Palabra en pie de paz: cuando el ‘enemigo’ es la otra feminista
Hablamos de poner los cuidados en el centro, pero las broncas intrafeministas en redes señalan la tendencia contraria. Para un diálogo fructífero, debemos reconocer el problema de comunicación y el conflicto marcado por la desigualdad de poder que arrastra el movimiento.
Escribe bell hooks en El feminismo es para todo el mundo (Traficantes de Sueños, 2017) que “la sororidad feminista está enraizada en el compromiso compartido de luchar contra la injusticia patriarcal, sin importar la forma que tome esa injusticia” y que “si las mujeres utilizan su poder de clase o de raza para dominar a otras mujeres, es imposible alcanzar plenamente esta sororidad”. Y añade que “tenemos tanta necesidad de un compromiso renovado con la solidaridad política entre mujeres como cuando se inició el movimiento feminista contemporáneo”.
Compromiso renovado, solidaridad política… Leyendo y releyendo el texto de hooks, me invade una tremenda tristeza y también enfado —por qué no decirlo—. Enfado incluso conmigo misma, con mi yo adolescente y veinteañera, por pánfila, por ingenua, porque quizás en algún momento creí que el sufrir algún tipo de opresión como, por ejemplo, la de género, nos volvía automáticamente solidarias con otros seres humanos que sufrían distintas opresiones y, por supuesto, con otras mujeres y colectivos LGTBIQ con quienes, como mínimo, deberíamos compartir lucha contra el sistema patriarcal que nos niega.
Obviamente, como quien descubre que los Reyes son los padres, hace tiempo que me di cuenta de que la sororidad no era una cuestión biológica, que no nos venía dada y que era una decisión y un compromiso políticos. Lamentablemente en los últimos años, un simple paseo por las redes sociales nos permite constatar que el clima general del movimiento feminista va en sentido contrario…
Una cantidad ingente de información pasa ante nuestros ojos todos los días, cada vez más dispersa, más encapsulada, de consumo rápido y con menos contexto. Así funciona la comunicación 2.0 o 3.0 o vete tú a saber ya en qué punto estamos.
A pesar de que en principio concebimos que las redes sociales eran un excelente medio para poner en común conocimientos y encontrar e integrar comunidades, lo cierto es que esas solo son las bondades de internet. Yo misma, que como profesional de la comunicación y como activista feminista me paso media vida en ese medio líquido, fútil y etéreo que son las redes sociales, no puedo dejar de ver los dos lados de la moneda.
Es evidente que el poder hegemónico, político y económico, conoce bien la potencialidad de las redes (recordemos la viralísima primera campaña de Barack Obama a la presidencia, por ejemplo, o el hecho de que el 83 por ciento de los y las líderes políticos mundiales estén en Twitter), pero también los movimientos sociales (15M, Yosoy132, las primaveras árabes u OcuppyWallStreet, el movimiento feminista, la huelga de mineros de hace unos años, las mareas…) han sabido aprovechar las posibilidades de agencia y movilización que nos brinda la comunicación en tiempos de internet.
Ambas realidades son innegables, pero mientras el statu quo sale beneficiado con nuestra infoxicación e hiperconexión continuada, lo cierto es que nos movemos de forma más bien patosa en medio del alud informativo, del caos, del “a mí me han contado”, “me ha llegado un WhatsApp”, “lo he leído en Facebook”… Nos faltan herramientas y también tiempo para discernir entre toda la información que nos llega y estamos perdiendo presencialidad y capacidad de diálogo. Porque el debate y el diálogo profundo no pueden darse a golpe de tuit, de likes ni de comentarios de dos líneas.
Mi experiencia dentro de los estudios de comunicación, conflictos y cultura de paz, en los que llevo inmersa diez años, me han conducido a reflexionar sobre esta cuestión y creo que los principios que llevamos analizando desde hace décadas refiriéndonos a los medios de comunicación de masas tradicionales (prensa, radio, televisión, cine…) pueden aplicarse sin grandes modificaciones al nuevo escenario mediático que configuran internet y las redes sociales, un nuevo “campo de batalla” —si se quiere establecer la analogía— que a menudo nos parece inocuo y que “habitamos” de forma acrítica, sin tener en cuenta las consecuencias de nuestras acciones y palabras en él y sin interrogarnos tampoco sobre los intereses de las grandes corporaciones que están detrás.
Sin darnos cuentas, quizá, hemos trasladado a nuestra comunicación virtual y cotidiana las características tradicionales del periodismo de guerra: desinformar y deshumanizar al “enemigo”, legitimar el uso de la violencia y la represión, enfatizar la confrontación, promocionar el acoso individual y colectivo, maximizar los errores y las derrotas de los otros y las otras, jerarquizar la información… El matiz, los dilemas y la equidistancia están sumamente penalizados, “estás conmigo o estás contra mí”. Y esto se ha trasladado punto por punto a la comunicación en redes feministas.
Ante la autoenunciación y el autorreconocimiento como sujetas de derechos de ciertos colectivos de mujeres (putas, migradas, trans, precarias, jóvenes —y no tan jóvenes—, que tensan las costuras de los marcos conceptuales “aceptables” y proponen abrir nuevos y viejos debates…), se alza un nosotras excluyente que intenta homogeneizar el relato y el discurso feminista, construyendo a unas otras que son continuamente deslegitimadas e infantilizadas en las redes, vetadas en los espacios de debate —¿qué debate es ese en el que todas piensan como yo?—, invisibilizadas y silenciadas, siguiendo los derroteros y las lógicas del patriarcado, sin cuestionamiento de los privilegios y sin posibilidad de encuentro y diálogo, pues ellas, “las buenas feministas”, las que marcan los márgenes de lo posible, se erigen como poseedoras de la verdad a base de descalificaciones y bloqueos. Estas prácticas son especialmente flagrantes cuando ponemos el foco en ciertas cuestiones como la crianza y la maternidad, la prostitución/trabajo sexual, la identidad de género o la crítica antirracista del feminismo occidental dominante.
