Heridas de bala

Heridas de bala

Si en el mundo de la música quieres dar la impresión de que todo va bien, de que solo es un rasguño superficial y que no hay que sacarte la bala, no vas a centrar el debate en el color de la sangre.

Texto: Alicia Ramos
28/10/2020
una mujer con una guitarra sobre el escenario. foto en blanco y negro

Joan Jett, en una actuación en 1994. / Foto: Wikimedia Commons

Hace unos días tuve que participar como moderadora en un conversatorio que formaba parte de un diálogo mayor sobre cultura. Mi pequeño acto reunía a dos mujeres del mundo de la música. De extremos distantes del mundo de la música. Una componía y la otra no; una se reclamaba del pop y la otra de la música clásica; una era, al menos para mí, joven y la otra sería de mi edad o mayor; una impostaba una actitud desenfadada y juvenil y la otra se parapetaba tras una fachada de seriedad y tacón; una desarrollaba su carrera en territorio del Estado español y la otra había recorrido media Europa con su canto lírico.

Las estuve estudiando a través del material que encontré en internet durante semanas tratando de identificar un hilo que las uniera en torno al que articular un diálogo, o al menos algún tipo de guion al que volver si la conversación entre ellas decaía. Pero no fui capaz, no encontré nada más allá de lo obvio, que ambas eran mujeres y que se desempeñaban profesionalmente en un mundo muy marcado por los estereotipos de género.

Mi primer fracaso —tuve varios— fue intentar hacer encajar aquella conversación en el espíritu de las jornadas, tratando de mantener el abordaje de la materia en el ámbito de lo cultural, del hecho artístico, y evitando lo que siempre pasa con la música, que acaba imponiéndose la perspectiva del negocio y el espectáculo. No lo conseguí. La compañera pop estaba completamente imbuida de su condición de producto de un sello discográfico y la compañera clásica estaba todo el rato echando de menos la infraestructura de teatros estables y programación de festivales en cada ciudad de Alemania.

A todo esto contribuía que las personas más activas de entre el público estaban muy interesadas en la reactivación de su mercado y todas las preguntas que hacían —sin esperar al turno de preguntas, ¿para qué?— resituaban el debate una y otra vez en los términos de negocio de la música.

Es verdad que la pandemia ha incidido de forma especialmente cruel en la actividad profesional de las personas que nos dedicamos a la música para comer, y no solo intérpretes y ejecutantes, sino personal técnico, la gente que programa y otro montón más de profesionales. Al ser, además, un sector muy atravesado por la precariedad, es muy difícil que las medidas del Estado en forma de ERTES o de ayudas a trabajadoras autónomas lleguen a toda la gente implicada. De hecho, quise empezar por ahí, presentando esta situación desde la introducción, pero nadie se animó a seguirme.

Ya desde ese momento tuve suficientes indicios para sospechar que de alguna manera ambas compañeras querían dar una imagen optimista de la situación, que querían aparentar una fortaleza personal que conjurara lo desesperado del momento. Pero no sabía aún hasta qué punto.

Vivir de esto es complicado. Y una de las razones por la que es complicado es porque es inestable. Y en el caso de las mujeres más aún. Habrá mucho meme sobre lo mayores que están Keith Richards y Mick Jagger, pero sus satánicas majestades lo petan a cualquier edad. Sin embargo, Joan Jett es escrutada con microscopio electrónico porque para las mujeres todo es más difícil, y a lo mejor ni siquiera es el público, sino los medios especializados o las empresas promotoras de conciertos quienes desde su prejuicio juzgan que a lo mejor al público no le apetece ver a una señora mayor defendiendo un repertorio en su escenario, porque las señoras no tenemos derecho a nuestro cuerpo, a nuestra sensualidad o a expresar nuestra fuerza.

Yo quería que la cuestión de género estuviera presente en la conversación. Confiaba en que aflorara de forma natural, pero no ocurría. Sospechaba que tenía algo que ver con ese optimismo forzado que ambas compartían —de haberlo sabido lo hubiera usado como hilo conductor—, si quieres dar la impresión de que todo va bien, de que solo es un rasguño superficial y que no hay que sacarte la bala, no vas a centrar el debate en el color de la sangre.

Así que tuve que provocarlo, preguntar directamente algo así como “¿crees que el hecho de ser mujer ha tenido alguna influencia en el desarrollo de tu carrera?”. Ahora, unos días después de aquello, pienso que alguien podía haberlo interpretado como “¿crees que te ha favorecido el hecho de ser mujer?”, porque de hecho uno de los preguntadores más activos desde el público parecía estar convencido de que esa situación era posible, y ponía como ejemplo a artistas cuyo éxito era paradigma de lo que ocurre cuando la evolución de tu carrera se explica mejor atendiendo a parámetros puramente extramusicales.

