Planes, viruela y fe

Planes, viruela y fe

La derecha es la única que parece tener un plan, pero no es un plan, es volver a lo de antes, a lo de siempre, a la escolástica, a la edad oscura, la inquisición y el usted no sabe con quién está hablando.

Texto: Alicia Ramos
04/03/2020

Ilustración: Señora Milton

Parece que nadie tuviera un plan. O por lo menos una esperanza, un horizonte o algo. Lo más audaz que puede proponer nuestra especie estos días es no romperlo todo de repente, no apurar el poso muy rápido. La izquierda debate como algo gracioso la idea de que se ha vuelto conservadora en el sentido de que quiere conservar los jirones que aún quedan de lo que en su día fue la democracia, el estado de bienestar, los derechos humanos y el habeas corpus. La derecha es la única que parece tener un plan, pero no es un plan, es volver a lo de antes, a lo de siempre, a la escolástica, a la edad oscura, la inquisición y el usted no sabe con quién está hablando. Quienes de verdad mandan solo toman decisiones relativas a la concentración del capital, la recogida de beneficios y el control real de cuanto quede por esquilmar al precio que sea, como si estuvieran construyendo una gran nave secreta que les llevará algún día a un planeta que no existe. Pero nadie parece querer crear algo, avanzar en algún sentido diferente o nuevo, contagiar de entusiasmo a esta especie en alguna tarea titánica que requiera el concurso de todas las culturas.

El año que se casó el rey actual (al momento de la redacción de este artículo) yo trabajaba en un garito tan pequeño que más que abrirlo me lo ponía, en la calle Conde Duque. Me acuerdo de la boda del rey actual (al momento de la redacción de este artículo) porque esperábamos hacer mucha caja ese día. Llovió sin parar. Hice 7,30€ en toda la mañana. Casi todo proveniente de gente que decidió que mi bar era un buen lugar para refugiarse del diluvio. Bueno, a lo que iba, los dueños del garito eran dos hermanos ricos, muy ricos, de un país más bien pobre. Mi compañera de trabajo, la del turno de tarde, y yo estábamos seguras de que el bar era una tapadera para blanquear pasta porque había meses que no hacíamos caja suficiente para pagar nuestros sueldos. Y eso que nos tenían contratadas por cuatro horas y hacíamos las otras cuatro en negro. ¡Claro! ¡Joder, qué mema! Me acabo de dar cuenta de que esa era la forma de blanquear: la mitad de nuestros salarios.

Pues bueno, uno de los hermanos ricos, el menos repugnante de los dos, venía a veces a acodarse en la barra y echar la mañana en el bar interrumpiendo mi lectura de Terry Pratchett. Allí yo me dejaba fascinar por su visión de rico del mundo. Ven la realidad de otra manera totalmente diferente. Es una visión esencialmente depredadora. El mundo es un conjunto de recursos dispuestos allí para ellos en tres grandes grupos: materias primas, combustibles y un tercer recurso, algo más molesto últimamente por las dificultades inherentes a su gestión, compuesto por seres humanos que no eran ricos y que resultaban al final fastidiosamente necesarios para llevar a cabo las necesarias interacciones entre las materias primas y los combustibles.

Alguna vez la conversación se volvió más o menos interesante y nos llevó por derroteros que arrojaban más luz sobre su visión utilitaria del planeta. Hace quince años de todo esto, pero ya teníamos pistas suficientes para intuir que el ritmo de consumo que nuestra civilización, o parte de ella, estaba manteniendo nos llevaba a un colapso más o menos inminente. No parecía preocupado por la eventualidad de una catástrofe ambiental. Estaba tan tranquilo. A lo mejor sabía algo que yo no sabía, como la otra persona rica que conozco, una amiga que tiene tanto dinero que no se puede contar en euros sino en otra magnitud que se llama “activos”. Esta amiga y yo fuimos a comer juntas por última vez hace casi dos años y en una conversación de la que muchos matices seguramente se me escapaban, me estuvo contando que en Estados Unidos la gente tenía algo que en Europa no teníamos. Le pregunté, claro, quería saber, si eso tenía algo que ver con el consumo de energía o con la densidad de población o con el triturador de basuras debajo del fregadero, pero no supo o no quiso decirme. En vez de eso, persistía en su afirmación con expresión sonriente y relajada, como en una ensoñación. Intenté contentarme con la idea de que parte de su vida había transcurrido allí y que quizás hubiera sido muy feliz en esa etapa y que eso le hacía idealizar el lugar sin distinguirlo de las circunstancias, yo qué sé. Pero no me satisfizo mi propia respuesta y se me quedó la matraquilla de qué cosa será la que tienen en Estados Unidos de la que carecemos en Europa, pero por pura intriga porque qué más me dará a mí que ni siquiera soy técnicamente europea. Nunca había estado en el continente americano entonces, hasta este año que he tenido la oportunidad de ir dos veces a Toronto. Canadá no es Estados Unidos, afortunadamente, pero imaginaba que Toronto, situada junto a un lago cuya orilla opuesta ya cae en Estados Unidos, podría darme alguna respuesta acerca de qué era eso tan misterioso que tenían en Estados Unidos que no había en Europa. Si la respuesta estaba allí, no supe verla. Como geógrafa no pude evitar cierta perplejidad ante el descubrimiento de una lógica urbana nueva para mí. Cuando conoces y paseas una ciudad puedes hacerte una idea de los propósitos de su fundación, en torno a un convento o a un castillo, en una zona de paso de rutas comerciales, junto a un puerto o un río, pero Toronto era claramente un campamento de tramperos venido a más, donde cada quien era responsable único de su medio acre y el urbanismo es algo que le pasa otra gente. O algo así. Quienes conocían otras ciudades americanas, como Nueva Orleans, La Habana o Bucaramanga, me insistían en que Toronto tenía un aire muy americano, que no sabían explicarme por qué, pero que las ciudades en América tenían todas un aire común.

