El tajo fuera de escena

El tajo fuera de escena

Esta es una crónica sobre lo oculto: mujeres y minería en Escucha, Teruel.

23/06/2021
un mural pintado en una fachada donde se ve a tres mineros y una mujer en mandil

Mural pintado en Escucha. / Foto: Berta J. Luesma

Vamos por una carretera de las que dejan regusto a bilis. El paisaje, marrón-naranja de secano, se despliega en cada curva y se vuelve a plegar en la siguiente. El asfalto está gastado, ya no es negro sino más bien gris claro y tiene puntitos que parecen píxeles, como si navegásemos por una cartografía digital. Conducimos por el mapa virtual de lo recóndito, si hacemos zoom -Crrracrrrracrrrra tres medias vueltas a la ruletita del ratón- y ampliamos el territorio aparece Teruel. Una de las provincias de la Laponia española, de la España vaciada, de esa Narnia ibérica olvidada por la Administración que lleva décadas denunciando la invisibilidad y el abandono. +. Click. Crrracrrrracrrrra. Comarca de las Cuencas Mineras –¿Ah, que en Teruel hay minas?-. Crrracrrrracrrrra. Llegamos a Escucha, “aquí lo que es el pueblo, es todo carbón”, nos cuentan después, y por eso a los foranos les olía siempre a azufre. Los montículos que hay aquí y allá esconden bosques sepultados hace millones de años. Imagino los agujeros de las antiguas explotaciones, que repartidos por las cuencas, pestañean, nos siguen con la mirada y nos ven aparcar.

Más zoom. Entraríamos dentro de la mina, tomaríamos la vagona, bajaríamos y bajaríamos. Bajaríamos un poco más. Descubriríamos a los mineros trabajando duro, manchados, cubiertos de polvo negro y sudor, atravesaríamos el carbón e incluso encontraríamos algún fósil. Y aún así, por mucho +, click y crrracrrrracrrrra, aunque llegásemos donde Verne o donde Dante, no veríamos que ahí estaban ellas, sosteniendo con sus manos molidas las entrañas de la Tierra.

Esta es una crónica sobre lo oculto.

***

Yo buscaba una foto en blanco y negro de esas ya tan viejas que tienen un tono azulado, en la que apareciese una cara ensuciada de mujer y una sonrisa rebelde y un casco demasiado grande sobre un pelo despeinado. Quería a una mujer minera, quería mujeres que hubiesen trabajado dentro de la mina. Proyecté una historia épica. Pero a cada telefonazo, a cada hilo del que tiraba, nada: “¿Mujeres que bajasen a la mina en Escucha?”. A alguien le sonaba algo, quizá una señora que ya no vive, o una que se mudó. Pero nada, que no. No fue hasta topar con Agustín Sanz Vituri, secretario de la Asociación Cultural por la Conservación del Patrimonio Minero de Escucha (ACCPAME) y entender el contexto, que recordé la lección de periodismo: la historia te hace a ti, no tú a la historia. Casi se me olvida.

***

El comienzo de la minería en Escucha data del siglo XIX. Entonces las minas, más que minas, eran pequeñas covachas que “surgían” en los terrenos aledaños a las casas. Se daba a muy pequeña escala, mini-minas familiares que brotaban -casi de forma literal- cerca de la vivienda y se integraban a los deberes cotidianos. Así como se trabajaba la tierra y el ganado, se extraía el carbón. Las familias simplemente picaban para obtener recursos para cocinar y calentarse e, incluso, si sobraba, para venderlo. En esa época estaban la mina Manuela, la Clotilde, la Magdalena o la Francisca, entre muchas otras; casi todas tenían nombre de mujer: por la madre, o por la novia, o por la hija. Se intuye que entonces las mujeres sí trabajaban en la mina. Que formaba parte de las tareas del hogar.