Pero no. Y ahora me doy cuenta de que las compañeras sabían muy bien lo que les estaba preguntando porque se apresuraron a negarlo. La compañera pop insistía en que si vas con aplomo y sabes hacer tu trabajo ningún técnico —ella sola dibujó la situación— podía vacilarte, que sí, que cuesta un poco más y que tienes que valer más —el triple, concretamente, precisó— que los tíos para que te tomen en serio, pero que no hay ningún problema. Menos mal. La compañera clásica no tuvo ningún reparo en definir la autoridad como algo masculino y que a veces hay que sacar “el lado masculino” para hacerse respetar. Me pareció un hilo fabuloso del que tirar, pero me corté porque entendía que mi misión como moderadora era, por encima de cualquier otra consideración, que las compañeras se sintieran cómodas y estaba claro que aquel tema no les interesaba en absoluto. Para mí era evidente que todo lo que estaban diciendo se traducía como “por favor, no me hagas recordar la de malos ratos que he tenido que pasar y la de mierdas que me he tenido que tragar para sacar un bolo adelante rodeada de gilipollas”.

Pero alguien del público pensó que era un buen momento para intervenir y, pisándome, planteó algo así como “la voz femenina es también un elemento no exento de cierto fetichismo y es susceptible de ser utilizada…”, un horror de pregunta.

La compañera clásica recogió el guante y contó la historia de una orquesta con la que solía trabajar en alguna ciudad de Alemania que, por primera vez en su historia, había contratado a una intérprete en su plantilla, la primera mujer que formaba parte de aquella orquesta jamás. Pero no hay un problema de género, qué va. “Una cosa es que la solista sea una violinista, una pianista o una soprano, porque está en la tradición que una dama sea una virtuosa en un instrumento solista, pero no que forme parte de una orquesta”. Lo de picar corchea a destajo es trabajo de hombres, está claro.

La compañera pop tenía que hablar o morir y también contó una historieta que se resumía en “gente imbécil hay en todos lados, tanto hombres como mujeres —esto lo precisó por lo menos tres veces—, pero si una se pone en su sitio al final todo bien”.

Me resistí mucho porque la ironía no está entre las atribuciones que yo entiendo que ha de tener una buena moderadora, pero no podía dejar aquello así, de modo que pregunté “entonces ¿podemos deducir que todo se reduce a encontronazos aleatorios con gente que tiene una actitud cerrada y que no existe una estructura social previa que favorece las actitudes machistas cuando no las premia directamente?”.

Claro, ya, planteada así la cosa, no podían negarlo.

“No, no, no, claro que sí, aún queda mucho por avanzar, pero teniendo en cuenta de dónde venimos estamos mucho mejor”. Ah. Una cosa es negar la gravedad de la herida y otra muy distinta es negar que esa mancha es de sangre.

Y la compañera clásica remató introduciendo el concepto de victimismo, que hasta ese momento había estado ausente de la mesa. La dureza de su experiencia, que ella había aprendido a metabolizar como “normal” para sobrevivir a base de diafragma y vibrato por el mundo adelante, le había enseñado que un análisis demasiado lúcido del panorama podía ser percibido como victimismo por agentes y programadores, quién sabe si también por el público, y había aprendido a guardarse bien de incurrir en eso.

La compañera clásica había cosechado algunos éxitos interpretando la pieza La voix humaine, con escenografía de Cocteau sobre libreto de Poulenc. Le había preguntado sobre ello antes del acto y ella contaba entusiasmada que era un recorrido por los estados de ánimo de “la mujer”. Me sorprendió que Cocteau o Poulenc pudieran ser tan precisos a la hora de definir estos estados siendo como eran señores. “Pero se inspiran en Edith Piaf”. Ah, todo bien, entonces.

El hecho de que sean mujeres, de que hayan construido carreras más o menos potentes y de que hayan tenido que recurrir, así sea de modo inconsciente, a la esencia del feminismo, a la defensa de su derecho a su propia agencia y a llevar adelante sus propios proyectos sin supeditarse a los de hombre alguno no las convierte en feministas.

Mientras las escuchaba pensaba en Camille Paglia, en ese feminismo liberal que abomina de cualquier sesgo colectivista y que erige el individualismo, casi randiano, como la única fuerza capaz de transformar… o, bueno, si no de transformar, “tampoco hay que ser tan radical”, “no nos pasemos”, al menos sí de alcanzar una sensación de control sobre la realidad que nos permita disfrutar de ella como si fuera nuestra. Yo entiendo que el problema de esto es que solo contribuye a perpetuar los modelos existentes, los privilegios, y las estructuras de poder. Lo único que aporta es un pseudopoder a una minoría favorecida por el estado de cosas.

Pero esto solo son teorías. Luego está la vida real en la que tienes que salir al escenario a defender el repertorio y las lentejas en una sola toma. Y ahí estamos hablando de supervivencia, que es una maestra cruel y, lo mismo que te enseña hábitos posturales sanos cuando eres camarera, para no acabar de baja con la espalda destrozada, te enseña a fingir que no pasa nada y que show must go on, aunque la bala se haya alojado en la fosa ilíaca.


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