Digan que quisimos vivir
Posponer la vida es la medida estructural sobre la que se asienta el sistema hegemónico.
“No pasa nada. Es mejor eso que morirse”, fue la respuesta que una niña dio ante un micrófono en septiembre de 2020 durante la vuelta al cole con mascarilla, tras el confinamiento. El vídeo fue compartido por parte de algunos medios como un ejemplo de sensatez y sentido común. Quizás por dar una visión diferente a la aportada por el discurso negacionista de la ultraderecha que, también, había llegado hasta las aulas.
Evitar el reduccionismo en esta anécdota del confinamiento hubiera implicado cuestionar esta frase que apela al significado de la vida sin considerar que —al hacerlo— estábamos del lado de la irresponsabilidad social de los discursos reaccionarios del fascismo.
La frase, al menos desde mi punto de vista, resume el terrorífico marco discursivo que nos asolaba antes de la pandemia y que se ha visto legitimado durante y después del confinamiento. No se reduce a una valoración hecha en un momento puntual sino que refleja la celebración colectiva del mundo adulto y hegemónico ante una sentencia que recoge un universo de impasividad en el que todo vale en nuestro cotidiano porque todo es mejor que morirse. Y es que el límite actual donde hemos colocado lo que es violencia o no, lo que es vida o no, no se adscribe únicamente al contexto pandémico. Es transversal a la construcción identitaria de lo que llamamos vida. Una identidad que da más miedo que Halloween.
En este devenir zombi, el mínimo vital en el que la sociedad hegemónica y sus dispositivos de control ha colocado el significado de estar viva es la definición que coloca a la vida, únicamente, como oposición a la muerte. Telita porque, como decía Audre Lorde, “lo opuesto a vivir es solo no hacerlo”.
“Estar muerta en vida”, “esto es un sinvivir”, “la vida debe de estar en otra parte” o “ya hemos echao otro día fuera”… son expresiones que muchas hemos escuchado en nuestros entornos y nuestros barrios. Dichas, sobre todo, por mujeres. Son frases que demandan emocional y colectivamente un VIVIR que se asiente en lo cotidiano en afirmativo. Un sentido vital que se echa en falta como derecho y que aparece en nuestros cuerpos, por ejemplo, en forma de quejío o reclamo físico.
Un quejío que, cada vez menos, se prioriza ampliando el espectro de lo que nos hunde en silencio como ejercicio de una especie de madurez sacrificada y asentada en el hecho de que siempre se puede estar peor. Siempre podemos posponer la vida. Algunas identidades más que otras, claro. Las diferencias no escapan a este hecho y, cuando se aprieta, ya sabemos a quienes les toca una vida de rebajas.
Es esto —que vivir es un lujo que siempre puede aplazarse— lo que aprendemos en cada crisis, pandemia o situación de emergencia. Pero, como apuntaba antes, posponer la vida es, de hecho, la medida estructural sobre la que se asienta el sistema hegemónico. Los estados de emergencia solo ayudan a sellar este mensaje cada vez un poco más como ilustraba aquel síndrome de la rana hervida.
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Reconocer los pulsos de la vida en lo ordinario como un derecho e identificar lo que ya nos marchita, nos enferma, nos ahoga y nos consume como un asunto de peligro de muerte o como un asunto de peligro de ausencia de vida, ayudaría entre otras cuestiones a identificar esas violencias —a las que caemos en llamar sutiles y micros— que son las que ocupan la base entera de nuestro día a día. Las que también nos matan, de otras maneras. Las que no pueden atribuirse a momentos puntuales y cuantificables. Las que contienen la continuidad de lo que nos va desapareciendo poco a poco. Las que están siempre presentes marcándonos el tiempo y el espacio. El continente de lo que significa vivir.
Poner el foco en la prevención y no en el “demasiado tarde” al que nos dirigimos como ecosistema; implicaría dar importancia a los momentos en que sí podemos hacer algo para evitar los desastres y entender que lo que está en medio es el medio por el que el status quo alcanza sus estados de violencia. Que es un no vivir cada vez más asentado lo que ocupa el medio de esas dos realidades aparentemente antagónicas: muerte y vida. Vida como una presencia de latido y poco más.
