1560 días intentando ser libre
Este es un relato en primera persona de los abusos sexuales cometidos por un padre. También es un relato de valentía y de fuerza.
AVISO: El contenido de este texto es sensible
Por RAMÉ
Vivo esa primera mañana como si la estuviese recordando eternamente el resto de mi vida. Eran las ocho de la mañana de un domingo. Como cualquier niña de 12 años que acaba de despertar y va corriendo a la cama de sus padres para disfrutar con ellos de un bonito despertar de fin de semana y comenzar planes en familia, yo fui a la cama de mi padre. Cada quince días debía pasar un fin de semana con él, cosa que jamás me había acabado de gustar, porque mi vida paraba por completo cada quince días. Una niña lo único que piensa es en la cantidad de cumpleaños de sus amigas a los que no podrá asistir, en tener que coger sola un avión con un cartel de UM colgado del cuello y un largo etcétera de motivos por los que me costaba horrores parar mi vida cada dos semanas.
Cuando abrí la puerta del cuarto de mi padre, la imagen que vieron mis ojos no era ni mucho menos la que esperaba encontrarme, sentí justo en ese momento que estaba haciendo algo mal, que lo único que debía hacer en ese momento era cerrar la puerta y echar a correr, lejos de allí. Pero mi cuerpo se paralizó, no sabía reaccionar, no lograba entender lo que estaba ocurriendo, encima de la cama de mi padre había una chica que jamás había visto, no sabía quién era ni en que momento había llegado a nuestra casa, los dos estaban desnudos y con la respiración muy acelerada. Mi padre al verme parada en la puerta, sin siquiera pestañear intentando colocar y darle sentido a ese momento, vino corriendo hacia mi, enfadado, muy enfadado de que le hubiese estropeado su polvo. Lo que iba a pasar a continuación jodería el resto de mi vida, para siempre, jamás volvería a ser la misma. Me obligó a sentarme y me chilló que como cerrase los ojos un solo momento me daría una paliza. Yo no entendía nada, estaba perpleja, jamás él se había comportado de esa manera. Durante quince minutos, o quizás fueron más, ya que el tiempo a partir de ese momento empezó a parecerme una eternidad, me obligó a ver cómo se follaba a esa chica, y al acabar, vino hacia mí y con la polla entre sus manos se corrió encima de mí. No tardé ni treinta segundos en vomitar, esa situación me estaba superando, estaba temblando, con 12 años no podía entender qué había ocurrido.
Logré irme a la ducha, las lágrimas no paraban de brotar de mis ojos, me senté en el suelo de la ducha y dejé que el agua me cayese encima. Me sentía sucia, muy sucia, no había conocido esa sensación hasta ese momento y no sabía que jamás iba a desaparecer. Cogí una esponja, y empecé a frotar tan fuerte mi piel hasta hacerme heridas, mi propia piel me sobraba en mi propio cuerpo. Ese mismo día lo pasé encerrada en mi habitación hasta la tarde, cuando debía volver a coger un vuelo para volver a casa, a mi hogar, con mi madre. No podía salir, no tenía hambre, solo tenía ganas de vomitar, de arrancarme la piel y desaparecer. Volví a casa e hice como si no hubiese ocurrido, mi subconsciente tomó esa decisión, era una forma de proteger a mi madre de todo lo malo que le pudiese ocurrir, necesitaba sentirla como si fuese mi hogar, no podía desaparecer la parte más bonita de mi vida.
Empezaron a pasar los meses y esa era una práctica que a menudo se repetía, y con el tiempo todo fue a más. Ese hijo de satanás, mi padre, empezó a abusar de mí. Me obligó a perder la virginidad con él. Diez años pasaron. Diez años atada a él. Síndrome de Estocolmo. Me sentía incapaz de ponerle fin a la situación, lo único que hacía era cerrar los ojos tan fuerte hasta que dolía e imaginarme que no estaba allí, en ocasiones deseaba morirme en ese instante, que todo finalizase. Que no tuviese que vivir jamás esa mierda. Pero cada domingo, al coger un avión de vuelta, dejaba eso atrás, mi vida seguía en mi hogar, donde me sentía protegida de todo.
