‘Feel Good’: Mae mola más que Shane
No sabemos si la audiencia lésbica habrá madurado, pero 'Feel Good' demuestra un grado de madurez en la ficción televisiva protagonizada por lesbianas
[Incluye spoilers pero son leves, palabrita]
No fueron los besos ni la boda entre Maca y Esther los que me animaron a salir del armario. Yo veía Anatomía de Grey, no Hospital Central. No comparto pues esa pasión con Andrea Momoitio pero sí otra que tenemos en común buena parte de las lesbianas y bisexuales: The L Word. Las cosquillas las sentí con Shane y su gesto de quitarse la camiseta despreocupadamente para empotrar a una nueva amante.
Cuando enseñas a una hetero una foto de Shane y le cuentas que fue el gran icono lésbico de toda una generación, de mi generación, la respuesta suele ser: “¿Esa flacucha? No sé qué le veis”. Y esa es la prueba del algodón. El sex-appeal de Shane era solo perceptible para las que entendían y para las que descubrimos que entendíamos viéndola en acción.
The L Word funcionaba por deseo y por identificación, como tantos otros productos/fenómenos de la cultura pop cuyo éxito radica en juntar unos arquetipos atractivos en forma de pandilla televisiva o de grupo musical. Sobre The L Word nos preguntamos: “¿Y a ti quién te gustaba?”. Pero también: “¿Y tú quién eras?”. Como cuando hablamos de las Spice Girls, de Friends, o de Sexo en Nueva York. A mí me encantaba Phoebe. Yo era una mezcla de Miranda y de Carrie. Me gustaba Mel B pero me tocó ser Victoria. Yo quería ser Carmen para bailarle a Shane y quería ser Shane para que Carmen me bailase y acariciar sus muslos.
Calculo que The L Word por primera vez hacia el 2008 o 2009. Tenía novio pero el incipiente contacto con el feminismo —y, en concreto, con el transfeminismo, de la mano de Medeak, Itziar Ziga o Diana Pornoterrorista— me animaba a explorar una bisexualidad creyente pero no practicante, que se cristalizó finalmente como lesbianismo político. The L Word, a pesar de su pijerío y su yanquitud, conectó con muchos debates y prácticas bollos: las ladyfestas y el drag king, las tensiones entre lesbianas y bisexuales, las identidades trans… No todas sus actrices son lesbianas, pero la gran diferencia respecto a Hospital Central o a los personajes de otras series patrias y gringas —desde 7 Vidas a The Wire— es que sí que son lesbianas sus directoras y guionistas, Ilene Chaiken y Rose Troche. Así, el realismo que les faltaba a algunas actrices en cuanto a pluma o a actitud se compensaba con la verosimilitud de los diálogos, de las tramas y del ambiente.
Entrevisté a Rose Troche, directora también de Go Fish —una de las películas lésbicas más míticas y contraculturales— a su paso por Bilbao para recoger el premio del festival Zinegoak, y me dijo: “Cuando The L Word se estaba terminando, sabía que no iba a haber un programa como ese en años. Que ese iba a ser ‘el show’. Era popular y rentable, todo indicaba que surgiría otra propuesta en ese espacio. Pero siempre ocurre ese efecto reaccionario. Orange is the new black no me parece exactamente un reemplazo, es algo completamente distinto… Pero estábamos tan hambrientas de algo similar en televisión…”.
Y seguimos hambrientas pese a que, una década después, en casi todas las series haya lesbianas y bisexuales: algunas más interesantes y creíbles (Sense 8, The end of the f****ing world, Killing Eve, El cuento de la criada…), otras bastante lamentables y heteronormativas (Jane the Virgin, Vis a Vis).
La primavera de 2020 nos regala una serie que sí que podemos considerar como digna heredera de The L Word. Feel Good es una propuesta mucho más modesta y, por ello, mucho más cercana. Esta ficción autobiográfica escrita y protagonizada por la actriz y humorista Mae Martin cuenta una historia de amor entre una monologuista canadiense y una maestra hasta entonces heterosexual. Se enamoran a primera vista en el bar en el que actúa Mae pero la relación es pedregosa debido a dos escollos que la siembran de desconfianza: George es incapaz de hablar a su familia y amistades de su relación de pareja y Mae oculta a George que participa en un grupo de narcóticos anónimos para mantener a raya su adicción a las drogas (aunque veremos que el amor romántico es su metadona).