La sensación que parecemos respirar en estos momentos en el estado español es la de una “nueva normalidad” en la que, no sólo no seremos mejores personas, sino que veremos recortados anhelos vitales tan fundamenales como el derecho a una atención sanitaria digna. Una “nueva normalidad” en la que ni siquiera se ha revisado la cuestión de los mínimos y en la que convivimos con titulares del tipo: “La vida vuelve a las residencias”. Es un titular real.
Hablar de ampliar los mínimos vitales implicaría poner en el centro, por ejemplo, los ratios tanto en geriátricos como hospitales: 7.200 personas especialistas en psicología necesita el estado español para dar una atención de calidad en salud mental. Pero no sólo esto. Implicaría entender que, si el suicidio ya es la primera causa de muerte entre jóvenes, la urgencia de dotar de recursos para una atención integral de calidad debe ir acompañada de la conversación sobre qué estamos entendiendo por vivir. Si el acceso a la salud mental históricamente se ha vivido como un lujo, es porque el status quo ha mandado el mensaje de que vivir bajo condiciones sostenibles también lo es. Ampliar el ratio sin hablar de condiciones vitales mínimas nos da un recurso indiscutiblemente valioso pero no necesariamente una prevención transversal. No necesariamente cubre el urgente abordaje sobre el sentido de la vida que esas cifras piden a gritos ahogados.
Hablar de ampliar los límites vitales —y no únicamente los que se han considerado esenciales— implicaría también cuestionar qué estamos entendiendo por asumible, quiénes lo asumen y cómo se llega a cambios de paradigmas bajo una rapidez pasmosa que sólo a algunas personas parece horrorizar.
Urge, desde este punto de vista, la generación de espacios, políticas y discursos que doten a la vida de contenido, más allá de su definición en oposición a la muerte. No hacerlo, es seguir dejando que sea el capital (con sus múltiples apellidos) quien lo haga. No hacerlo es dejar en manos de éste la posibilidad de seguir violentando gracias a la ventaja que obtienen de que el significado del sinvivir se mantenga bajo límites difusos e indefinidos. Si definir la vida siempre es peligroso, abordemos al menos el sinvivir.
Hacerlo es poner en el centro las inercias cotidianas de las estructuras de la necropolítica. Es hablar de salud mental pero también de prevención en violencias de género. Es hablar de depresión pero también de suicidios y de fronteras… Es hablar de recursos naturales. Es generar políticas y espacios que amplíen los márgenes de lo que se considera “lo mínimo” y empezar a entender que, si hay algo que se puede menguar, no es la ya recortada vida de quienes no practican la riqueza extrema.
Hacer un recuento de todas aquellas cuestiones que, en tan sólo un año, han sido asumidas como mal menor. Si ponemos el acento en lo que se minimiza, no hay una estructura institucional, familiar o amorosa que no se venga abajo.
Por otra parte, hablar del sinvivir es hablar también del momento en que nos saltan las alarmas. Y de cómo este se va desplazando cada vez más hasta colocar el dispositivo de alerta únicamente en el lugar en el que hemos sido asesinadas por el sistema. Cuando ya no podemos hacer nada para evitarlo. Único momento en que la hegemonía parece querer llorarnos.
Preocupa este estado pandémico en el que no se coge apunte de las pérdidas. Como algunos feminismos han señalado tantas veces, poner la vida en el centro desde este prisma se hace necesario. Marcar la agenda de la vida sin distracciones por parte de quienes sabemos qué es no hacerlo. Si desde el pensamiento crítico no damos una vuelta a los postulados vitales, será la ultraderecha quien coloque libertad, derecho y vida en el diccionario.
Abordar, en fin, este sinvivir sin caer en polaridades y reduccionismos. Creyendo que es nuestro derecho no querer habitar una muerte anticipada. Adelantar el llanto y las alarmas.
“Es mejor esto que morirse” es una frase con muchísimas posibilidades de generar pensamientos y acciones dirigidos a enterrarnos en vida. El mejor legado que podemos dejar en esta necropolítica constante es uno que exprese que estamos preparando la tierra para que este sinvivir no se considere mejor que la muerte. Nos queremos transversalmente vivas y, para ello, necesitamos desmontar ese falso binomio entre vida y muerte y ocuparnos, como siempre, de lo que está en medio: ese sinvivir que parece asumible, siempre, para las identidades más machacadas y que nos puede ayudar a redefinir la vida junto a ellas.
“Digan que quisimos vivir y que nos dejamos la muerte en intentarlo”.