“En las primera décadas del siglo XX aumenta considerablemente el número de minas que se empiezan a explotar en Escucha (…) si en 1896 había 18 minas, en 1933 la cifra alcanzaba (…) las 32, es decir, casi se había duplicado”, recoge José Serafín Aldecoa Calvo en Minas y mineros de Escucha 1900-1968. Con el paso de los años, el interés empresarial por las minas aumentó y pasaron -progresivamente- de ser algo casi doméstico a convertirse en pequeñas explotaciones: “Las minas eran de tamaño muy pequeño, lo que las hacía poco rentables económicamente y pocas de ellas subsistirán tras la Guerra Civil de tal manera que en los años 40 ese número tan elevado quedará reducido a tres o cuatro grandes minas: Se Verá, Aún Hay Caso, Amado Martín y Demasía junto a Concepción”, recoge el mismo libro. Así, la minería se instauró como la profesión del pueblo. Y digo “la” porque, a grandes rasgos, era la única. Esto, si eras varón, significaba que o trabajabas en la mina o te ibas fuera; si eras mujer… que en tu pueblo nunca habría trabajo asalariado para ti.

El crecimiento de las minas vino acompañado de un desarrollo, de una profesionalización, y de la demanda de mano de obra. Por eso, tras la Guerra Civil, entre los años 40 y 60, muchas familias migraron a las Cuencas Mineras desde otros puntos del Estado español en busca de trabajo. Rosario Castilla Cantarero tiene 80 años recién cumplidos y llegó a Escucha desde Bujalance, Córdoba, con solo seis, en febrero de 1948. Recuerda que fueron tres días de viaje porque “Andalucía entonces estaba muy lejos”. Era febrero y nevusqueaba en Escucha: “Yo lloraba porque decía que ese pueblo era muy feo y hacía mucho frío y me quería ir ahí con mis abuelos”. Pero ahí, en Bujalance, la guerra había arrasado y el trabajo escaseaba. Dice que la faena iba por temporadas, por lo que solo había en el invierno con la aceituna y un poco en la primavera con las habas. Así que, cuando unos parientes les contaron que habían encontrado trabajo en las minas de Teruel decidieron trasladarse.

La demanda de trabajadores en Escucha no era acorde a la infraestructura, insuficiente para acoger y ofrecer un techo digno a los nuevos habitantes. Por eso, muchas familias, como la de Rosario, vivieron en difíciles condiciones.

-Cuando llegamos nos tuvimos que meter un año en el granero de una casa. El techo era de cañizos ¡y tenía chinches!, las ventanas sin cristal, ni nada. Hacía un frío en el invierno que aquello te helaba. ¡Y que ahora hace frío, pero antes hacía mucho más! Lo pasamos fatal.

En esa misma casa la dueña vivía con un hijo soltero y con otros dos inquilinos. Es la forma que encontró el pueblo de afrontar el cambio demográfico. Aunque a Escucha también llegaban extremeños y manchegos, dice Rosario que para la gente del pueblo todos eran andaluces.

-¡Andaluces fuleros, no creas que nos miraban con buenos ojos!, pasaba como ahora con los inmigrantes…

Rosario recuerda que su llegada fue muy dura; algunas familias enseguida les aceptaron, pero otras opusieron resistencia. Las niñas se reían del acento de Rosario, la profesora la corregía -no eran conscientes de que ellas también tenían su particular deje-, las señoras decían que tenían prioridad en el lavadero por ser del pueblo y una de ellas hasta aseguraba que desde la llegada de los andaluces a Escucha ni llovía, ni nevaba.

En cuanto pasó un poco de tiempo, “los autóctonos” se fueron abriendo. “Mi familia en el pueblo es como una más”, asegura Rosario y me río porque lleva 73 años viviendo en Escucha.

Dice que tiene dos culturas, y yo le digo que también tiene dos acentos, porque, a veces, tras una última sílaba muy tildada y alargada resuena alguna h final aspirada. En palabras de Rosario ahora “tiene el corazón partido entre Bujalance y Escucha”.

Pero eso ahora; en aquellos años lloraba, lloraba mucho y su padre le decía “no llores niña que cuando juntemos dinero nos volveremos otra vez a nuestro pueblo”. “Pero ¿sabes qué pasa? ¡Que cada dos años añadía uno más a la familia!”. A Escucha llegaron tres hermanos. Acabaron siendo 12.

