Violencia materna hacia la infancia y el lenguaje de la culpa
Las relaciones de poder también existen en la diada madre-criatura, pero es importante analizar esas violencias dentro del sistema patriarcal que culpabiliza e invisibiliza las dificultades de la maternidad.
Cuando se produce un acto de violencia de un padre hacia sus hijos e hijas o cuando hablamos de violencia vicaria, inmediatamente hay una resistencia machista de alusiones a la violencia ejercida por las madres, llenas de datos falsos, fake news y síndromes inexistentes como el SAP. Evidentemente, las relaciones de poder existen en la diada madre-criatura. Sin embargo, es urgente analizar estas relaciones dentro del sistema patriarcal y de los contextos específicos y no caer en la trampa de igualar las violencias, jamás justificándolas, pero sí entendiendo que forman parte de procesos totalmente diferentes.
Cuando una madre tiene un bebé no parte de cero ni se resetean sus experiencias previas. Las dinámicas machistas, discriminatorias y opresoras en las que se encuentran la mayoría de mujeres tienen mucho que ver en su relación posterior con la crianza. Por ese motivo, madres que han sufrido (y sufren) todo tipo de violencias, pueden reproducirlas contra quienes están por debajo en esas relaciones de poder: la infancia. Mantenemos en el imaginario social la imagen naturalizada de madres abnegadas y amorosas, que pueden obviar todos sus problemas y dificultades en la relación con sus criaturas. Es cierto que la maternidad produce profundas transformaciones y que el amor materno, cuando se establece el vínculo, genera una conexión única. Pero también hace que te encuentres con tu propia sombra, como nos cuenta Laura Gutman, con tu pasado, con tus miedos y con tu propia infancia. En ocasiones ese encuentro puede ser sanador, pero no siempre somos capaces de enfrentarnos a tal cantidad de violencia y gestionarla positivamente. Y, además, solas. A pesar de la catarsis que provoca, la experiencia de la maternidad no va por libre, es un continuum del resto de nuestra vida.
La violencia que sistemáticamente se ejerce contra las madres tiene un fuerte carácter social, cultural e institucional. Paternalismo, violencia obstétrica, separación al nacer, presión y chantaje, infantilización, sobrecarga, crítica y juicio, desprotección legal e institucional, desprestigio social, precariedad, falta de tiempo, ausencia de derechos y recursos, espacios y modelos de ciudad patriarcales, etc. Madres cuestionadas, saturadas, infantilizadas, violentadas, culpabilizadas, empobrecidas. De repente, se encuentran con una lista de objetivos a cumplir que nada tienen que ver con sus emociones, sus necesidades y ni siquiera con las necesidades de sus criaturas. Piensan que lo están haciendo mal, que no son capaces, que les vino grande, porque no pueden cumplir con las expectativas que, desde fuera, se crearon sobre ellas. En muchas ocasiones, como están tan inmersas en el sistema, en lugar de devolverle la pelota y cuestionarlo —y ante la imposibilidad de mantener una culpa constante— trasladan la responsabilidad a la infancia. Así se construyen los niños y las niñas que no se adaptan a las expectativas socioculturales que habitamos: “malos/as”, con problemas de sueño y alimentación generalizados, que no saben jugar solos/as, que “lloriquean” mucho, que contestan, que no dejan tiempo libre, que no se están quietos/as, que no se callan, que molestan, etcétera. Ahora, la culpa recae sobre la infancia. Este modelo de crianza hegemónico se aplica desde arriba con la connivencia de todos los sectores sociales e institucionales y pasa directamente a la madre. Muchas de ellas, solas, sin recursos, sin apoyo, sin derechos, invisibles en sus crianzas, desaparecidas de la sociedad, van acumulando toda esa violencia y la ejercen, no solo contra quienes pueden, también contra quienes ahora están en posesión de la culpa. Por eso, cuando una niña o un niño no cumple con las expectativas sociales y, por lo tanto, con las expectativas de la madre, se produce una gran tensión y se convierte en la imagen misma del fracaso materno ante la sociedad. En este mundo adultocénctrico la infancia sería, por lo tanto, el enemigo que deja ver nuestra incompetencia.
Algunas madres, tras generar un importante vínculo con su bebé, son capaces de poner el foco en el sistema que las está maltratando en lugar de ponerlo en la infancia. Aún así, las madres que defienden una crianza respetuosa también se saturan y explotan, gritan y aparece la rabia, el agotamiento y la frustración. Por eso muchos consejos de la crianza con apego, si bien son importantes porque ponen el foco en la infancia, pueden generar culpa en las madres, al ser teorías generadas en universos idílicos e inexistentes, que muchas veces no se pueden trasladar a los contextos precarios, competitivos, neoliberales e individualistas en los que viven la gran mayoría de madres. Por eso sabemos hablar entre nosotras en el lenguaje de la culpa. En los grupos de apoyo a la lactancia materna resuena sin parar esa palabra, entre lágrimas: culpa porque no sabía…; porque no sé…; porque acepté…; porque me dijeron…; porque igual no lo estoy haciendo bien…; porque no pude”. Reconforta escuchar a las demás madres decir: “Sea lo que sea, fuera la culpa”, como la canción de las Cadiwoman. Son imprescindibles estos espacios libres de juicios, donde cada madre pueda compartir su experiencia sin temor. No necesitamos clases magistrales, sino tribu. Proteger la diada implica mucho más que generar una relación saludable entre madre y bebé. Implica que sea el centro de acción y de desobediencia. El centro de la acción política.
