Economía de cuidados como base invisible de la violencia
Hablar del contexto en el que se desarrolla la violencia machista implica también señalar las estructuras de poder en las que se basa un sistema de discriminación. Existe debate sobre si se puede hablar de una violencia económica específica contra las mujeres, pero lo que parece claro es que la discriminación económica favorece el desarrollo y la perpetuación de violencias directas. Los sectores feminizados suelen ser los más precarios y la tasa de temporalidad es mayor entre las mujeres.
“Estuve interna en una casa dos años y pico. No podía tomar un yogur o una fruta de la nevera. Cuando empecé a cobrar, compraba comida. No tenía ni una hora de descanso al día y libraba solo los domingos de nueve a nueve. Un domingo la hija registró mi armario y encontró las galletas y la fruta que tenía guardadas. ¡La que me montó! Me amenazaba con que no tenía papeles y que iba a estar debajo de un puente”. Maritza habla por teléfono desde su trabajo, porque en su casa no puede. Comparte piso con una familia que duerme en el cuarto del al lado. Tienen una niña pequeña y no se siente cómoda teniendo una conversación telefónica en su habitación. Es boliviana, tiene 40 años y hace casi 14 que llegó a España, después de pasar por Argentina, donde trabajó en un taller de costura, sin contrato. De seis de la mañana a seis de la tarde con “una horita para comer delante de la máquina”. Dejó un hijo atrás que, hace un año, siendo ya adolescente, vino aquí con ella pero no se adaptó y volvió a su país. Aquella primera experiencia y otras que vinieron después han servido para que Maritza tenga claro que no quiere trabajar como interna. Del esfuerzo de aquellos dos años levantando y bañando a la mujer a la que cuidaba ella sola, tiene una dolencia en el brazo que no puede ser reconocida como enfermedad o accidente laboral. Ahora trabaja limpiando por horas en distintas casas, aunque, a cambio, no tiene contrato y vive en un piso compartido. Trabaja en siete casas y gana entre 800 euros y 1000 al mes, dependiendo de cuántas horas la llamen, normalmente hace ocho horas diarias de media. Paga 300 al mes por la habitación, con derecho a cocina y baño. “Vine porque tenía deudas, mi hijo tuvo un accidente, le operaron dos veces y tenía que pagar eso y los 3000 dólares que me cobró la agencia por venir. Yo no quiero ayudas, solo trabajar y, en cuanto pueda, irme. Mi padre se murió de cáncer en un mes y no le vi, no quiero que me pase lo mismo con mi madre”, explica.
El sector de trabajadoras del hogar, feminizado, carece de condiciones dignas en la mayoría de los casos. Los contratos son casi inexistentes. Muchas de las trabajadoras son migrantes y han tenido que dejar atrás a su familia y su tierra. Su situación administrativa también es precaria. Maritza recibió dos cartas de expulsión los primeros años y no consiguió la nacionalidad hasta hace tres. A esto hay que sumar que es un trabajo que se realiza en el entorno privado del hogar, con lo que están expuestas a la violencia y vejación directas. “A mi abuelito se le iba la olla más de una vez. Se creía más que mi padre, no me dejaba salir. Si ponía la radio o leía un libro, que gastaba electricidad. Si me duchaba, que me duchaba demasiado. Los zapatos en la puerta porque metía la mierda en su casa. Estuve tres meses nada más porque a raíz de dos experiencias de interna malísimas, dije que no”, recuerda.
Existe cierto debate en la economía feminista al hablar de violencia económica. “El término viene más de Centroamérica y Sudamérica, donde ven claramente los abusos de explotación. Pero para algunas economistas feministas, el término explotación ya abarcaría esa idea de violencia, y hablar de violencia económica sería bajar el nivel de lo que supone la violencia machista en la agresión. La violencia económica va más allá de las relaciones personales y sociales. Tiene que ver también con los ingresos, con la autonomía económica de las mujeres”, explica Yolanda Jubeto, economista especializada en presupuestos públicos con perspectiva de género y profesora de Economía Aplicada en la Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea. Para Silvia, que prefiere utilizar un seudónimo, tener autonomía económica fue “fundamental para poder divorciarse” hace casi 33 años y con una hija. Tiene 63 años y es profesora de Primaria en la escuela pública vasca. Se mudó de un pueblito de La Rioja a Bizkaia para comenzar sustituciones por meses. Las primeras veces venía sola y compartía un piso alquilado con dos chicas. Pero a los dos años se trasladó definitivamente con su bebé, así que tuvo que alquilar por su cuenta. “El salario era muy justo porque además todavía no era constante en los contratos. Había temporadas que no trabajaba y la pensión del padre de mi hija tardó meses en llegar, me la tuve que pelear mucho. Cuando estaba muy agobiada llamaba a mi padre y me ayudaba. Ahora llevo más de 30 años con estabilidad, pero creo que este trabajo no está bien pagado. Este año nos han hecho la subida salarial que correspondía, pero en diez años de crisis hemos perdido mucho poder adquisitivo y no se ha recuperado. Nos están exigiendo, cada vez más, nuevas tecnologías, con proyectos para los que no nos preparan de forma práctica”, cuenta.