Cuando migraron, el padre de Rosario empezó a trabajar en la mina, primero en una de Escucha, que cerró y después en la mina del Sur en Utrillas, el pueblo de al lado.

-Trabajaba de botón. Botón era el que estaba en el enganche donde las vagonetas y pues tenía que darle a los botones para subirlas y bajarlas a la mina. Mi padre estaba muy enfermo del pecho, el pobre estuvo cinco años en la mili, porque cuando lo tenían que haber liberado estalló la guerra y se tuvo que quedar, y allí enfermó mucho. Estar de botón le sentaba bien porque no estaba muy adentro de la mina y aún le entraba algo de aire un poco más puro de la calle.

Ocupar ese rol en la mina favorecía su salud, pero suponía un jornal bastante inferior al de un minero de pico y pala. La falta de ingresos, la despreocupación del padre -que de la mina se iba a jugar al dominó, y luego a cenar y luego a dormir- y la crianza crónica de la madre provocó que Rosario, hermana mayor, tuviese que tomar muchas responsabilidades desde bien chica.

A los nueve años recorría todos los días cinco kilómetros hasta Utrillas, ida y vuelta, para buscar el racionamiento. Era una barra de pan corta y ancha para el padre, y un bollo para la mujer y otro para cada hijo o hija.

-Imáginate, ¡yo tenía que bajar con un saco todas las mañanas! Y aunque tenía mucha afición de ir a la escuela, solo podía ir por las tardes y le decía a la maestra si me dejaba algo para aprender a leer o lo de geografía y de los ríos, que me gustaba mucho. Yo no tenía ni libros, te compraban una cartilla de segunda o tercera mano y con aquello ibas aprendiendo. No había dinero para libros. Íbamos a tirar la basura y si había una hoja de periódico la recogía y la leía, una cartillla medio rota yo la cogía para leerla, yo tenía mucha afición, pero claro, como no había pues no había. Ahora de mayor me dicen “ay Rosario, ¿tú cómo sabes tanto si no ibas a la escuela?”. Porque me ha enseñado mucho la vida.

Aunque le encantaba, a los 11 años Rosario tuvo que dejar la escuela. Y se puso a servir. Le llevaba agua a las mujeres mayores, les fregaba el suelo y les lavaba las ropas.

Se puso a servir hasta que se casó.

-Me sacaba un jornal para irme comprando las cuatro ropas para el ajuar, porque si no había dinero te lo tenías que hacer tú. Es que entonces las chicas... tenías que hacer carrera en echarte un novio que te gustase y ser ama de casa.

Se casó con un minero.

***

-Antiguamente sí que hubo alguna minera -explica Pilar-. Pero luego ya… solo una administrativa, me parece.

-Sí, al final hubo alguna pero trabajaban en las oficinas o limpiando. Siempre en el exterior -apunta Antonia.

-Dentro de la mina una mujer, aquí, nunca -zanja Pilar.

Hemos quedado con Antonia Brumos, Pilar Azuara, Deli Cortada y Amparo Fandos cuatro mujeres de la década de los 50 que forman parte, junto a muchas otras, de la Asociación de Mujeres de Escucha. Hoy se reúnen con nosotras para rebañar su memoria y compartirnos recuerdos y experiencias. Para aportar algunas piezas de esta historia que es única pero a la vez compartida con tantas, en tantos rincones, mineros o no. Son los relatos insignificantes de la historia. Han sido durante siglos la sombra de los héroes de la clase obrera. Les preguntamos sobre la situación de las mujeres en los años del primer boom de las minas, entre los 40 y los 60.

-En aquella época aquí para las mujeres no había trabajo- dice Pilar.

-Las que no estaban casadas y que eran chicas jóvenes, algunas se iban trabajaban y a la edad de casarse volvían al pueblo se traían ya el ajuar hecho, a formar la familia aquí- comenta Amparo.

-Para la juventud, si no era la mina… y para las mujeres, nunca ha habido nada, ni entonces, ni en la época nuestra, ni ahora- añade Antonia.

