Imprescindible buena imagen
La discriminación laboral la sufren muchos de los cuerpos que no encajan en las normas establecidas. La violencia estética es una forma más de agresión de este sistema heteropatriarcal, salutista y capacitista.
Nuestra imagen —esa forma de verse que tiene nuestro cuerpo ante el mundo— habla indudablemente de nosotras. Cada vez usamos más fotos para presentarnos ante los demás: en aplicaciones de citas, en redes sociales, en nuestros perfiles de Telegram o WhatsApp o en los de páginas web para buscar trabajo. En un contexto en que lo visual cobra cada día más fuerza, es lógico que las discriminaciones sobre cómo nos vemos supongan una gran traba para todos aquellos cuerpos que se escapan de las lógicas morfológicas y estéticas normativas.
Hace unos días fui a una entrevista de trabajo. Aunque me vestí de manera “seria” y bordé la entrevista, demostrando que estaba bien preparada para el puesto, todo se torció cuando tocó hablar de mi imagen. Con un piercing en el septum y otro en el labio superior y tatuajes visibles en pecho y brazos, fue un comentario de una de las entrevistadoras el que canceló toda posibilidad de ser contratada por la empresa: “Bueno, a algunos clientes, sobre todo los de nuestros productos de lujo, no les gustan mucho los tatuajes…”.
Hace años, cuando iba a entrevistas de trabajo, me cuidaba de esconder tatuajes y piercings. Era muy consciente de que mi imagen podía suponer una desventaja en el proceso de selección. Una vez contratada, comenzaba a mostrar paulatinamente mi cuerpo tatuado, a la vez que demostraba mi buen hacer laboral. Este teatro, esta dinámica performática invisibilizante de mis peculiaridades corporales, ha terminado por agotarme.
¿Por qué subsiste la discriminación corporal y estética en la esfera laboral?, ¿quiénes la sufren? Y, sobre todo, ¿cómo podría ser combatida?
La legislación y su insuficiente reflejo en la realidad
Las discriminaciones por motivos económicos, etarios, de género y origen étnico o racial destacan especialmente en el panorama de la desigualdad laboral, sin embargo, la discriminación corporal o estética es otro grave problema que incide en la salud física y mental de las personas.
Aunque el artículo 14 de la Constitución establece que las personas “son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión o cualquier otra condición o circunstancia personal” y otro artículo, el 18, remarca “el derecho al honor, a la intimidad personal y a la propia imagen”, lo cierto es que velar por el cumplimiento de estos principios resulta extremadamente complicado. Además, el derecho a la imagen personal colisiona con la libertad de una empresa para contratar personas bajo sus propias premisas, surgiendo así un embudo tramposo que dificulta detectar las situaciones discriminatorias basadas en la corporalidad.
En el documento de análisis ‘Los perfiles de la discriminación en España: Análisis de la Encuesta CIS-3.000. Percepción de la discriminación en España‘, publicado el año 2014 por el Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad, se define la discriminación por aspecto físico como “un campo de estudio prácticamente inexplorado. Otros países, al contrario, sí han dedicado mayores esfuerzos en la investigación para profundizar en este tema. Se ha llegado así a acuñar la noción de aspectismo, para definir la vulneración de derechos y exclusión de una persona por no ajustarse a los parámetros hegemónicos de belleza y a los estereotipos sociales ligados a la idea de normalidad y corrección en términos estéticos”.
El mismo documento define la discriminación como una práctica social contraria a la igualdad de trato. Señala que pese a que la Unión Europea posee la legislación antidiscriminación más extensa del mundo, España no cuenta con una tradición asentada en este campo. El problema de la discriminación radica en que cuando se produce de manera indirecta, es decir, “cuando es el resultado de una disposición o conducta aparentemente neutra que es de facto discriminatoria”, es muy difícil de identificar y, por tanto, de denunciar.
Distintas investigaciones inciden en que los hombres sufren discriminación en menor medida que las mujeres. Además, estas se ven más afectadas por el fenómeno de la discriminación múltiple y por el de la discriminación corporal. El ámbito de mayor riesgo para este último tipo de discriminación es el laboral (53 por ciento), seguido del trato con la gente en la calle (38,6 por ciento), en tiendas, locales de ocio, bares y otros servicios privados (14,5 por ciento) o por parte de la policía (12,7 por ciento). El informe del Ministerio explicita también que “la discriminación requiere ser medida no solo a través de la percepción general de la población sino también a través de la experiencia subjetiva de los sujetos discriminados”. La discriminación sentida es de gran importancia ya que “son muy pocas las situaciones de discriminación que llegan a ser denunciadas o notificadas”.