También es frecuente observar cómo algunas madres proyectan sus frustaciones y expectativas sobre sus hijas. Ya sean madres conservadoras que quieren construir mujeres a su imagen y semejanza, o sean madres que quieren para sus hijas lo que ellas no tuvieron o lo que consiguieron a través de la lucha feminista. En ambas situaciones se provoca una gran presión sobre las hijas, quienes sienten que el amor que reciben depende del cumplimiento de objetivos y buscan sin cesar su aprobación y reconocimiento. Algunas incluso han sentido la ausencia de madres cariñosas, llevada al extremo en películas como Kajillionaire, provocando así una herida primal. Sin embargo, también vemos cómo a las madres se las juzga individualmente, sin rastro de responsabilidad social. Lo más curioso es cómo se saca a los padres de esta ecuación, aunque estén participando en la presión hacia las hijas, las ignoren por completo o las abandonen. Incluso aunque estén ejerciendo violencia sobre la madre. En ocasiones, las mismas hijas demandan y culpabilizan más a la madre que al padre, seguramente porque esperan más de ella, porque la ruptura del vínculo materno es mucho más dolorosa y traumática o porque la cultura patriarcal siempre pone el foco de la culpa sobre la mujer. Igual que pasa con muchas separaciones o divorcios, se puede producir una idealización del padre ausente o sin responsabilidades. Normalmente, es la madre la que queda ahí, presente, constante, sola y con todos sus fantasmas asomando.
¿Estoy justificando la violencia que ejercen algunas madres? Jamás. La infancia debe estar siempre protegida y siempre a salvo. Pero como sociedad, deberíamos apostar por la prevención y saber cuáles son los motivos (sociales y estructurales) que llevan a algunas madres a ejercer cualquier forma de violencia o a permitirla. Cuáles son los motivos por los que se construyen las madres patriarcales, con ausencia de apego y donde la infancia se transforma en espejo de frustraciones. La ausencia de derechos y recursos para maternar (como critica Petra Maternidades Feministas) también lleva a algunas madres al límite. Muchas se encuentran en situaciones de riesgo extremo, como la pobreza y una fuerte violencia estructural e institucional.
Contaré un ejemplo real: una familia vecina, madre con seis criaturas y padre ausente, ocupas en una casa desahuciada del banco, medio destruida, sin las necesidades básicas cubiertas, vendiendo cada día lo que tienen a mano para poder comer. Y mucha violencia hacia las criaturas. La primera reacción es contactar con servicios sociales: estos niños y niñas deberían estar protegidos. Surge entre la gente bien posicionada la idea de retirada, pero nadie presta atención a la madre: todo el día con un bebé a cuestas, lava toda la ropa a mano hasta que la barandilla de la calle se llena de colores, sabe dónde están sus seis hijos/as en cada momento y les grita si se alejan demasiado. Al poco tiempo, le ofrecen un alquiler social y las violencias se reducen. Apenas hay gritos e insultos. Tienen un hogar, el mínimo de seguridad que toda familia debería tener. Por supuesto, jamás se me ocurriría hacer de la pobreza un sinónimo de violencia (la madre pobre no ejerce más violencia que la madre de clase media/alta y también habría que tener en cuenta aquellas violencias que están normalizadas en nuestra sociedad). Pero el maltrato continuado del sistema, la desprotección y la inseguridad para subsistir generan situaciones límite en algunas familias y se pueden reproducir hacia dentro las violencias que externamente se están ejerciendo sobre ellas. No mucho tiempo después, desahuciaron a esta madre y sus criaturas por no hacer frente al pago del alquiler social.
Cuando Nancy Shepherd nos habla de las madres del nordeste de Brasil, muchas autoras utilizan esta obra para argumentar la ausencia de amor materno. Las madres que la autora describe experimentaban la muerte de bebés con mucha frecuencia, por ese motivo, dejaban ir a los bebés que nacían más débiles, es decir, no les ponían nombre, apenas les dedicaban cuidados ni cariño y no mostraban duelo en su muerte (aunque esto ha sido después cuestionado por posible etnocentrismo). Sin embargo, eran madres amorosas con los bebés que sobrevivían. Es profundamente clasista analizar esta situación para argumentar que el amor materno no existe, poniendo el foco en las madres, sin tener en cuenta las estrategias sociales que tienen que desarrollar para poder sobrevivir psicológicamente a la cantidad de muertes perinatales y neonatales por situaciones de violencia extrema hacia ellas. La desconexión del bebé no se limita a estos entornos tan extremos, es algo frecuente en los países occidentales y afecta por igual a todas las clases sociales. Se puede generar por la violencia y presión ejercida hacia la madre, la separación del bebé tras el parto, la falta de apoyo y el exceso de juicios, los estilos de crianza hegemónicos que consideran al bebé un ser autónomo y todo aquello que dificulta la creación del vínculo.
Poner el foco en las madres, en general, es devolverles la culpa que siempre llevaron puesta, es omitir la parte estructural. Por supuesto, sin quitar responsabilidad a los actos individuales y protegiendo a la infancia. Pero al mismo tiempo tenemos que saber que muchas de estas violencias se producen al intentar adaptarse a un sistema que las violenta continuamente y no todas las mujeres tienen la forma ni los recursos para escapar o rebelarse.