-Hombre ahora sí. Nosotras ya hemos trabajado -apunta Deli.

-Yo he trabajado toavida -dice Antonia.

-Yo me refiero a un trabajo con una nómina -responde Deli.

En la mina estaba el botón, el contador, el artillero, el barrenero, el entibador. Cada uno desarrollaba la función que le correspondiese en la cadena para facilitar la extracción del carbón. Fuera, en el exterior, no se acababa el trabajo. Fuera llegaba la prolongación de la mina y de ella surgía mucho trabajo reproductivo no remunerado y otras actividades económicas sumergidas y precarias a las que las mujeres más pobres se aferraban para sacar dinero.

-Yo me acuerdo de la tía Leonor, que subía el agua a la mina en buyoles, una especie de botijos de madera, porque en las minas no había para beber. Eran las aguadoras -recuerda Pilar.

En aquel momento en las casas tampoco había agua, por eso las mujeres también buyol para aquí, buyol para allá, cogían de fuentes o manantiales la suficiente para el aseo de los mineros y del resto de la familia.

-Se tenían que lavar en casa, en un balde así grande, en un barreño grande. Se calentaba agua en la estufa o en la cocinilla que era todo carbón y se echaba -cuenta Deli.

-Pero el polvillo del carbón se agarraba eh. Había que ayudarlos, las mujeres les frotaban -dice Pilar.

-Y jabón, con el mejor del mundo, el que se hacía en casa, con los aceites que sobraban y la sosa -añade Deli.

-Y también, las mujeres antes iban a respigar -dice Amparo.

La palabra “respigar” traslada a campos rubios, a espigas y espigadoras, a recolectoras. La versión minera de respigar, la que nos cuentan Antonia, Pilar, Deli y Amparo, consiste en ir a la escombrera de la mina, donde desechaban “lo que ya no valía”, donde se tiraba el estéril y rebuscar entre los restos hasta rescatar trozos, grandes o pequeños, de carbón.

-Este año, el día de la mujer homenajeamos a una señora que se mató respigando- explica Pilar.

Petra Latorre se mató respigando.

Petra Latorre se mató respigando carbón.

Petra Latorre fue una mujer que en 1949 sufrió un accidente en la escombrera. Dice Deli que normalmente antes de tirar los restos a la escombrera siempre miraban. Y lo hacían porque respigar era una actividad más del día a día de la (no)mina y tenían cuidado. Pero esa vez, al tirar el escombro se cayó la vagoneta y no sabían que abajo había alguien. Le cayó la vagona encima a Petra Latorre. Y la mató. Porque las mujeres que iban a respigar iban por su cuenta y riesgo, sin ningún tipo de garantía ni protección.

Petra Latorre se mató respigando carbón por ser viuda.

Porque, si tu única salida en la vida es casarte, ¿qué te queda cuando tu marido está muerto?

La madre de Deli también respigaba.

-Mi padre murió a raíz de un accidente en la mina y mi madre se quedó viuda con cinco hijos. Y cobraba muy poquico de viudedad. Yo la recuerdo que iba a buscar carbón a la escombrera para luego venderlo. Venía con un rodete en la cabeza y un saco encima y otro a la espalda. Siempre se encontraba algo, entonces… lo utilizabas para calentarte o para venderlo.

La madre de Deli respigaba y “hacía de todo, pobrecica”:

-Ayudaba a don Manuel y a don Vicente a traer niños al mundo, ayudaba cuando hacían aquí las autopsias, ¡ha sido hasta enterradora! -cuenta Deli.

Vivir en Escucha implicaba estar rodeada e impregnada de mina. El padre, el marido y el suegro de Deli ¡y sus siete cuñados! han sido mineros. Amparo, su padre y su marido, que vino de Sevilla y se enamoró, también. Antonia igual. Pilar, además, añade a los abuelos paternos y ¡su padre hasta ganaba concursos nacionales por ser el mejor entibador! Es decir, por ser el mejor “apuntalador” de la mina, por saber calcular a ojo las medidas necesarias de las vigas de madera, cortarlas a hachazos y colocarlas para que el techo no se cayese y facilitar los pasillos de la mina.

