Nadie muere de amor

Nadie muere de amor

'Love, again', una novela de Doris Lessing, que aborda la historia de dos mujeres, Sarah Durham y Julie Vairon. Una radiografía implacable de las emociones humanas, un recorrido por el deseo sexual, el amor y la amistad.

27/10/2021
 Doris Lessing durante una intervención en un congreso de literatura. Fótografa: Elke Wetzig

Doris Lessing durante una intervención en un congreso de literatura. Fótografa: Elke Wetzig

El 22 de octubre de 1919, en el altiplano nevado de Kermanshah, nació Doris Lessing. En algún momento del día su terca cabeza rompió los límites acuosos del cuerpo materno y apareció en este mundo raro. El suyo fue un parto complicado, con fórceps que le dejaron marcas temporales en la cara. También por la pandemia de gripe que dejó millones de muertos ese año, por la posguerra de la que sus padres, y su época, fueron peones y víctimas. “¿Puedo suponer que ese difícil nacimiento dejó cicatrices en mí… es decir, en mi carácter?”, reflexiona Lessing en el primer volumen de su autobiografía. Imposible saberlo. Como es habitual, una parte importante de sus recuerdos de infancia son volubles, dudosos, psicoanalizados. Otros son precisos, físicos, incluso históricos. Y esto último, su carácter de persona inmensamente trabada con la historia y la política de su tiempo, la convierte en una suerte de arma doble para nuestros afanes literarios y políticos del presente.

Su padre, como excombatiente británico lisiado de la primera guerra mundial, tenía derecho a convertirse en colono. La familia se trasladó a la entonces llamada Rodesia del Sur, hoy Zimbabue, y establecieron con dudoso éxito una casa rodeada de campos de maíz. Se decían pobres y no racistas, pero Doris ya empezaba a entender el alcance de la discriminación y los privilegios propios.

Entre las férreas paredes del centro religioso para niñas blancas donde estudió, intentó refugiarse en la lectura. Leyó los clásicos occidentales y The Story of An African Farm, de Olive Schreiner. Aprendió a gestionar la soledad y el aislamiento, construyó muros infranqueables sobre su frágil interior para seguir pareciendo, a toda costa, una muchacha fuerte. Luego tuvo que abandonar los estudios y volvió a la granja. Se adentró en la jungla, se escapó de casa, viajó hasta donde los endebles tentáculos familiares pudieron facilitar cobijo con conocidos, encadenó empleos temporales y creció.

De esa época son sus primeras reuniones políticas en el Club del Libro de Izquierda. “Eran un hatajo de blandos socialdemócratas, pero mejores que nada”. Desertó por decepción, entró en una fase hedonista de la que procede, probablemente, su feliz relación con el cuerpo propio y la sexualidad, así como la semilla de su anti-dogmatismo. “Cuantas cosas, en verdad, metí dentro de aquel año. No solo conecté llamadas telefónicas y bailé y confeccioné vestidos y fui al cine. Leí. Cuanto leí. (…) Lawrence. Thoreau y Whitman. A Olive Schreiner se había añadido Virginia Woolf. Me sentía como con dos hermanas mayores (…) Si los que me rodeaban no me comprendían, lo harían Virginia y Olive”.

Sin embargo, no era tan fácil; Doris no era feliz. En 1939 permutó su infelicidad por otra al contraer matrimonio con Frank Wisdom, con quien tuvo sus dos primeros hijos, John y Jean. Frank compartía con Doris la pasión política y la alcohólica; junto a colegas de similar talante formaron un grupo que luego, por decepción, aburrimiento e inquina, dejó de funcionar como tal. Lo mismo ocurrió con su matrimonio.

