La impunidad de las empresas de seguridad se ceba con las palestinas en Jerusalén Este
Hay muchos dispositivos de seguridad, control social y tecnológico que coartan el libre ejercicio de derechos y libertades de las mujeres palestinas, apoyados por las Empresas Militares de Seguridad Privada de Israel.
Cuando, a mediados de septiembre de 2019, trascendió el homicidio de una mujer palestina de 50 años en el punto fronterizo de Qalandia, entre Ramallah y Jerusalén Este, tras recibir cuatro disparos de hombres armados con fusiles, hubo un detalle que fue tratado con pasmosa nomalidad. No por el hecho de que fuera una mujer, o de que ocurriese en los tristemente célebres checkpoints, pues según datos de la Asociación por los Derechos Civiles en Israel (la ACRI, por sus siglas en inglés), el 56 por ciento de los palestinos y palestinas que han muerto por acción de las fuerzas israelies en Cisjordania fueron asesinados en alguno de los 98 puntos fronterizos que desgarran este territorio, sino porque los guardas que la dispararon iban ataviados, según varios medios, con uniformes de seguridad privada, a pesar de que no llevaban el nombre de la empresa contratista escrito en ellos.
Lejos de ser este un incidente aislado, el observatorio Shock Monitor sobre la privatización de la guerra y su impacto en los derechos humanos ya recogió un hecho similar en abril de 2016, cuando una joven palestina y su hermano resultaron muertos a tiros en el mismo checkpoint, también a manos de agentes de una empresa de seguridad privada, cuyos uniformes oscuros hacen pensar que se trataba de la principal Empresa Militar de Seguridad Privada -o EMSP- desplegada en este punto, llamada Modi’in Ezrachi. El relato oficial de la policía israelí fue el mismo en ambos casos: las mujeres asesinadas iban armadas con cuchillos y suponían una amenaza para los guardias, a pesar de que se encontraban a más de 10 metros de estos y de que su versión contradice la de los testigos presentes y los familiares de las víctimas.
Múltiples obstáculos a la rendición de cuentas
El hecho de que los autores fueran guardas de seguridad y no funcionarios públicos ni soldados israelíes no implicaría una gran diferencia -el fin de las tres palestinas habría sido el mismo- de no ser por las implicaciones en términos de asunción de responsabilidades y rendición de cuentas de lo que la investigadora y jurista Leticia Armendáriz define como “corporaciones privadas que proveen de servicios militares y de seguridad”. Especialmente, en lo que se refiere a los potenciales abusos -todavía muy poco estudiados- que este tipo de empresas pueden estar cometiendo contra los derechos de las mujeres y en términos de relaciones de género.
A la espera de ver qué sucederá con este nuevo caso, el precedente del primero no es esperanzador en términos de rendición de cuentas, pues cuatro días después del homicidio de los dos hermanos, el cuerpo interno de la Policía Militar encargado de investigar el incidente se retiró, alegando que el autor de los disparos era un civil. Meses más tarde, en octubre de 2016, el fiscal encargado del caso desestimó los cargos contra el guardia de seguridad privada a falta de “pruebas de que hubiera actuado de forma contraria a la ley”.
Y es que, además de ser uno de los signos más visibles de la ocupación israelí, los checkpoints son uno de los lugares más calientes y arriesgados en lo que a vulneración de los derechos de la población palestina, y específicamente de las mujeres, se refiere, generando una restricción absoluta y cotidiana de la libertad de movimientos. También una mayor exposición a la violencia física (bofetadas, puñetazos y patadas), al acoso verbal y a “sufrir abusos físicos como los registros, en algunos casos con componente sexual y agravio cultural, tales como la obligación de quitarse prendas de ropa y la amenaza de dañar la reputación de las mujeres palestinas mediante rumores”, como bien señala el informe ‘The gendered aspect of Israeli checkpoints in the Occupied Palestinian Territories’, publicado en diciembre de 2015 por la Coalición de Mujeres por la Paz y el centro de investigación Who Profits from the Occupation.
Pero mucho más allá de estos puntos fronterizos, dentro de los muros que separan Jerusalén Este del resto de Cisjordania, hay otros muchos dispositivos de seguridad, control social y tecnológico que coartan el libre ejercicio de derechos y libertades de las mujeres palestinas, apoyados de forma decisiva por las mencionadas Empresas Militares de Seguridad Privada.
La privatización de la seguridad en Jerusalén Este y la expansión de las EMSP
La relación entre seguridad y género ha sido históricamente conflictiva. Principalmente porque se tiende a definir y diseñar esta seguridad excluyendo las violencias cotidianas y estructurales que golpean las vidas de las mujeres y de aquellos sujetos que no caben en las rígidas estructuras que constriñen las identidades sexuales y de género, es decir, de las personas trans, los gays, las lesbianas o las intersexuales. En el caso de Jerusalén Este, además, se entrecruzan las dinámicas discriminatorias vinculadas a la situación de ocupación militar, policial y civil de los territorios palestinos -recordemos que la ciudad fue anexionada en 1967 de forma ilegal, como ha reconocido el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en varias resoluciones-, así como un proceso sui generis de privatización de la seguridad iniciado en los años 90.
Resulta pues, difícil, analizar los múltiples impactos de género que están causando las EMSP en Jerusalén Este sin relacionarlos con las estructuras de poder, desigualdad y discriminación simbólica que, en palabras de la activista pacifista Simona Sharoni, “exponen a las palestinas a tener que confrontar la violencia en dos frentes inseparables: como miembros de la comunidad palestina y como mujeres”. Especialmente, considerando que las políticas urbanas de seguridad nunca son inocuas o neutrales, sino que -como el resto de políticas públicas y de planificación- sirven a un objetivo determinado y buscan un alcance concreto. En el caso de Jerusalén Este, las políticas urbanas han sido orientadas a unificar, de facto, la ciudad bajo mando israelí y a su “desarabización”, entendiendo esta como un movimiento de sustitución de población.