-Es que los chicos salían de la escuela y a los dos días todos a la mina -explica Amparo.

Todos los hombres que han estado en sus vidas han sido mineros.

Toda su vida ha girado alrededor de la mina: recuerdan el economato, que ofrecía productos más baratos para las familias mineras, y que regalaba a las niñas y los niños juguetes en navidad.

-Cambiaban el color o lo que fuera, pero ¿una muñeca?, ¡pues para todas la misma! Luego resulta que en la época eran de cartón y le lavabas la cara en la fuente y adiós muñeca -ríe Antonia.

Recuerdan, también, la vida y los cuidados comunitarios.

-Yo desde los siete años me tenía que hacer cargo de mis hermanos, porque mi padres tenían un campo y a la mina se sumaba la tierra. Pero siempre estaban las vecinas, me decían: “¿Antonia, has levantado a tu hermano?, ¿le has dado de desayunar?”. Y si yo quería algo: “¡tía Dolores, tía Pilar, tía Josefa. Que no me puedo abrochar el vestido!”, en aquella época todo eran tías. Era todo muy familiar. No se cerraba ninguna puerta en el pueblo ni de día ni de noche- dice Antonia.

En las siguientes década el contexto minero vuelve a cambiar. A finales de los años 60 principios de los 70 llegan la Central Térmica y el Pozo Pilar. Esto conlleva un cambio a muchos niveles. Llega una nueva ola migratoria por la demanda de empleo. Las condiciones económicas mejoran, y mucho. Las condiciones tecnológicas, con maquinaria potente, también. Y por supuesto, las de seguridad. La minería más tradicional, aunque a otra escala, también mejora respecto a los años anteriores, aunque las condiciones siguiesen siendo insuficientes. Ellas, entonces, seguían al pie del cañón. ¿Que había que hacer una huelga? Ahí estaban ellas.

-Recuerdo en una huelga cortando el tráfico ¡quemando ruedas!, ¡nosotras!, y no dejábamos pasar a nadie -cuenta Deli.

-Y el que tenía que ir a Teruel al médico, le dejábamos. Pero al resto… ahí nos quedamos las mujeres para que no pasara ni Dios -sentencia Pilar.

Fundido a negro.

Silencio.

Hasta aquí hablamos en pasado, porque todo esto ya no existe.

-La mina que ahora es el museo se cerró en el 68 y el resto de minas empezaron a cerrar entre principios de los 90 y el 2002. La Central creo que cerró del todo en 2012 -comenta Antonia.

-La mina ha dado vida a estos pueblos. Pero si hubiese seguido, nuestros hijos habrían seguido también… – reflexiona Deli.

Y aunque todas estaban acostumbradas a tener maridos mineros, ninguna deseaba vivirlo con sus hijos.

-Se sufría mucho cuando pasaba algo -dice Pilar.

-Estabas tranquila mientras no fuese la hora de venir. Como tardasen en venir… -sigue Deli.

-Tardaban un poco y sí, ya estabas intranquila -asegura Amparo.

-Pero, algunas veces, les obligaban a hacer horas y ya nos lo decían para que no pasásemos pena -recuerda Pilar.

-Venía alguien o algún vecino “oye que se ha quedado a hacer una hora”, pero si no venía nadie a decirte… -se apena Amparo.

¿Y el presente?

-Mira, ahora, las únicas que trabajan en la mina, menos el Javi, son todas mujeres. Además en el interior. Son las guías del Museo Minero y bajan todos los días ¡y varias veces! -explica Deli.

***

-Mi abuelo murió en esta mina.

Manoli Martínez Moreno tiene 55 años y me está contando sus orígenes mientras comemos en el restaurante del Museo Minero de Escucha, que tiene ricos platos, algunos, como todo en este pueblo, con influencia minera, como las albóndigas Se Verá. El abuelo de Manoli murió en esta mina, ahora museo, conocida como la Calvo Sotelo o mina Se Verá. Hay varias versiones de por qué la mina se llamaba Se Verá.