En 1943 se casó con Gottfried Lessing. Y tres años después nació su tercer hijo, Peter el que la acompañaba, alcachofas y ristra de cebollas en mano, el día que la prensa acudió a su domicilio londinense, en 2007, por la adjudicación del Nobel de Literatura. Y otra vez intentó una vida donde pudieran completarse sus afanes políticos, sexoafectivos e intelectuales. En su autobiografía, cuenta con cierta estupefacción lo complejo que le resulta determinar sus años de entrada y pertenencia al Partido Comunista. Sin embargo, sabemos que participó con ahínco en los debates sobre racismo, género, clase, guerra y capitalismo de su tiempo, y que su forma honesta y radical de hacerlo la dejaba siempre, irremediablemente, sola.

Tres ideas cristalizaron entonces con fuerza en el interior de la joven como deberes inapelables. Marcharse a Londres. Escribir. Cambiar el mundo. Llegó a Londres en 1949 con Peter en brazos y el borrador de Canta la hierba escrito y reescrito durante años. Empezó una vida azarosa de trabajos inestables y mudanzas, y en medio de esos vaivenes logró aquello que quería: sacar adelante su carrera literaria y embarrarse de política.

Las notas entrecomilladas de los párrafos anteriores proceden de los dos volúmenes de su autobiografía, Dentro de mí (1994) y Un paseo por la sombra (1997), traducidas respectivamente por Marta Pessarrodona y María Faidella. Cuenta Lessing que se animó a escribirlos por una serie de biografías no autorizadas y notas que salían aquí y allá relatando falsos pasajes de su vida. “Los escritores son como perchas en las que colgar las fantasías de la gente”. En cambio, para hablar de sí misma y de los otros Lessing apelaba al decoro y la responsabilidad, también a la delicadeza.

En 1990, mientras escribía Dentro de mí, andaba de viaje por el sur de Francia, “en la zona de colinas tras la Riviera, visitando ciudades y pueblecitos deliciosos que hace siglos fueron creados como fortificaciones de las colinas”. Es fácil intuir que se hallaba en la preparación de Love, again, traducido por Marta Pessarrodona como De nuevo, el amor (Ediciones Destino, 1996). Se trata de una novela deliciosa donde Lessing aborda la historia de dos mujeres, Sarah Durham y Julie Vairon, nacidas en épocas distintas, cuya superposición alienta interesantes disquisiciones.

La protagonista es Sarah Durham, una dramaturga sexagenaria, viuda, madre de dos hijos que ya no están y tía de una muchacha difícil. Sarah dirige, junto a otras apasionadas colegas, un teatro en Londres llamado The Green Bird. Se mueve cómodamente por la vida, disfruta de casi todo lo que hace, observa con cierta ironía y compasión los avatares de la vida joven, donde tantas cosas tienen que ocurrir y dragar la carne todavía.

La primera pista interesante surge al principio del libro. Sarah Durham está sola en su casa londinense, es tarde, debería dormir, aunque a ratos cae sumergida en pensamientos relacionados con la nueva obra de cuya puesta en escena ultima detalles. Escucha acordes y versos de la Comtessa de Día, aquella trovadora provenzal tan poco tenida en cuenta por los estudios trovadorescos llevados a cabo, como no, por hombres. Expertos en literatura medieval, para los que, errónea y no casualmente, las trovairitz fueron poetisas de ardientes y escasas palabras, lascivas e impúdicas, y, sobre todo, prescindibles.

El montaje teatral en cuestión contará la vida del otro personaje, Julie Vairon. “En los años ochenta del siglo pasado, en la Martinica, una bella muchacha –una mestiza como la Josefina de Napoleón– fascinó a un joven oficial francés. (…) Era la hija de una mujer mulata que había sido la amante del hijo del propietario de una plantación. Cuando él heredó la plantación, se casó convenientemente con una pobre aunque aristocrática muchacha de Francia, pero siguió siendo el protector de Sylvie Vairon, aunque se rumoreaba que era mucho más que eso. Dispuso que la muchacha recibiera educación, por lo menos al mismo nivel que las hijas de la rica familia vecina”. Así pues, Julie Vairon crece en Martinica, es instruida en música, literatura y artes plásticas. Recibe toda la educación al alcance de una mujer de aquellos tiempos; solo que su singular inteligencia y el color de su piel la convirtieron en algo más: una especie de afrenta sistémica, rara avis que representaba todo lo que la sociedad pretendía esconder.