Nunca había escuchado lo que era el síndrome postraumático hasta que empecé a sentirlo en mi propia piel, comencé a sentir rechazo hacía mi propio cuerpo. Eso me generó bulimia nerviosa, tenía la autoestima por los suelos y había épocas en las que sentía extremo rechazo por los chicos. Poco a poco se fueron añadiendo más síntomas a esta lista.
Tenía 21 años cuando tomé la decisión más difícil de toda mi vida, esa que cambiaría el resto de mi vida para siempre. Estaba duchándome en casa de mi padre y, como ya hacía años que hacía, cerraba la puerta del baño con pestillo y ponía una silla debajo del pomo de la puerta para sentirme segura en ese espacio tan íntimo y privado. Empecé a oír que tocaban la puerta, cada vez más fuerte, cerré el grifo y le escuché chillarme, me pedía que saliera en ese mismo momento de la ducha, que necesitaba hablar conmigo. Le pedí que me dejara acabar de duchar y vestirme y que luego hablaríamos. Mi respuesta no le pareció para nada la adecuada y, a partir de ese momento, todo empezó a pasar a cámara lenta y rápida al mismo tiempo. Consiguió abrir a la fuerza la puerta, me saco a rastras de la ducha, yo aún desnuda, y me empezó a decir que yo era suya, que a partir de ahora no le bastaba con que fuese cada dos semanas, que tenía que estar allí con él siempre. Me encontraba inmóvil, incapaz de reaccionar físicamente, tenía miedo, muchísimo miedo, lo único que conseguí decirle es que tenía 21 años y podía decidir lo que hacer con mi vida, que ni siquiera tenía la obligación de ir a verle como hacía siempre.
En ese momento enloqueció, de una patada me tiró al suelo, sentí que la sangre empezaba a brotar de distintas partes de mi cuerpo, sentía que moría, quizás eso era lo que más deseaba en ese momento, para que todo, por fin, acabase de una vez. Podía verme desde fuera, tumbada en el suelo, temblando, sin poder moverme, y en ese instante me di cuenta de que yo era mucho más que todo eso, y de que necesitaba que mi vida empezase de nuevo. Así, como pude, me levanté, las piernas me flaqueaban, no me respondían bien, le miré a los ojos y supe que jamás quería volver a ver a esa persona. Quizás al encontrarme en una situación extrema, mi cuerpo tuvo la fuerza necesaria como para empujarle tan fuerte hasta tirarle al suelo, coger mi maleta y salir corriendo de esa casa, eché a correr lo más rápido que mi cuerpo me permitió.
Me encontraba desnuda en la calle con mi maleta, en una urbanización muy poco transitada y muy tranquila, donde nunca veías a nadie pasear. Seguía temblando, no sabía qué hacer, me encontraba en peligro, temía por mi vida. Cogí el teléfono, y llamé a mi madre, no me salían las palabras, no podía hablar, por mucho esfuerzo que hiciese, mi cuerpo se había bloqueado. Ella escuchó a través del auricular mi respiración entrecortada y en ese momento empecé a llorar desconsoladamente. No le hizo falta que le explicase nada, sabía que necesitaba ayuda, me preguntó si estaba en casa de mi padre, y con la voz entrecortada logré contestarle que sí, y acto seguido me preguntó si necesitaba ayuda, le contesté de nuevo que sí. “No te muevas de donde estás, ahora mismo va a ir a recogerte un taxi, todo va a salir bien”, esas son las palabras que me dijo mi madre.