La más veraz es que, cuando en 1862 empezaron a explotarla, la titularidad de estas tierras se la rifaban entre dos. Ambos decían que era suya. Uno empezó a explotarla y el otro lo llevó al juzgado. Y, cuando le decían “¿la mina es tuya?”, respondía “eso ya se verá”. Otra historia cuenta que cuando le preguntaban al dueño “¿habrá carbón?” este decía “pues, se verá”. “¿Habrá trabajo?”, “ya se verá”, y tantas veces lo dijo que se le denominó así. Agustín, de la asociación, sin embargo, dice que su padre siempre la llamó la Severa, porque el trabajo era muy duro.

-Mi abuelo vino preso cuando la guerra por rojo. Vino de Almería con mi abuela porque ya estaban casados. La abuela se quedó viuda. Mi madre se separó muy joven y éramos cinco. Y entonces es que es el rol que teníamos las mujeres, con 14 años te tenías que dar vida -explica Manoli.

La madre de Manoli tenía el bar del pueblo. Cuenta que ella desde los 12 13 años o estaba en casa lavando ropa con la abuela, planchando y metiendo sacos de carbón, o le tocaba turno en el bar. Allí daban comidas, entonces cuando salía el relevo, es decir, el primer turno de la mina, se llenaba.

-Si nevaba y no podían volver a casa, se pegaba toda la noche abierto el bar, venían las fiestas del pueblo y para mí era más trabajo, era irme a casa en vez de a las diez de la noche a las cuatro o las cinco de la mañana. Era una vida de mujer, desde pequeña ya te inculcan que tienes que trabajar. Es lo que había.

Con 17 o 18 años dice que ya le empezó a cambiar la vida en todos los aspectos, porque ya había televisores, las lavadoras eran más modernas y poco después se casó. Manoli recuerda cómo le impresionaba ver a los mineros salir sucios, con los monos, con los cascos.

-No es lo mismo ver el museo que ver la mina cuando trabajaban. Porque el calor agobiante, el agua corriendo por el suelo guarro, el ambiente, el ruido ensordecedor…

El Museo Minero de Escucha es muy especial porque es la única mina de carbón que se puede visitar en toda España a esta profundidad y la única donde, durante la visita, se está en una tajo de real de carbón -junto a Pozo Sotón en Asturias- ”.

Lo cuenta Rosa María Rodríguez Martínez, una de esas mujeres guías del museo que, dándole la vuelta a la historia, hoy bajan a la mina varias veces al día. Ella, natural de Escucha, de familia minera, vive su profesión con pasión.

-Para mí estar aquí ha sido un reto personal: el reto de estar en mi pueblo, tener trabajo, hacer que se conozca… Miro la mina como si fuera mía, ¡parece que soy yo la gerente de la empresa!

Rosa María transmite esta sensación a lo largo de la visita, donde combina un manejo envidiable de datos con un carisma magnético.

-Bajaremos en trenecito 33,36 grados de inclinación 220 metros de longitud. Como un Dragon Can, -ríe- pero, si se rompe, corre más.

Dentro se abre otro universo. Uno en el que la madera habla y avisa con sus crujidos de que algo no va bien. Uno en el que como medidor de seguridad, en vez de pájaros, se usaba a las ratas que merodeaban

-El minero lo que hacía era comerse el bocadillo y darle un poco a ellas, para que no se marcharan. Las ratas ante cualquier situación de peligro huyen, notan la temperatura, la falta de oxígeno, prevén la catástrofe… si no había ratas, mal asunto.

Uno de mascarilla, lignito, candiles y explosiones. Uno en el que descubrimos que la expresión “ir al tajo” viene del léxico minero.

En una de las cavidades laterales de la galería en la que estamos aparece un altar: “Es Santa Bárbara, la patrona de los mineros y de las profesiones de riesgo”, explica Rosa María. Santa Bárbara de Nicomedia fue torturada por su padre con hierros candentes por querer casarse con quien no le tocaba (en concreto, con Cristo). Luego la justicia, además, la condenó a muerte. Por si no fuera suficiente, la remató un rayo. Por eso, Santa Bárbara protege de las tormentas y cuida las profesiones relacionadas con explosivos, electricidad o fuego, como artillería, minería o fundición.