En cuanto pudo medirse con su entorno, Julie comprendió “su gran desventaja social, puesto que la habían educado por encima de sus expectativas e, incluso, posibilidades”. Su belleza física y sus dotes líricas vinieron a alimentar el mito y, durante un tiempo, jóvenes soldados aburridos acudían a la casa donde Julie vivía con su madre, Sylvie, para disfrutar de una charla distendida y un recital. Uno de esos jóvenes se enamoró de Julie y, sin arriesgar demasiado su estirpe blanca porque no se casó con ella, escaparon juntos a Francia.

Ya en Europa, lo primero que encontró fue el portazo de los padres de su amado. Éste optó por ofrecerle una casa de piedra en un bosque aislado, donde Julie vivió el amor oculto hasta que el joven fue destinado a Indochina. La familia de él le ofreció dinero a cambio, dinero que ella devolvió junto a una petición: no quería caridad, sino ayuda para encontrar un trabajo.

Así se convirtió Julie Vairon en institutriz de las hijas de varias familias burguesas. Eso sí, a pesar de los gentiles ofrecimientos para que se convirtiera en interna, ella se mantuvo firme, negándose a cambiar su vida independiente en la casa del bosque. Si no podía vivir aquel amor prefería vivir sola, y, sobre todo, libre. Mediante los diarios que escribió, los autorretratos en los que intentaba capturar el paso del tiempo y sus logradas composiciones musicales, Sarah Durham reconstruye la vida de esta mujer, de esta artista. Por tanto, la mención inicial a la Comtessa de Día no es baladí, ubica a Julie Vairon en una tradición cuyo rescate debemos, en gran medida, a la crítica literaria ejercida por mujeres a partir de 1970.

En A Literature of Their Own, From Charlotte Brönte to Doris Lessing, (Princeton University Press, 1977), Elaine Showalter observa que Doris Lessing “intenta unificar los fragmentos de la experiencia femenina a través de la visión artística, preocupada por la visión de autonomía de la mujer escritora”. Desde el título, Showalter la considera el último eslabón de una tradición literaria femenina inglesa determinada por un marco temporal. “Así Jane Eyre anticipa y de hecho formula el combate a muerte entre el Angel del Hogar y el diablo en el cuerpo que es evidente en la ficción de Virginia Woolf, Doris Lessing, Muriel Spark, y otras novelistas británicas del siglo veinte”.

El estudio de Showalter es casi dos décadas anterior a esta novela, pero, indiscutiblemente, las semillas de la obra de Lessing venían germinando desde cuatro décadas atrás. Para abrir el capítulo XI de su ensayo literario, Elaine Showalter escogió la siguiente cita de El Cuaderno Dorado: “¿De qué manera eres diferente? ¿Dices que no ha habido artistas mujeres antes? ¿Qué no había mujeres independientes? ¿Qué no había mujeres que insistían en su libertad sexual? Te digo, hay una gran fila de mujeres que se extiende tras de ti hacia el pasado, y tienes que buscarlas y encontrarlas en ti, y ser consciente de ellas”.

Pero volvamos a Julie Vairon. Años más tarde, con veinticinco, vive una segunda historia de amor con otro joven francés. El rechazo social se repite, la relación oculta dura tres años y culmina con el nacimiento de un niño que muere al poco tiempo de una estúpida enfermedad, como tantos niños entonces. Como era de esperar, Julie queda devastada. Aquel suceso acrecentó la persecución y el juicio contra su modo de vida. Se especuló con asesinato y brujería, y Julie necesitó de un coraje descomunal para reponerse en soledad, pues el muchacho ya había sido apartado de ella y enviado a servir al ejército.