Los sectores más feminizados suelen ser también los más precarios. Si miramos las cifras oficiales por el tipo de ocupación en el Estado español en 2018 -las últimas publicadas por el Instituto Nacional de Estadística-, se observa que las ramas donde más mujeres se emplean son, en este orden, comercio, salud, hostelería y educación. En comercio, la diferencia entre hombres y mujeres contratadas es de 2,5 puntos. En el resto de ramas mencionadas la diferencia es más marcada. Del total de hombres trabajadores en el Estado, un 7,6 por ciento de hombres trabaja en hostelería frente a un 10,3 por ciento de mujeres. En educación la diferencia es de seis puntos, y en salud -sector de cuidados por excelencia en el que se encuentran enfermeras, auxiliares o gerocultoras de residencias-, frente a un 3,5 por ciento de hombres, hay un 14,1 por ciento de trabajadoras. Hablamos de las cifras oficiales porque, si bien en sectores como educación o salud gran parte del empleo es público, en otros del ámbito privado la contratación no refleja la realidad. Atendiendo a la misma encuesta, por ejemplo, tan solo un 6,3 por ciento del total de mujeres activas se emplea en trabajo del hogar, frente a un 0,7 de hombres. Si cruzamos los datos de trabajadoras dadas de alta con los de la Encuesta de Población Activa de 2019 (EPA), el número de personas que dice que trabaja en el sector es mayor, con lo que se ve que solo en torno al 68 por ciento de está dado de alta en la Seguridad Social.
Según la EPA, además, la tasa de contratos temporales entre las mujeres se situaba en el 27,4 por ciento, dos puntos y medio por encima de la de los hombres. Saray del Arco, por ejemplo, lleva más de 20 años trabajando en hostelería concatenando contratos “temporales, a media jornada haciendo jornada completa, incluso trabajando sin contrato y sin cobrar las horas extra”. Reconoce que, hasta ahora, con 43 años, no ha tenido un contrato estable en el que cotice todas las horas trabajadas. “Somos una familia numerosa y obrera, así que cuando terminé de estudiar Animación Sociocultural necesitaba ingresos y empecé en hostelería. No te piden formación y era lo más estable que pude encontrar”.
Economías feministas o lo privado también es público
La discriminación estructural de las mujeres en el mercado de trabajo se basa en una idea restrictiva de la economía como aquello que regula las labores productivas por las que se paga un dinero. Esta diferenciación supone una especialización del trabajo por sexos: las mujeres se dedican a trabajos reproductivos y de cuidados; los hombres, a labores productivas. “Los cuidados inicialmente estaban vinculados con los trabajos no pagados, que se realizaban principalmente en los hogares. En los de la clase obrera por las mujeres, y en los burgueses, por mujeres contratadas muchas veces de una forma informal. No había contratos ni relación laboral”, explica Jubeto. Estos trabajos realizados en el ámbito privado se consideran no especializados que no requieren de formación. “Como si fueran tareas que sabemos hacer por género, porque nacemos ya sabidas y por lo tanto no se le da ningún valor en la esfera pública”, añade. La economista Astrid Asenjo subraya también el ahorro que esto supone al Estado y a la patronal a costa de la intensificación del tiempo de trabajo de las mujeres: “Ahora que está el debate del salario mínimo, ¿qué salario nos tendrían que pagar si todo este trabajo gratuito no lo fuera? ¿Si yo tuviera que pagar una lavandería, a una persona que me cocine o que cuide a mi madre? Ese salario mínimo tendría que ser más elevado”. Asenjo, que es profesora de Economía en la Universidad Pablo Olavide, señala además que, ante toda propuesta económica, hay que poner alertas feministas. Por ejemplo, una renta básica podría destinarse a la remuneración del trabajo doméstico en algunos hogares, apuntalando la división sexual del trabajo, “como el trabajador de primera y la trabajadora de segunda”. Esto implica también definir mejor qué es un trabajo de cuidados que debe ser remunerado y qué no lo es, porque no cualquier tarea que se incluye en cuidados en el hogar es una actividad necesaria para la vida.