Resulta inevitable comparar a Mae con Shane porque ambas responden a un mismo arquetipo de bollera: no binarie, sexy, flaca, tatuada, con corte de pelo a la moda… y drogadicta. Sin embargo, la monologuista resulta más luminosa y menos tóxica en su forma de lidiar con sus fantasmas y tormentos. Frente a la promiscuidad evasiva, deshonesta y consumista de Shane, la forma de relacionarse sexoafectivamente de Mae corresponde más con la tendencia mayoritaria entre las lesbianas: monogamia en serie, simbiosis y dependencia emocional. Así, Mae no tiene miedo al compromiso sino que, de hecho, le ilusiona y le obsesiona conocer a las amigas y a la familia de su novia, con la que le gustaría casarse y tener hijos. También el personaje de George es un espejo certero para las bisexuales y lesbianas conversas: esa ambivalencia de proponerle a Mae irse a vivir juntas en el primer capítulo —como en el chiste del camión de mudanzas— pero, al mismo tiempo, mantenerla enclosetada hasta que alguna circunstancia externa hace volar el armario por los aires.
El otro gran paso adelante de Mae respecto a Shane es que la primera, ¡aleluya!, tiene orgasmos. Shane era una empotradora especialista en penetrar a sus parejas contra la pared en plan “aquí te pillo aquí te mato”. Las guionistas no le dieron la opción de disfrutar de relaciones más igualitarias, creativas y fluidas —esas las disfrutamos de la mano de Alice y sus parejas—. Mae y George siguen los códigos de deseo butch-femme pero de una forma mucho más libre y relajada. Mae quiere recibir placer, nombra sus fantasías sexuales y no se cierra a ser penetrada; le pide a su novia, esa que compara con Lady Di, que se ponga ella también el dildo y el arnés. Y cuando George se frustra porque no logra que Mae se corra, ésta le replica que el problema no es su falta de experiencia en cunnilingus sino que no puede abandonarse al placer si siente que su pareja se avergüenza de ella. Mae no tiene miedo a amar y ser amada, pero sabe que tiene que aprender a hacerlo sin ansiedad y trabajarse la codependencia.
Lo único en lo que Shane gana por goleada a Mae es en un elemento fundamental para las lesbianas que en Feel Good brilla por su ausencia: la comunidad. La canadiense no tiene amigas, lo más parecido es su jefe y su madrina del grupo de toxicómanos anónimos. Podríamos atribuir su aislamiento a que es inmigrante, pero así como en la serie tienen mucho protagonismo su madre y su padre, no hay ni una sola alusión a sus amigas de Canadá y tampoco recurre al cobijo del “ambiente” en su nueva ciudad.
Se quejaba Rose Troche de que la audiencia lésbica es inmadura y complicada: “Como no hay muchos contenidos para lesbianas, se sobreidentifican con una pieza, la quieren ver de una manera concreta y eso supone una gran presión”. No sabemos si la audiencia lésbica habrá madurado en estos diez años, pero Feel Good sí que demuestra un grado de madurez en la ficción televisiva protagonizada por lesbianas. Y ese grado de madurez lo aporta una creadora nacida en 1987.
Feel Good sale del gueto en cuanto a que no es una serie “de lesbianas” sino una serie sobre una relación de pareja complicada. Una serie adictiva y muy bien escrita, una tragicomedia sin azúcar, que recibe críticas entusiastas por parte de la prensa cultural, como Fotogramas o Mondo Sonoro. Pero, por su parte, Shangay no duda en nombrar a Mae como icono LGTB. Frente al discurso homófobo liberal —“a mí no me importa lo que hagas en la cama” o “las etiquetas limitan a las personas”—, Martin da peso en las tramas a esos malestares derivados de la lesbofobia que la audiencia bollo conocemos bien. Por ejemplo, como bien le señala Lava, la hija de su madrina, la dinámica masoquista de enamorarse siempre de heteros y vivir angustiada por que la abandonen por un maromo. Algunas nos identificamos con su incomodidad en la fiesta heteromachuna de los amigos de George que le hace rememorar el bullying que sufrió de adolescente. Y otras nos identificamos con el bloqueo de George, con intentar mil veces contarlo y no ser capaz de que broten las palabras: “Mamá, tengo novia”.
Es una ficción autobiográfica hecha a medida de su creadora, pero ésta mantiene su ego a raya: nada que ver con el empacho de primeros planos de Phoebe Waller-Bridge en Fleabag o con el histrionismo de Pamela Adlon en Better Things. Mae Martin explicita la inevitable comparación con Ellen de Generes, pero no hay sobredosis de monólogos; de hecho, apenas la vemos pisando el escenario y son contadas las escenas escritas para su lucimiento. Como en toda buena serie, brillan más los personajes secundarios, y en este caso la gran Lisa Kudrov —la inolvidable Phoebe de Friends— como su madre distante, controladora y sardónica que le dice verdades como puños por videollamada:
—Ni siquierra recuerdo en qué pensaba antes de George…
— Veamos, antes que a George pensabas en Nicole, que era tu amor verdadero. Y antes de Nicole, en Caroline quien, ¡oh, sí!, también era tu amor verdadero. Y antes de eso… en las drogas.
Lo único malo de la serie es su duración: seis capítulos de menos de media hora, que saben a poco, más aún en pleno confinamiento. Imagino que Mae quiere que la acompañemos en el síndrome de abstinencia.