Herencia emocional y regar el árbol del que venimos
"No nos queda otra que asumir de dónde venimos, aceptar nuestra historia, aunque no estemos de acuerdo con ella porque negarla o repudiarla es otra vez enterrar parte de lo que somos", escribe la autora.
Mi abuela, cuando murió mi abuelo, tuvo que aprender a sacar dinero del cajero. Y supongo que también tuvo que aprender a pagar las facturas, a votar y a pensar en quién votar, a usar el móvil y a vivir, en definitiva, en una autosuficiencia en la que nunca había vivido. Como toda buena unidad familiar de buenas tradiciones, hasta entonces mi abuelo se había encargado del dinero, mi abuela de la casa. A nosotras nos parece antiguo y le quitamos importancia porque es la abuela y eso no nos va a pasar. Estos son otros tiempos. No nos damos cuenta del peso de la enseñanza, de los valores que no se dicen pero se muestran, del comentario ajeno de “qué pena quedarse sola” y del comentario propio de “yo ya para qué”. Le quitamos importancia, venga ya, abuela, pero nos molesta porque esa negatividad pesa mucho y pesa mucho en nuestros huesos como una sombra del mismo color todas que se nos mete hasta el tuétano y no sabemos cómo sacar.
En esa sensación incómoda, renegamos. Renegamos y luego volvemos y cuando volvemos creemos que somos otras porque tenemos nuestros nuevos ideales y libros de feminismo, pero se nos olvida que seguimos teniendo en el cuerpo a la abuela que enviudó y nunca se quitó el negro y a la madre que nunca se atrevió a divorciarse. Por mucho que desviemos la mirada y pasemos la mano por la mesa arrastrando las migas hasta el suelo, el apego desesperado y los modelos de amor van cayendo de escalón en escalón y de generación en generación. No viene en la sangre ni en el ADN, pero sí viene de quiero lo mejor para ti aunque eso mismo no haya sido lo mejor para mí porque quizás ni siquiera lo saben. Creencias inconscientes, creencias únicas e inviolables. La duda, la inseguridad, la dependencia no forman parte de una personalidad innata, forman parte de un sistema familiar y social que no nos enseña a valernos por nosotras mismas, nos enseña a depender de alguien –un señor casado (con nosotras)– que nos proporcione todas nuestras necesidades físicas y emocionales. Y de ello, la falta de autoestima, que es aprendida siguiendo unos modelos cariñosos en cuerpo de madres y abuelas.
Elena Ferrante lo retrata tan bien en La vida mentirosa de los adultos que me pone los pelos de punta. El libro abre con un: “Dos años antes de irse de casa, mi padre le dijo a mi madre que yo era muy fea” y ya, con solo una frase, se empiezan a entretejer unos lazos familiares tan indispensables como asfixiantes. Una idea es bastante para plantar la creencia en la mente de una niña de que es fea, de que por tanto sus padres no la quieren, de que no la valoran y ven en ella la cara de un familiar que desprecian. Como tirando de un hilo, se destapa la historia familiar a media voz y a gritos y la niña se convierte en una adolescente que empieza a compensar, a buscar el amor donde puede porque no lo encuentra donde debería y a descubrir las capas de sus padres, las capas que ni ellos mismos quieren ver, y que rompe defiinitivamente con la imagen idealizada de la infancia para convertirlos en personas con errores, con contradicciones y secretos. Para convertirlos en adultos mentirosos. “Ya no conseguía ser inocente, detrás de los pensamientos había otros pensamientos; la infancia había acabado”.
Creo que la clave está en la mentira con una misma, con las cosas que nos queremos ocultar por vergüenza o miedo y que nos hacen tomar la posición defensiva de es que yo soy así, entiéndeme. Es fácil esconderse tras la etiqueta cuando no se tiene intención de cambiar. En el dibujo del árbol genealógico, nosotras siempre estamos abajo, pero no debe haber culpa ni juicio que suba por las ramas; la responsabilidad recae en nosotras porque somos las últimas responsables de nuestra vida. No nos queda otra que asumir de dónde venimos –asumir el pueblo, el entorno machista, la abuela que se levanta y el abuelo que se sienta, los padres que hacen lo mismo–, aceptar nuestra historia, aunque no estemos de acuerdo con ella porque negarla o repudiarla es otra vez enterrar parte de lo que somos. Se nos queda enquistado lo que nuestras madres y nuestras abuelas nos quisieron enseñar desde su mejor voluntad y la lucha nunca es suficiente, mirar para otro lado de la decepción no la quita de nuestra vista y necesito probar que la existencia que tengo en el cuerpo vale de alguna forma la pena.
Nuestro árbol genealógico es femenino y nosotras estamos abajo. Somos los planetas y giramos en torno a la estrella principal. Y transformarse. Transformarse de planeta en estrella genera culpabilidad por la traición de los valores antiguos y por la traición de la infancia, porque cuidar, todas cuidan, pero a veces se cuida mal. Tengo que pararme a pensar mucho para no convertirme de nuevo en la rama de abajo del todo que culpa de su modelo a las demás. Si cortamos las raíces, no crecemos. Pensemos que hay que regar las raíces para que nos salgan flores.