Los ámbitos a los que se extiende esta vigilancia y control social, y sus impactos, son cada vez más amplios. Desde la vigilancia panóptica de calles, barrios, monumentos turísticos e infraestructuras públicas –programas como “Mabat 2000”, diseñados por empresas privadas de seguridad con claros orígenes militares, como AGM Company y Mer Group, han colocado más de 350 cámaras de videovigilancia y sensores en las calles de la Ciudad Vieja de Jerusalén- hasta el despliegue de 370 guardias de empresas privadas contratados por el Ministerio de Vivienda, que patrullan en más de 40 asentamientos de colonos y realizan labores como la escolta de vehículos, la vigilancia de las carreteras y caminos que conducen a los asentamientos y las puertas de entrada a estos y supervisan circuitos de vigilancia.
Entre las empresas de este tipo, a cuya expansión han ayudado, especialmente a raíz de la Segunda Intifada (en el 2000), la progresiva privatización de la seguridad en Israel, particularmente desde el inicio de la construcción del muro en Cisjordania y de los checkpoints iniciada en 2005, destaca especialmente Modi’in Ezrachi la mayor contratista de seguridad privada del gobierno israelí y protagonista de múltiples incidentes además de los citados en el checkpoint de Qalandia, como por ejemplo la agresión a un joven palestino de 18 años entre siete guardias de esta empresa que vigilaban el ferrocarril ligero de Jerusalén, documentada por el medio comunitario Silwanic, del Wadi Hilweh Information Centre.
Las mujeres, las que más sufren el aislamiento y la restricción de movimientos
La privatización de la seguridad, auspiciada por el crecimiento de estas compañías y del negocio de la vigilancia masiva en Israel, condiciona decisivamente las experiencias de vulnerabilidad de las mujeres palestinas de Jerusalén Este y genera impactos diferenciados en su disfrute de los derechos humanos. Uno de los principales efectos de la vigilancia masiva y del monitoreo permanente de las actividades de las palestinas en la ciudad son las limitaciones que esta supone en el acceso al espacio público y de socialización colectiva, con afectación a los derechos civiles y políticos y al derecho a la privacidad que, además, agravan la discriminación previa en la esfera pública y política que ya sufren las mujeres en las sociedades patriarcales y pueden contribuir de forma sustancial al aislamiento y a la ruptura de vínculos comunitarios. Vínculos que son decisivos, por ejemplo, para las mujeres en situación de violencia de género en el ámbito del hogar o de la familia, o en casos de extrema vulnerabilidad económica, en un territorio donde el índice de paro entre las mujeres palestinas es del 85 por ciento.
Ese mismo efecto, además de los ya vistos, se repite en el caso de los checkpoints, que tienen un efecto disuasorio en las mujeres a la hora de cruzar, coartando su acceso a servicios básicos, especialmente escuelas y hospitales, “generando que las mujeres palestinas de Jerusalén sean económicamente casi completamente dependientes del marido o padre”, en palabras del Juzoor for Health and Social Development, y dificultando, igualmente, la posibilidad de escapar de situaciones de abuso y violencia en el ámbito familiar.
Para la Liga Internacional de Mujeres por la Paz y la Libertad (WILPF, por sus siglas en inglés, la situación de acoso, violencia física y destrucción de la propiedad, tanto por parte los colonos como de los guardias de seguridad de las EMSP, así como la demolición forzada de viviendas, que afecta potencialmente a unas 100.000 residentes palestinos de Jerusalén Este y en la que se ha detectado también participación de guardias de seguridad privada, “sumerge las mujeres en un estado de pánico permanente”. En este último caso, la política urbanística al servicio del vaciado de población palestina genera, además, un riesgo extremo de desplazamiento interno y, a juicio del Comité de la Convención de las Mujeres (CEDAW), “un impacto en el desarrollo de las mujeres palestinas, incluidas las refugiadas y las árabes israelíes, y en el disfrute de sus derechos humanos y libertades fundamentales”.
El Comité, a su vez, ha criticado en repetidas ocasiones y en respuesta a los informes periódicos de Israel la llamada política del “Center of life”, en la que los y las palestinas deben probar permanentemente que continúan viviendo en Jerusalén, es decir que esta es su “centro de vida”. Este tipo de políticas suponen, para WILPF, “una severa violación del derecho a la familia”, del derecho a la nacionalidad y del derecho a la participación en la vida pública y política y una vulneración del artículo 16 de la CEDAW, que declara que “las mujeres deben tener el derecho a elegir libremente su cónyuge y de contraer matrimonio con su libre y pleno consentimiento”.
A pesar de los tímidos intentos de regulación para reducir la impunidad de las EMSP, cuya participación en las políticas de seguridad urbana en Jerusalén Este pueden constituir una suerte de complicidad con los mencionados impactos, la aplicación del Derecho Internacional con respecto a este tipo de empresas no ha contribuido precisamente a disipar la preocupación existente sobre la transparencia con que se conocen y la frecuencia con que se reparan las vulneraciones de los derechos de las mujeres que estas cometen. Es por ello que, de nuevo, se hace imprescindible la adopción de un tratado vinculante para los Estados que incorpore la perspectiva de género y fuerce a las EMSP a actuar en línea con el respeto a lo derechos humanos.
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