No tardó mucho en aparecer el taxi, lo veía al fondo de la calle, sentía que no podía confiar en nadie, estaba muerta de miedo. El taxista, un hombre, al ver la escena, yo desnuda, con restos de sangre en mi cuerpo, con una maleta y temblando, bajó poco a poco del taxi, analizando la situación y no pudiendo dar crédito a lo que estaba viendo en ese momento. Supo reaccionar como jamás hubiese imaginado, me preguntó si podía abrir la maleta, acercarse a mí y vestirme, no vi maldad en sus palabras, y asentí con la cabeza, dándole mi consentimiento. Con delicadeza y mucho respeto me vistió y ayudó a subir al coche, me preguntó si necesitaba que fuésemos a la policía, negué con la cabeza, el miedo se había apoderado de mi pensamiento racional, lo único que quería es que todo eso acabase, volver a casa y empezar desde cero. Le pedí que me acompañase hasta un lugar que para mí era seguro, él lo hizo, poco convencido, pero entendió que era lo que necesitaba, allí pasé unos cuantos días, acompañada, hasta que me sentí preparada para volver a mi hogar.
A partir de ese momento, todas las decisiones que empecé a tomar fueron necesarias para empezar mi nueva vida, necesitaba cambiar absolutamente todo para que él no pudiese localizarme. Me cambié de casa, de móvil, de email, seguí mis estudios de forma online para no tener que ir físicamente a ningún sitio, me aislé durante mucho tiempo, sentía miedo de salir a la calle y encontrármelo.
Ha pasado mucho tiempo desde ese día, 1560 días, pero para mi es como si no hubiese pasado ni un solo día, siento miedo cada vez que salgo a la calle, ya que me siento vigilada y constantemente en peligro, soy incapaz de dormir sola ya que no me siento segura en mi propia casa, siento reviviscencias a través de flashbacks y pesadillas, sentimientos de querer desaparecer, evito situaciones o personas que creo que puedan recordarme a él, siento asco hacia mi propia persona, cosa que desemboca en muchas ocasiones en malas conductas alimentarias, siento en muchas ocasiones que no disfruto plenamente de las cosas, rechazo hacia los hombres y un largo etcétera de cosas que me acompañan en mi día a día.
Pero sobre todo siento culpa y remordimiento, y después de muchos psicólogos no consigo que esa sensación desaparezca, me siento culpable por haberle “abandonado” y esa sensación es una autentica mierda, me atasca y en muchas ocasiones no me permite avanzar. Espero y sé que esa sensación desaparecerá en algún momento.
He trabajado mucho para estar mejor y para aprender a vivir con ello, ya que esto sé que jamás voy a olvidarlo, me acompañará el resto de mis días y lo haré de la mejor forma que sé para intentar ser feliz, porque me lo merezco.
Estoy orgullosa en la mujer en la que me he convertido, en el camino que he decidido seguir en la vida, la profesión que he elegido, adoro mis valores, mi forma de percibir el mundo, del empoderamiento que me ha ofrecido la vida y sobretodo de todos los conocimientos y vivencias que esto me ha proporcionado y deseo trasmitir al mundo entero para que al menos se cuente con información para protegernos.
He sufrido abuso sexual infantil pero, ante todo, soy mujer, soy lesbiana, soy educadora social, soy feminista, soy fuerte, soy feliz, me siento empoderada, tengo fuertes sueños y metas en la vida, adoro a las personas que rodean mi vida y quiero luchar y creer con todas mis fuerzas para que el mundo sea cada vez más feminista y humano.
Informemos a las niñas y los niños desde que son pequeños, informemos a las familias, a los colegios, a todos esos jueces que deciden pensando en los padres y no en los hijos, a absolutamente todo el mundo, para evitar situaciones así, que todos los niños del mundo puedan tener una infancia como se merecen y no deban crecer antes de tiempo y vivir el resto de sus vidas con un trauma que marque el transcurso de sus vidas para siempre, ya que no todos ellos tienen las herramientas para poder seguir con sus vidas.