandarias, compañera de la Emakume Mundu Martxa]. Cuando las mujeres me buscan, me dicen: “Ay, Cony, vos me escuchás”. Es ese papel que decía Freire: oído, mirada. Empatizar, sentir que tu dolor es un poco mío, que no estoy juzgando…

Cony está convencida de que las luchas colectivas tienen que combinarse con procesos personales para que cada quien sane sus dolores. Cree también en un activismo desde el cuerpo y las emociones. En conectar con la ilusión como motor de la militancia. De eso trató el taller que organizó Garaipen en Durango, bajo el sugerente título ‘Prácticas políticas que nos mojan las bragas’; “sobre cómo aterrizan nuestras prácticas políticas en nuestros cuerpos y sobre la responsabilidad individual-grupal en generar comunidades saludables”.

— ¿Qué te moja las bragas a ti?
— Los grupos de mujeres, con las mujeres de acá, que también aprendo mucho, y con las mujeres migradas. Eso hace que me levante cada mañana. Ah, ¿sabés también? Reflexionar pero que haya mucha alegría también, que bailemos, que riamos, que tengamos tiempo para llorar, situarnos, pasar por el cuerpo.

una mujer posa, en medios de vegetación, con un pañuelo de colores que le tapa media cara, de nariz hacia abajo

Cony, con un pañuelo tapándola media cara. / Foto: Mujeres con Voz

Si hay cielo…

Termina la entrevista como empezó, con lágrimas en los ojos, recordando a las campesinas sobrevivientes de la guerra, porque hablar de dolores no sanados la transportó a El Salvador. “Las mujeres me decían: ‘Cony, yo vi como mataron a mi hija’. O ‘tuve que entregar a mi hijo y ya se perdió’. Se tarda años en sanar heridas tan profundas pero ellas seguían ahí, ahora por el nieto…”. Recuerda las palabras que le dijo un cura: “Yo creo en Dios porque solo él puede dar espacio al perdón y a la esperanza en vidas tan sufridas”. No es la primera vez que menciona a Dios. La primera vez le pregunté:

—¿Eres religiosa?
— Como dice una amiga, “no creo en dios pero a la noche converso con él” [risas]. Yo tuve el privilegio de formarme en educación con religiosas de la teología de la liberación. Me enseñaron que el Dios de amor se construye con los pobres. Me dijeron: “Cony, si hay algo que pedir es que nunca tengamos acceso al poder”. ¡En mi vida lo mejor que me ha pasado es eso! ¿Te puedes imaginar tener esa visión de las cosas? ¿En los 80? Era la época de Monseñor Romero.

Es muy crítica con el papel de la Iglesia católica y de las iglesias evangélicas, aunque entiende con resignación a quienes encuentran un refugio en ellas: “Me vienen las mujeres y me dicen: ‘Cony, estoy yendo a una iglesia porque me vi sola’”. Hemos llegado a Portugalete y, como el tiempo, ella también muta de la tristeza a la risa. Bromea con la idea de montar iglesias feministas, como espacios de acogida, de reflexión, de alegría, de alboroto, de pertenencia. “Mirá, yo digo que si hay cielo, las feministas vamos a tener un lugar en él”.

 

 

#Defensoras
Este texto forma parte del #PikaraLab de Defensoras,

realizado con el apoyo de Calala Fondo de Mujeres  y financiado por el Ayuntamiento de Barcelona.  

 

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