Otra vez, recurrió a la familia causante de la separación pidiendo ayuda en forma de empleo, y por la misma mezcla culpabilidad ajena y talento propio, lo consiguió. A partir de entonces, según recogen sus diarios, vivió bien, por sus medios, la vida relativamente libre y creativa que quiso vivir. Por supuesto, no fue fácil. Los rumores nunca cesaron y Julie, aunque mantenía la frente alta, tenía una dura opinión de sí misma.

Rondaba la treintena cuando un hombre mayor le propuso matrimonio. Julie aceptó sabiéndose no enamorada, pero sí cómoda junto a él, reconocida. En su investigación, Sarah Durham acota la siguiente entrada del diario: “Le quiero tanto, y no hay nada insensato en esta proposición. ¿Por qué, pues, le falta convicción?”. Luego, durante los preparativos de la boda, Julie conoce al hijo de su futuro marido, un atractivo hombre de su misma edad. Entonces toda la serenidad anterior se desvanece. La convicción faltante se encarna de manera inesperada, y ella presiente un futuro gris, un matrimonio mediocre que acabaría por asfixiarla y al que tampoco se atreve a renunciar. Mira a su alrededor y no encuentra paz. Su entorno la sigue rechazando por su intelecto, su modo de vida y su físico. Nadie la entiende, está cansada, y presa de unos ánimos nefastos, se suicidó en un estanque de aguas heladas.

Años más tarde, toda la persecución fue olvidada y un murmullo de curiosidad sobre su figura artística y su persona viajó entre Francia a Inglaterra. Es en medio de ese interés, que The Green Bird decide adaptar su vida. Sarah Durham tiene que escoger qué contar de Julie Vairon. Desde luego no las historias de amor, no solamente, y desde luego nunca como una víctima. Hay una batalla importante entre las distintas lecturas posibles. Sarah Durham las libra con naturalidad, quitándole importancia al romanticismo y la victimización que surgen como primer postulado de quiénes se acercan a su figura y dicen, con lágrimas en los ojos. “Ella era pobre pero honrada”. Sarah sabe que debe buscar lo demás, lo que permanece enterrado por la ceguera de los hombres que la han abordado como un personaje exótico, sabe que debe buscar la verdad artística e histórica de Julie Vairon sin negar aquello que hable de los amores que vivió, de la huella que estos amores dejaron en ella. Y Lessing tiene que escoger como hará esto Sarah Durham.

Bien podría hacerlo quirúrgicamente, aposentada en sus privilegios de mujer respetable, sin mojarse. Aunque, por suerte, escoge otro camino. Sarah Durham se enamora dos veces a lo largo del libro, y sufre por ello. Primero de un jovenzuelo de veintiséis años y belleza extraordinaria, un tipo irreverente cargado de carencias afectivas y económicas que busca llenar desesperadamente. Después, se enamora de un hombre casado y débil que ronda los cuarenta años. Dos amores imposibles. Imposibles en el mismo sentido que los de Julie Vairon: el sentido de orden patriarcal que necesita ubicar a las mujeres en una ordenación inferior para sostenerse. Y así llegamos a un punto donde lo que deja fuera de juego a Sarah Durham no es el amor, sino su edad contrapuesta a su deseo y a su valentía. Del mismo modo que a Julie Vairon no la condujeron al suicidio las románticas aventuras soldadescas, sino la presión que sufrió a causa de su color de piel, su origen y su condición de mujer emancipada. Las dos mujeres quedan unidas por una impostergable necesidad de transgredir, no como provocación, sino porque los límites alrededor de ellas son muy estrechos.

“Enamorarse es recordar que uno es un exiliado”, dice la voz narradora al final de la novela. Es una metáfora interesante. Julie Vairon vivió múltiples exilios. Era negra, migrante, libre y artista. Y defender con el cuerpo propio una vida en los márgenes, una existencia subversiva, un desplazamiento permanente, fue, sin dudas, su verdadera fuente dolor.


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