Matilda, la heroína feminista que la literatura infantil necesitaba
Matilda se ve obligada a convivir con dos adultos ignorantes que no paran de repetirle que "las niñas deben ser vistas, pero no oídas". Es lo más cercano a una novela con tintes feministas que ha escrito en su vida Roald Dahl.
No parece muy atrevido afirmar que Roald Dahl es el autor de literatura infantil más conocido a nivel mundial. Incluso hoy día, el galés sigue siendo uno de los escritores que más libros vende gracias a títulos como Charlie y la fábrica de chocolate, Las brujas o Matilda. En este último, publicado por vez primera en 1988 y considerado la mayor joya de la corona roaldiana, Dahl supo combinar el típico cuento de hadas tradicional con el realismo y la exageración. Aquella ingeniosa maniobra le sirvió para meterse en el bolsillo a las y los lectores más jóvenes, que se fascinaron con una historia en la que las personas adultas son ridiculizadas y las criaturas se convierten en héroes y heroínas. Esto, por supuesto, le granjeo al autor la antipatía de muchas personas mayores temerosas de la supuesta influencia negativa de Matilda sobre sus hijos e hijas.
“En la mayoría de las obras de Dahl, la sátira va dirigida en primera instancia contra los adultos, exceptuando a aquellos marcados por un cariz positivo. En el caso de Matilda, la sátira no es contra los adultos en sí sino contra comportamientos específicos. Todos estos ingredientes son los que dan como resultado final ese humor corrosivo y universal tan característico de Roald Dahl que ha escandalizado a algunos adultos”, comentaría en este sentido la profesora Mercedes del Fresno en su artículo Matilda: Realismo y sátira en la obra de Dahl.
Como tantos otros libros del británico, Matilda contaría con su propia adaptación al cine hace ahora un cuarto de siglo. Aquella película de título homónimo y dirigida inteligentemente por Danny DeVito fue protagonizada por la joven actriz Mara Wilson, que aportó dulzura y credibilidad al personaje de Matilda Wormwood, una niña de cinco años excepcionalmente inteligente que ha tenido que cuidar de sí misma prácticamente desde el día que nació porque tiene por progenitores a un par de cretinos negligentes.
El padre de Matilda, un malhumorado señor que se dedica a estafar a la gente a través de la venta de coches de segunda mano, se mofa de las ganas de aprender de su hija, la desprecia y está deseando deshacerse de ella. Su madre, un ama de casa algo misógina y ensimismada en sus asuntos personales, la ignora también por completo. Y la cosa no mejora demasiado después de que los padres de Matilda la inscriban en Crunchem Hall. La escuela, con aspecto de cárcel, está dirigida con mano de hierro por una retrógrada y vulgar mujer que odia a las criaturas. Prefieren mantener en secreto los abusos porque consideran que no les creerían.
La pequeña Matilda hace enseguida buenas migas con sus compañeros de clase y, de hecho, se alía con ellos para combatir las fechorías que comete la directora del centro —bendita hermandad infantil—. Pero, sobre todo, acaba encontrando un remanso de paz en los brazos de su dulce y sensible profesora (la señorita Honey), la primera persona a quien confiesa que tiene poderes telequinésicos, un don que solo utiliza para hacer el bien o, a lo sumo, para dar su merecido a todos aquellos adultos que se comportan de forma cruel con otras personas. La señorita Honey es la primera adulta que la trata con amor y respeto.
¿Una novela feminista?
Como dato curioso, en la versión original escrita en un principio por Dahl, Matilda era una chica débil que en los primeros pasajes de la obra somete a sus padres a todo tipo de torturas (aunque al final se convierte en una niña lista). “Según se dice, Roald Dahl fue una persona singularmente desagradable, lo que puede explicar por qué escribió historias que fascinan tanto a los niños. Cuidaba los rencores de la infancia, desconfiaba de los adultos y no le movía el falso sentimentalismo […]. Matilda no es condescendiente con los niños, no sentimentaliza y, como resultado, parece sentimental y sincera, además de ser graciosa”, escribiría en su día el popular crítico cinematográfico Roger Ebert.
En cierto modo, Matilda parece lo más cercano a una novela con tintes feministas que ha escrito en su vida Dahl, que perdió a su padre a los tres años y creció rodeado de mujeres (su madre, sus hermanas y su niñera). Basta echar un vistazo a los arquetipos femeninos que muestran tanto el libro como la película, protagonizada por varias mujeres que se resisten a convertirse en un simple estereotipo machista —algo no demasiado visto a mediados de los noventa en los productos hollywoodienses—.
Muchísimas niñas quedaron prendadas con Matilda, un ser carismático, sensible y resiliente que tiene criterio propio y no destaca sobre el resto por su belleza sino por su inteligencia —una cualidad que cultiva cada vez que tiene ocasión—. Por desgracia, sus padres se burlan constantemente de la gente culta, y su propia madre se dirige en un momento dado a la señorita Honey para soltar perlas como “Una niña debe pensar en lucir atractiva para poder conseguir un buen marido más adelante” o “Una chica no llega a ninguna parte actuando con inteligencia. Y si no, fíjese en usted y en mí. Usted eligió la ciencia y yo, la apariencia. Yo tengo una buena casa, un marido maravilloso y usted está esclavizada enseñándole abecé a mocosos que no levantan un palmo”.
Matilda se ve obligada a convivir con dos adultos ignorantes que no paran de repetirle que “las niñas deben ser vistas, pero no oídas”. Pero ella, que se rebela contra todo aquello que considera injusto, responde a afirmaciones de ese tipo aprendiendo a hablar a la edad de un año y medio. Después, encuentra en la lectura un refugio, una vía de escape y una interesante forma de conocer el mundo que le rodea. A fin de cuentas, los libros la transportan a nuevos mundos y ponen ante sus ojos a personas interesantes con vidas emocionantes, totalmente distintas a la suya. Aunque su padre detesta la afición de Matilda —que a los cinco años anda ya devorando a autores como Dickens o Kipling— y una noche, al verla leyendo mientras el resto de la familia permanece cenando pegada al televisor, vuelve a hacer gala de su ignorancia al decirle: “Un libro no te dará nada que no pueda darte antes un televisor”.
Ella aprende a defenderse solita de todas las hostias (reales o metafóricas) que le da la vida y, aunque en ningún momento recurre a la ayuda de ningún príncipe salvador, se hace buena amiga de su profesora, una chica joven, inteligente e independiente que, a diferencia de la madre de su alumna, no echa de menos la compañía de un hombre, ni tampoco lo necesita para sentirse plena. Dahl desafía en su libro la idea de familia tradicional y, hacia el final de la historia, propicia que Matilda y Honey se empoderen, uniendo sus fuerzas para que su idea del bien prevalezca, y hasta adoptándose la una a la otra —lo que pone de manifiesto que la familia no nace de los lazos de sangre, sino del deseo de ser familia—.
Matilda consigue alejarse por momentos de todos esos otros libros dirigidos al público infantil y juvenil empecinados en perpetuar estereotipos de género. Quizá eso ha influido en el hecho de que la obra haya marcado a varias generaciones —muchos adultos se interesaron en ella después de ir a ver el multipremiado Matilda The Musical— y haya vendido ya más de diecisiete millones de ejemplares en todo el mundo —aunque parece ser que las ventas han experimentado un ligero ascenso durante el último lustro—.
Matilda consigue erigirse como su propia heroína.