Si las economías feministas ponen en un principio en el foco todos estos trabajos invisibles que se realizan en el entorno privado del hogar, así como en la riqueza que generan, después ampliarán la mirada a la esfera mercantil. Existen ciertas actividades pagadas que están muy vinculadas con los cuidados. “Se analiza el tema de la educación, en todas las edades, que contribuye a nuestra formación y socialización, es una parte del cuidado de la vida, y se amplía a la salud y luego a servicios sociales y cuidado. La economía de cuidados es, pagada o no pagada, la que se centra en el cuidado de nuestras vidas”, expone Jubeto. Para ella no es casualidad que los beneficios económicos que pueden dar estos servicios en la esfera mercantil hayan provocado un mayor interés de las empresas privadas por este área, como en el caso de las residencias de personas mayores. En la actualidad, los beneficios que el sector de cuidados ofrece se basan, por una parte, en que son servicios necesarios para la vida que siempre se consumen y, por otra, en mantener unas condiciones laborales precarias, justificadas por esa idea de que las mujeres no necesitan formación para cuidar. “La mayoría de mis compañeras de trabajo han sido mujeres y las directoras de centros también. Esto tiene que ver con que sea un sector público, si te quedas embarazada paga la Administración a una sustituta y ya está. Y con que el acceso a los puestos es más igualitario. Pero también es porque hasta hace poco han sido mujeres fundamentalmente las que han querido hacer Magisterio. Poco a poco empiezan a querer más hombres. Hasta ahora no les daba por ahí porque estaba infravalorada. ‘Si vales, vales y, si no, a Magisterio, era lo que se decía antes’. Y era un trabajo… sí, de mujeres. Sí”, cuenta Silvia. “Soy de la generación que terminó la carrera el año que estalló la crisis. A mí, que quise hacer carrera académica, todas las becas eran puertas que se me iban cerrando. Tengo un contrato a tiempo parcial en la universidad, todavía no estoy en una posición estable con 35 años”, explica Asenjo por su parte.
El desmantelamiento de lo público y del Estado de Bienestar que viene aplicándose desde hace más de una década de recortes, incide directamente en las condiciones de vida de la población y, especialmente, de las mujeres. “Somos las principales usuarias, las que acompañamos a, las principales empleadas porque el acceso es más igualitario. También las sustitutas. Con los recortes aumenta el tiempo de trabajo de las mujeres. Nuestro rol es, de forma mayoritaria, el de ser garantes de que el nivel de vida en los hogares se mantenga. Si antes había escuela infantil de cero a tres gratuita, ahora tienes que desplegar estrategias para que esa persona esté cuidada. Si disminuyen los ingresos en el hogar, das diez mil vueltas más para comprar algo más barato o lo transformas cosiendo, etc.”, cuenta Asenjo. Esto supone una inversión mayor del tiempo de las mujeres en el trabajo de cuidados y se venía reflejando en la encuesta del uso del tiempo que realizó el INE en el periodo de 2002-2003 y en el de 2009-2010. Sin embargo, estos datos se dejaron de recoger por considerar que no había demanda social suficiente.
Zaloa Pérez trabaja en la Red de Redes de Economía Social y Solidaria (REAS) de Euskadi dando cobertura a un tipo de empresas que tratan de aplicar claves no capitalistas en su producción. Una de estas claves suelen ser medidas de conciliación más amplias y más adaptadas a las necesidades de las trabajadoras. Según un informe de REAS de 2019, en las empresas de economía solidaria el porcentaje de mujeres trabajadoras es del 63,05 por ciento frente al 46,20 de la economía convencional. Aun así, Pérez reconoce que la proporción de mujeres que están en puestos de dirección en estas empresas sigue siendo un 15 por ciento menor que la de las hombres si se compara con el número de trabajadoras total del sector. “Al construir el modelo de persona trabajadora valorada en REAS, nos dimos cuenta de que las características que se tenían en cuenta eran la capacidad de oratoria, de autoridad, de escribir, disponibilidad completa, poca separación entre vida personal y proyecto. Características que fácilmente ves encarnadas en un hombre. Hay otras, como corresponsabilidad, apoyo mutuo o centradas más en procesos que en resultados, que son imprescindibles y no estábamos teniendo en cuenta”, explica. Para Saray Del Arco, esta necesidad de mostrar características masculinas fue clave cuando montó su propio bar en 2012. “Siendo mujer y joven, los proveedores me vacilaban, tenía que ponerme muy seria para que me trajeran lo que les pedía, esforzarme todavía más, no dejar entrever ninguna debilidad”. También cuando decidió estudiar lutería a los 30 años: “Para mi familia es un hobby, si eres hombre y te dedicas a la madera, bien. Si eres mujer, es una afición”.
Más allá de la discriminación estructural laboral, ese simbolismo de género que atribuye a las mujeres unas ciertas cualidades se extiende también, según Zaloa Pérez, como una forma de violencia simbólica del capitalismo: “Esa idea de que hay que estar divina, ser superwoman, ser sexualmente activa, conciliar jornadas, acabar exhausta y tener enfermedades crónicas que vas a padecer a lo largo de tu vida”. “Hay muertes laborales y enfermedades que no se contabilizan porque son en trabajos que no se consideran empleos -añade Jubeto-. Por eso creo que es interesante debatir sobre el término violencia económica. Realmente hay muchas relaciones de explotación laboral que son violentas, incluso físicamente”.