Paso de la palabra. Tres maestras del silencio
En el cine occidental, las mujeres han llevado el peso de tramas donde el silencio aparece como recurso ligado a la rebeldía, a la locura y a lo incomprensible. Recordamos a protagonistas de la ficción que prefirieron callar a hablar.
Lo que no se nombra ¿no existe? o ¿existe sin ser reconocido? Si el lenguaje es esa conexión con el mundo de los significados, ¿qué ocurre cuando una persona decide interrumpir ese canal de conexión interpersonal?
Justo esto es lo que hace Elizabeth Vogler, la protagonista de la película Persona (1966), escrita y dirigida por Ingmar Bergman, una reconocidísima actriz de teatro que, en medio de una actuación y tras haber dado a luz a su primer hijo, permaneció en silencio sobre las tablas para luego excusarse argumentando que le entró una risa espantosa. Tras el incidente, Vogler —interpretada por Liv Ullman— volvió a su casa, se quitó el maquillaje, cenó con su esposo y se fue a la cama. A la mañana siguiente, ya no quería articular palabra.
Tras tres meses de mudez elegida, ingresa en un psiquiátrico. Allí, la especialista que lleva su caso comenta: “¿Crees que no lo entiendo? El absurdo sueño de ser […]. Y al mismo tiempo, el abismo entre lo que eres ante los demás y lo que eres ante ti misma […]. El papel de esposa, el papel de colega, el papel de madre, el papel de amante, ¿cuál de ellos es el peor? ¿Cuál te ha causado más tormento?”.
A Vogler fue el papel de madre el que la destrozó. Después de conocer que estaba embarazada, descubre que no quiere encarnar ese rol. El tabú del aborto no se lo pone fácil. Tampoco los halagos que recibe de su entorno, que le transmiten la idea de que la maternidad la completa como mujer.
La imposibilidad de romper con esas cadenas y trampas de reconocimiento que conforman las palabras, la lleva a la decisión de —al menos— no reproducir con su cuerpo la maquinaria. La protagonista reconoce que el lenguaje duele y lastima, y que el guion que lo conforma es mucho más viejo que ella misma. Guion, palabras y roles van de la mano. ¿Cuándo sabes si tu decisión es libre cuando el libreto está por todas partes?
El Piano (1993), escrita y dirigida por Jane Campion, aborda también, en parte, esta cuestión. Su personaje protagonista, Ada, interpretado por Holly Hunter, es una mujer peculiar que detecta este proceso de conformación de las identidades femeninas hegemónicas mucho antes que Elizabeth. Siendo solo una niña nos cuenta: “La voz que están oyendo no sale de mi boca. Es la voz de mi mente. No he hablado desde que tenía seis años. Nadie sabe por qué, ni siquiera yo […]. Hoy mi padre me ha casado con un hombre al que todavía no conozco. Pronto mi hija y yo iremos a su país para reunirnos con él. Mi marido dice que mi mudez no le preocupa […]. Bueno sería que tuviera la paciencia de Dios, pues el silencio acaba afectando a todo el mundo”.
En el caso de Ada, el papel contra el que se rebela es el de esposa. Sin embargo, Ada sí parece haber encontrado un lenguaje propio: el de la música que fabrica con su piano aunque, a pesar de ello, la potencia de su sensibilidad no pueda ser leída por el resto. El miedo a lo desconocido la convierte en una criatura extraña para su entorno. Según las mujeres que habitan la misma casa, “que el sonido se meta así dentro de ti no es nada agradable”. Mejor hablar que sostener los vacíos.
Excéntrica, rara, loca… son algunos de los calificativos que Ada recibe por sumergirse en sus profundidades y alejarse del lenguaje como única forma de acceder a la verdad. Su libertad antidiscursiva hace que el sistema la coloque en la periferia de la condición humana que la tilda de salvaje.
Algo parecido le pasa a Nell, la prota de la película que lleva el mismo nombre, dirigida por Michael Apted con guion de William Nicholson. Nell es reducida a una condición de menor de edad por habitar un lenguaje diferente al del resto.
Interpretada por Jodie Foster, el personaje ha vivido desde su niñez en medio de un bosque. Apenas ha tenido presencia humana y, cuando la tiene, se relaciona a través del contacto físico, de rituales y de un lenguaje sencillo e inventado. Nell se va sumergiendo poco a poco en la experiencia del lenguaje occidental, un lenguaje que desprecia su mundo conectado. Así lo afirma ella ante un jurado, cuando decide romper el silencio mantenido durante días: “Tenéis grandes cosas, sabéis grandes cosas, pero no os miráis a los ojos y estáis sedientos de paz”.
Sin embargo, su rareza aporta y sana a las personas que inician una relación cercana con ella. La sencillez de su lenguaje particular abre la puerta a un mundo menos triste que el habitado por mujeres como Paula —otro de los personajes—, que afirma estar atrapada en guiones dolorosos que tienden a retornar: “¿Sabes qué me da rabia? Que estamos todos como pillados en esos círculos que se repiten sin cesar”.
Susan Sontag en su Estética del silencio invitó a reflexionar sobre qué querían decirnos aquellos mundos que no tenemos en consideración porque aún no hemos sido capaces de descifrar. Detrás de las invocaciones al silencio, según la pensadora, “se oculta el anhelo de renovación sensorial y cultural”. En la obra, la autora afirmó: “Tal como algunas personas ya saben, hay maneras de pensar que aún no conocemos. Nada podría ser más importante o precioso que dicho conocimiento, todavía nonato”.
En las prácticas feministas hegemónicas tenemos claro que lo que no se nombra no existe, pero olvidamos a veces poner en jaque las estructuras desde las que nombramos. ¿Cómo construiremos esa renovación sensorial de la que hablaba Sontag sin poner en cuarentena la palabra como herramienta central de nuestras reivindicaciones?
Nota de la editora: Mar Gallego es autora del ensayo Dueñas de su silencio. El silencio como poder y resistencia a la identidad femenina en la temática fílmica (Instituto de Estudios Almerienses, Nº 27, 2004).
Sigue leyendo: