Una Justicia que no respeta a las mujeres
Las abogadas feministas buscan que el sistema judicial se construya desde un modelo relacional con lógica interseccional, donde los derechos de las mujeres se tratan como parte de los derechos humanos.
Más allá de las cifras oficiales de las mujeres que denuncian y de aquellas que acuden al sistema judicial para defender su derecho a la vida y a la integridad amenazadas por las violencias machistas, no podemos obviar que hay miles y miles de mujeres agredidas por su género que no acuden a la policía ni denuncian en los juzgados de guardia. En 2019, solo el 20 por ciento de las víctimas de violencia de género asesinadas había denunciado. Esto significa que existe una cifra oculta de decenas de miles de mujeres en el Estado español que no confían en el sistema de justicia, que no encuentran en él un lugar donde pedir el auxilio para que ellas, y muchas veces también sus hijas e hijos, pueda sobrevivir a las violencias que sufren.
Cuando salió la primera de las sentencias del caso de La Manada (la que se dictó en la Audiencia Provincial de Navarra), fuimos muchas las abogadas que señalamos aquella resolución como una sentencia ejemplarizante de la Justicia patriarcal. Sin embargo, esta era una de tantas que se dictan en las instancias judiciales todas las semanas. Aquella sentencia —que fijaba una condena por abuso y no por agresión sexual, con un voto particular que proponía la absolución con una argumentación que todavía sonroja e indigna — fue finalmente subsanada en fondo y forma por otra del Tribunal Supremo. Sin embargo, a mí me dejó un sabor amargo ese caso más allá del ‘éxito judicial’, si es que aumentar los años que va a pasar alguien en la cárcel se puede llamar éxito. La víctima, a pesar de estar arropada por una histórica movilización feminista, vivió durante muchos meses una inexplicable persecución patriarcal por parte de un sector de la población que hasta entonces no se había manifestado de esta forma tan virulenta. Un sector que desde distintos foros y redes sociales querían responsabilizar a la chica de lo sucedido intentando vulnerar una y otra vez su derecho a la intimidad y a la privacidad. Agrediéndola de nuevo en manada, pero esta vez bajo el paraguas de aquellos medios de comunicación y programas que muy faltos de escrúpulos daban cabida a ese pseudo-linchamiento.
Aquel caso dejo claro que dentro del propio sistema de Justicia hay una resistencia muy férrea y casi despiadada a que avance en la dirección de garantizar que las niñas, adolescentes y mujeres que vivan en España tengan ya no un proceso justo sino un procedimiento judicial que respete su dignidad. El caso de La Manda dejó al descubierto cómo en el Estado español y en la Administración de Justicia siguen existiendo sesgos, prejuicios y creencias profundamente machistas que exculpan, justifican o minimizan la gravedad o importancia de actos crueles y graves mientras responsabilizan y culpan de ellos a las víctimas con el respaldo de ciertos sectores sociales. El último ejemplo con repercusión mediática de un caso similar lo hemos tenido en “los abusos sexuales” de los jugadores de fútbol del equipo Arandina a una chica de 15 años. Caso cuya situación procesal en el momento de escribir este artículo es que se ha absuelto a uno de los jugadores y se ha rebajado la pena a los otros dos mientras la chavala lleva encerrada dos años en su casa con tratamiento psiquiátrico sin querer salir por miedo al linchamiento social que está sufriendo. Siguiente parada, Tribunal Supremo.
Un patrón que se repite: minimizar la agresión y culpar a las mujeres
Hace tiempo que la Relatora sobre la violencia contra la mujer de Naciones Unidas y el Grupo de Trabajo sobre la cuestión de la discriminación contra la mujer pidió a España explicaciones sobre la persistencia en el uso de estereotipos de género dentro del sistema justicia del Estado español. El Gobierno de Sánchez, con Carmen Calvo en ese momento como responsable de la violencia de género, respondió sin hacer ninguna autocrítica ni propuestas operativas concretas.
Esta llamada de atención no fue fruto de ningún mecanismo de supervisión ni control público. Ni el Consejo General del Poder Judicial, ni el Ministerio de Justicia, ni el de Igualdad habían caído en la cuenta de que, revisando y analizando diferentes sentencias de violencia sexual dictadas en España se repetía, de forma preocupantemente, un patrón expresamente prohibido en la normativa internacional: justificar las agresiones y culpar a las propias mujeres víctimas. Fue Tania Sordo, una querida y admirada compañera jurista, la que realizó este enorme trabajo de recopilación e investigación que envió con un riguroso informe a la Relatora.
La petición de explicaciones al Gobierno español no fue tanto por lo desacertado o no de las condenas o las ridículas indemnizaciones que imponen algunos tribunales, sino por el trato sexista, vejatorio y degradante que sufren las víctimas durante el procedimiento procesal. El trabajo de Tania Sordo analiza el mal-trato que queda reflejado en la propia redacción de la sentencia, por lo que no hay constancia, puesto que faltan medios de control y transparencia, de saber qué tipo de trato están recibiendo las mujeres víctimas en las distintas fases procesales que no tienen que ver ni con la vista oral ni la sentencia. En cualquier caso, estas reflejan la falta absoluta de conciencia de los jueces y magistrados sobre cómo sus sesgos sexistas y misóginos están interfiriendo y siendo determinantes en la resolución judicial que toman. Los plasman tal cual.