Dice Rosa María que en las minas españolas no hay altares, que este lo han puesto ahí porque es un museo: “A Santa Bárbara la tienen o en la bocamina (en la entrada) o en la lampistería. O pueden bajar alguna figurita, aunque tampoco es lo propio. Para ver altares dentro de la mina nos tenemos que ir a Latinoamérica”. Me vienen a la cabeza esa suerte de demonios sonrientes y erectos de los que habla Ander Izagirre en Potosí: “El Tío es el espíritu que gobierna las profundidades, el compadre de los mineros, el patrón que fecunda a la Pachamama, a la madre tierra, para que produzca vetas de mineral. Cuando está satisfecho, hace que las vetas afloren; cuando se enfada, provoca derrumbes. Este Tío tiene el regazo cubierto por cajetillas de tabaco, garrafas de alcohol puro y una maraña de serpientes, confetis y hojas de coca que los mineros le lanzan durante las challas”.

-En las minas de allí se quedan rezando, aquí se van corriendo al bar con San Miguel, -bromea Rosa María- aunque la fiesta de Santa Bárbara se celebra tanto o más que las patronales porque aquí todos, es que… no ha habido otra cosa que la mina. Esto es lo que hay que aprender, a diversificar.

Santa Bárbara es el 4 de diciembre y se festeja con una procesión nocturna. Se apaga el alumbrado público y las agrupaciones del pueblo encienden los candiles, las lámparas de carburo que usaban los mineros de antaño. Y desfilan con la figura de la mártir desde la iglesia hasta el Museo Minero. A esta tradición rescatada se le han unido otras más recientes. Al punto de la mañana, “el despertar minero”: unas sirenas suenan por todo el pueblo simulando las que daban comienzo a una nueva jornada laboral en la mina. Al medio día, una comida popular, en la que hace años las mujeres se encargaban de prepararlo todo y los hombres solo gozaban a mesa puesta. Ya no. Ahora disfrutan ellas también.

-Las mujeres han apoyado muchísimo de bocamina hacia fuera. Una barbaridad -dice Rosa María.

Y no es lo único que ha cambiado. En Santa Bárbara siempre se ha homenajeado a los mineros, uno a uno, de mayor a menor edad, por el servicio prestado. Primero fue solo a ellos, pero ahora se le da este reconocimiento también a las mujeres, porque son y han sido el sostén de la familia minera.

***

Detrás de un minero hay una hija que empezó a trabajar a los 12 años, hay una esposa que le frotó en el barreño para que la mezcla de barro, polvo de carbón y sudor saliese de su piel, hay una hermana de nueve años que se la pasaba entre el lavadero y la cocinilla. Detrás de un minero hay una viuda de minero con cinco hijos que tiene que respigar carbón y renacer desde los escombros, desde la escoria de la mina. Detrás de un minero hay una madre que no quiere que sus hijos sean mineros. Detrás de una huelga de mineros hay mujeres cortando la carretera y quemando neumáticos. Detrás de la mina no hay nada más, hay carbón para ellos y paro para ellas. Detrás del carbón, están ellas.

Al dejar Escucha quedan acúfenos, como ese zumbido tras un concierto o una rave, o una noche de discoteca. Que a veces hasta se te queda un trozo de canción atrapada en el tímpano y la sigues oyendo en medio del silencio. Otras veces, es solo un zumbido.

El tinnitus de Escucha es el eco de voces -de tres generaciones diferentes- como la de Pilar, Deli, Manoli, Rosario, Amparo, Rosa María o Antonia.

Este reportaje pertenece al proyecto de investigación: 2020/0480, Estudio de la situación del mundo rural aragonés desde una perspectiva de género, financiado por la Diputación General de Aragón (DGA) y subvencionado por el Pacto de Estado contra la Violencia de Género

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