Decía Adrienne Rich en su libro Sobre mentiras, secretos y silencios (Icaria, 1983) que “en un mundo donde el lenguaje y el nombrar las cosas son poder, el silencio es opresión y violencia”. Si abordamos, por ejemplo, la crítica al racismo blanco dentro del feminismo que nos llega no solo desde el Sur global, sino de las propias compañeras racializadas con las que compartimos espacios, la misma Rich, en un ensayo titulado ‘La distancia entre el lenguaje y la violencia’ y recogido en la obra Ensayos esenciales (Capitán Swing, 2019), escribe: “No la educan para odiar, la educan dentro de la circunferencia del lenguaje blanco y las metáforas blancas, un espacio que ella ve y siente como de libertad. Muy pronto, experimenta el lenguaje, especialmente la poesía, como poder: una fuerza elemental que la acompaña, como el viento a sus espaldas cuando corre campo a través. Solo mucho después comienza a percibir, con reticencia, las relaciones de poder que ha trazado en su imaginación el lenguaje que ama y con el cual trabaja. Con cuánta dureza puede soplar ese viento contra otros”.
De ese viento sabe mucho Florencia Brizuela González, activista antirracista, doctora en Derecho y Ciencias Políticas y experta en feminismos contrahegemónicos, que explica que “un primer paso para posibles alianzas exige pensar cómo ciertas lógicas/racionalidades blancas, producto de la colonialidad, se reproducen en nuestros espacios de manera continuada” (Descentrar la mirada para ampliar la visión, Descontrol, 2018).
Y es que ante una propuesta discursiva donde el feminismo —que siempre ha sido diverso, por otra parte— debe volverse un movimiento compacto, inflexible e impermeable a la transformación, es necesario que nos centremos en las grietas de dicho discurso y seamos conscientes de que el lenguaje que empleamos a menudo está cargado de violencia. Necesitamos recuperar, para su análisis y su desconstrucción, la Filosofía para hacer las paces que nos dejó Vicent Martínez Guzmán —maestro, amigo—, porque “decirnos cosas es hacernos cosas” (Icaria, 2001).
Nos llenamos la boca de arengas sobre cuidados, pero no los materializamos ni en nuestras prácticas ni en nuestras palabras. Para ello, para un verdadero diálogo fructífero, debemos reconocer que dentro del movimiento feminista global tenemos un gravísimo problema de comunicación y de desigualdad de poder, que solo podemos empezar a abordarlo si lo examinamos como un conflicto y partimos del reconocimiento mutuo como punto de arranque porque, como dice Xavier Giró, “la realidad existe y, la veamos o no, es conflictiva. En ella están las discriminaciones, la opresión, la pobreza, la miseria, la injusticia… Es la que suministra una parte considerable de lo que se publica y sobre todo la que hace posible aprovechar las grietas abiertas por la competencia y la competitividad. Claro, hace falta acercarse a ella con la voluntad de hacer algo más que contemplarla”.
Para dejar de ser meras espectadoras y enfrentarnos a esta realidad, debemos aplicar principios de la comunicación para la paz, como explorar la formación del conflicto (¿qué nos está pasando?); escuchar la voz de todas las partes desde la apertura, la empatía y la comprensión (aún desde la discrepancia más absoluta); aprovechar las posibilidades creativas que genera todo conflicto; reconocer las capacidades de la otra o el otro, al igual que su sufrimiento; exponer las falsedades de todas las partes; prevenir y analizar la violencia (así sea simbólica o discursiva) como la que nos ocupa; o sostener la intersubjetividad y la diversidad dentro del feminismo como pilar esencial de todo grupo social.
Ya nos advertía Gloria Anzaldúa del peligro de los abismos que pueden generar el lenguaje y el silencio en ‘El secreto terrible y la rajadura’ (Borderlands/La frontera. La nueva mestiza, Capitán Swing, 2016). Tengamos muy presentes sus palabras: “La boca abierta separaba el corazón de la mente. Entre los ojos en su cabeza, el ojo mágico sin lengua y el ojo racional locuaz, estaba la rajadura, el abismo para el que no había puente. Separados, no podían visitarse y cada uno estaba demasiado lejos para oír lo que decía el otro. El silencio se alzaba como un río y no podía ser contenido, se desbordaba y lo anegaba todo”.
Puede parecer naif o incluso un nuevo ejercicio de violencia que pidamos que esas otras que denuncian la opresión que sufren por parte del feminismo hegemónico se sienten en la mesa de diálogo con aquellas que las niegan como sujetas de derechos y las excluyen sistemáticamente, invalidando sus discursos y prácticas. Es cierto que puede parecer demasiado y que supone un gran reto, pero como en cualquier otro conflicto social y político, si se busca generar verdaderos entornos de diálogo más allá de la polarización y la herida, es necesario contrarrestar estas dinámicas y construir espacios alternativos de escucha y de sanación, alejados de simplificaciones, abiertos a la creatividad, que permitan transformar el dolor y el odio en nuevas formas de relacionarnos desde la horizontalidad, la empatía y la memoria. Si este camino ha funcionado en conflictos a gran escala, ¿no vale la pena recorrerlo y buscar nuevas palabras?