En las sentencias analizadas por Tania Sordo las víctimas, todas ellas de agresiones sexuales, pertenecen a distintas edades, nacionalidades, localidades y condiciones sociales. Una de las sentencias no solo rebaja la pena al agresor de una niña de cinco años (su abuelo) porque la cría estaba dormida cuando abusó de ella, sino que le condenó a una indemnización simbólica de 1.000 euros al considerar que “la menor no parecía haber sufrido ningún tipo de trauma” a pesar de que fue ella misma la que se lo contó a su abuela al despertarse por el abuso. En otra de las resoluciones, una de las magistradas cuestiona a la víctima por haber bebido alcohol, no gritar y retrasarse un día en presentar la denuncia. Algo parecido a la culpabilización que se encuentra otra de las víctimas por haber interpuesto la denuncia dos años después de producirse las violaciones de su padrastro y durante ese tiempo no haber contado nada a su novio.
La Justicia también es un servicio público
Como tantas veces recuerda Vicky Rosell, actual Delegada de Gobierno para la Violencia de Género, muy poca gente concibe la Justicia como un servicio publico exactamente igual que lo es la Sanidad y la Educación. Al igual que nos parecería inaceptable que una doctora sin formación en cirugía extirpase un tumor o que un profesor que no sabe mecánica enseñase a arreglar un coche, nos tendría que rebelar como sociedad que haya una gran parte de jueces, magistrados y magistradas sin formación en materia de género que juzgan miles de casos en los que están en juego la vida de las mujeres y de sus hijas e hijos. Como bien subraya Tania Sordo, tener formación en perspectiva de género no es memorizar leyes, hacer a cursos presenciales u online que dan créditos o estar muy sensibilizado. La formación que le exigimos a la cirujana y a un operador jurídico que intervienen en los procedimientos sobre las violencias que sufren las mujeres parte de la misma premisa: comprender la realidad, conocer los estereotipos y sesgos que contaminan nuestras decisiones y aplicar la respuesta más adecuada y eficaz conforme a un conocimiento profesional no a creencias personales.
Sin formación en perspectiva de género ni comprensión de lo que esta significa, nuestro sistema de Justicia reproduce los estereotipos sexistas y los prejuicios machistas al ser incapaz de cuestionarlos y desterrarlos de sus prácticas procesales (no solo en el orden penal, sino también en el civil o en el laboral). Sin esa formación especializada, se repiten e intensifican las violencias y discriminaciones que sufren las mujeres como si al hacerlo se las quisiera disuadir y recordar que no deben alterar el orden patriarcal, que su lugar está en ser discreta y sumisa, que lo suyo es ver, oír y callar.
El sistema de Justicia como institución pública, cuando escurre el bulto mira hacia otro lado, pospone la entrada en vigor de los planes de formación, habla de leyes milagro que luego nunca llegan o edulcora los pequeños avances por temor al ruido de los sectores más conservadores, está siendo parte del problema de violencia que sufren las mujeres, y protege a aquellos que se sienten impunes al ver en el aparato judicial un posible aliado. Muchos hombres, no siempre de forma consciente, perciben que la Justicia puede estar a su favor si cuestiona la credibilidad de la mujer y la hace parecer “una mala mujer” cuando no una mujer mala. El que esto es así es la señal más clara de cómo la Justicia está más en el ideario patriarcal que en el de los derechos humanos, incluidos los derechos de las mujeres.
La necesidad de una Justicia relacional
Ante esta Justicia patriarcal que no respeta a las mujeres, las abogadas feministas no reclamamos —como hace el pensamiento punitivista— más dureza y castigo contra los maltratadores y violadores. Cuando buscamos que sea haga justicia no estamos hablando de venganza sino de procesos justos, de leyes justas, de que haya una justicia que vaya más allá de lo que es el orden penal.
La Justicia que defendemos las abogadas feministas se construye desde un modelo relacional con lógica interseccional donde los derechos de las mujeres se tratan como parte de los derechos humanos. Reclamar formación en perspectiva de género para los operadores jurídicos potenciaría un cambio de paradigma en el que al hablar de procesos justos se puedan examinar no solo cómo la estructura patriarcal sostiene y alimenta las violencias machistas, sino que también impulsa otras violencias como la racista, la antigitana, la tránsfoba, la xenófoba, la institucional o la neoliberal. Hablar de procesos justos no es proponer más condenas y mayores penas, sino que ofrezcan verdad, justicia y reparación digna para las supervivientes de las violencias machistas. Reparación entendida como el apoyo integral y psicológico, reparación también económica y, por supuesto, sin olvidar la importancia que tienen la reparación moral para que esta apueste por políticas públicas que se comprometan a garantizar la no repetición de esas violencias.
Una Justicia que respete a las mujeres exige ese cambio de paradigma hacia una justicia feminista que no quiere que se construyan más cárceles ni muros ni centros de internamiento ni de reforma, sino que se invierta en servicios públicos: en educación pública, en sanidad, en vivienda, en apoyos sociales y en empleo digno y de calidad. Si alguna seguridad debe ofrecer la Justicia a las mujeres es la de que va a apostar por la vida de todas las personas, sin discriminación ninguna. Es la certeza de poder acceder a los derechos que les garantizan nuestras libertades (los derechos civiles y políticos), la igualdad (los derechos económicos, sociales y culturales) y los cuidados (los derechos de defensa del bien común) lo único que necesitamos para afrontar en comunidad la incertidumbre, el miedo y la sensación de fragilidad que provocan las violencias, las crisis económicas y la retórica fascista.