Al final me he convencido a mí misma, provisionalmente, por supuesto, de que las grandes diferencias estriban en el hecho de que el plano urbano se establece ignorando los condicionantes culturales previos (estructura de la propiedad de la tierra, aspectos simbólicos o sagrados, rutas de pastos…), las ciudades están habitadas por gente que ha enterrado allí pocos o ningún antepasado, la pirámide de población es más ancha en su base y da la impresión de que a una mala puedes desplazarte unas pocas millas y empezar de nuevo en un sitio virgen y deshabitado.

Puede parecer que me he ido del tema, pero lo que creo es que hay lugares en los que es más difícil verlas venir. Como el señor aquel del video que se quejaba de las restricciones al tráfico por alta concentración de dióxido de nitrógeno gesticulando mientras se preguntaba en voz alta “¿dónde está la contaminación?, ¿dónde está que yo no la veo?”

Sí, me he ido del tema. Volvamos al garito de Conde Duque. Aquel día la conversación con el menos repugnante de los dos hermanos ricos había derivado a un punto interesante: para este señor el colapso del capitalismo y de su relación con el medio, el clima y los recursos, era algo inevitable y que iba a producirse más temprano que tarde, pero… ¡tachán!, no había que preocuparse, porque cuando eso ocurriera una flotilla de naves extraterrestres nos recogerían y nos llevarían a otro sitio del universo donde podríamos, supongo, reproducir nuestro confortable sistema de explotación irracional de los recursos. ¿”Nos” recogerían? Bueno, no a todo el mundo, claro, solo a unos elegidos. No me hizo falta que me explicara cuál sería el criterio de selección de nuestros salvadores interestelares, pero intuí que era algo censitario y que, resumiendo mucho, él se iba y yo me quedaba. ¡El hombre creía a pies juntillas en aquel disparate! ¡Creía de verdad que una fuerza externa iba a venir a resolvernos la papeleta! (Por lo menos a él y a los de su clase social.)

Cuando yo era pequeña, hace cincuenta años, la humanidad estaba efervescente de ideas y proyectos, competía consigo misma en la conquista de nuevos espacios de conocimiento, en el desarrollo de nuevas tecnologías y de nuevas soluciones en todos los ámbitos; instituciones internacionales que gozaban de bastante legitimidad supervisaban el desmantelamiento, aunque acabara siendo solo formal, de los restos de los imperios coloniales y más y más pueblos accedían al autogobierno y, aunque la ilusión no duró mucho, grandes contingentes de población salieron de la miseria y de la ignorancia. Y ocurrió algo que a mí me parece uno de los mayores logros de nuestra especie, de verdad, así de simple soy: erradicamos la viruela. Catapún, se acabó la viruela. Con ciencia, voluntad política y organización planetaria erradicamos un mal que nos había acompañado desde las cavernas.

Ahora lees a gente que se pregunta a santo de qué tiene el Estado que garantizar la educación, la sanidad o mucho menos la igualdad de oportunidades de nadie. Ahora que más que nunca harían falta determinación y capacidad de respuesta conjunta es cuando parece que hemos dado la razón a Fukuyama y la historia se acaba por falta de guión. No sé si es que de repente todas las ideas que parezcan científicas o al menos racionales resultan sospechosas de estar contaminadas de impureza ideológica y solo es legítima la fe. “La Biblia vuelve a Palacio”, gritaba entusiasmado un boliviano en pleno golpe de Estado, las bases evangelistas que auparon a Bolsonaro ahora le dictan la agenda, Oriente Medio se desangra entre las tensiones de tres teocracias igual de teocráticas (aunque una conserva un caparazón democrático vaciado, proceso también en el que avanza Turquía, a quien la Unión Europea continúa pagando para que no deje venir a su territorio a gentes que son la crema de la clase media de Siria y de otros países pero, vaya, no profesan la religión correcta). Ya solo queda la fe. Pensar está empezando a ser sospechoso. Hay que creer en algo que haya escrito alguien, cuanto más tiempo haga mejor, si no creemos lo suficiente, lo mismo ni se presentan a tiempo los extraterrestres y nos cargamos el deus ex machina.

Cuando era pequeña las sondas Viking exploraban Marte, las Voyager emprendieron el lago viaje que hace muy poquito llevó a una de ellas al espacio exterior al sistema solar, soñábamos, de verdad, con ir a otros planetas. Ahora la Tierra es plana otra vez, nunca fuimos a la Luna y tenemos que esperar a que nos vengan a buscar para salir de aquí. Me voy a vacunar contra la viruela, por si acaso.

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