Carmen y el derecho a habitar el cuerpo en paz
Carmen Sánchez, periodista y activista antigordofobia, explicita cómo “para bien o para mal, vivimos en una sociedad donde se le da muchísima importancia a la imagen corporal, muy especialmente a la hora de socializar. Desde que somos pequeñas la imagen personal influye enormemente en esto”. Sánchez se refiere a estos problemas de manera tajante, llamando a las cosas por su nombre: la violencia estética es una forma más de agresión de este sistema heteropatriarcal, salutista y capacitista en que vivimos inmersas. En ocasiones, esta violencia se disfraza e intenta pasar desapercibida en forma de requisitos laxos —tremendamente hirientes para muchas personas— como ese clásico “imprescindible buena imagen” que encabeza algunas ofertas de trabajo.
En un contexto tan influenciado por la unificación de los cánones de belleza, las personas tendemos a invertir grandes esfuerzos en encajar en esos exigentes modelos, lo que Naomi Wolf denominó “beauty work” en su libro El mito de la belleza. Las diferencias de género también son enormes a este respecto. José Luis Moreno Pestaña, profesor de la Universidad de Granada, señala, en sus investigaciones en torno a la capitalización del cuerpo, que las dietas para perder peso las practica un 24,2 por ciento de los hombres frente a un 51,8 de las mujeres entre los 30 y los 44 años. En relación al fracaso de las dietas de adelgazamiento y sus consecuencias sobre la salud mental, la periodista expresa: “Tienes una sensación de fracaso permanente y continua, de culpabilidad por no conseguir que tu cuerpo se adapte a la norma. Además del sentimiento de que siempre tienes que dar algo más de ti, un extra que compense que tu físico no es canónico.”
El informe del Ministerio hace hincapié en las consecuencias para la salud de las personas trabajadoras que tiene esta persecución de un cuerpo normativo y, por ende, delgado. “Todo esto deriva también en un sentimiento horrible de no merecerte vivir tu vida por el tamaño de tu cuerpo. Al final todo esto cae en una espiral de destrucción de tu autoestima y de tu salud mental de la que es muy difícil salir y en la que muchas veces ni siquiera cuentas con ayuda de profesionales de la salud, ya que por desgracia es un ámbito en el que existe mucha gordofobia”, denuncia Carmen Sánchez.
La activista relata cómo se ha visto inmersa en muchas situaciones violentas, “desde ir al médico porque te duele un oído y que te digan que es porque estás gorda, o que no me tomasen en serio en el psiquiatra cuando fui con mi salud mental hecha papilla y que me dijesen: ‘Tú único problema es que estás gorda, toma estas pastillas que te van a quitar el hambre y verás que bien’”. Además hace referencia a sus expectativas de partida en el entorno laboral: “Yo estudié Periodismo y supe desde el minuto uno que nunca me iban a contratar para un programa de televisión. ¿Cuántas presentadoras o periodistas no normativas hemos visto? Luego está el tema de las empresas que obligan a llevar uniforme. Si en vez de una 44, que suele ser la talla más alta que tienen, usas una 46 o una 48, ya no puedes trabajar ahí. Aunque estés perfectamente cualificada”.
Una vez contratada, también se ha visto expuesta a clientela violenta que ha juzgado su corporalidad con comentarios indeseados. “Una clienta, después de atenderla, me dijo: ‘Ah, mira, para ser gorda trabajas bien. Yo pensé que todos los gordos eran vagos, porque tengo una amiga gorda a la que echaron del trabajo por vaga’. O estar allí doblando ropa tranquilamente o cobrando y que un cliente se te acerque y te diga que para adelgazar tienes que hacer esta cosa o la otra. Y si estás en un día en el que vas con tu salud mental y tu autoestima más o menos bien, esas cosas te pueden dar igual. Pero si estás en uno de esos días en los que te cuesta mirarte al espejo, la cosa se complica”, recuerda.
Elvira y los tatuajes visibles del personal sanitario
Las diferencias en el trato difieren según el trabajo se desempeñe en el ámbito privado o en el público. El documento del Ministerio recoge que los ámbitos de “la esfera privada (alquiler de vivienda, acceso a un puesto de trabajo y acceso a puestos de responsabilidad) son advertidos como menos igualitarios en cuanto a las oportunidades de acceso”, mientras que “el ámbito de los servicios públicos, como cabría esperar por su propia lógica de existencia, representa el espacio más igualitario en las representaciones de la población”.
Elvira Rodríguez es enfermera del Sistema Andaluz de Salud y tiene varios tatuajes visibles, aunque los que más llaman la atención son los que decoran sus manos. Ella corrobora que “en el sector público, esto no suele ser un problema porque no se realizan entrevistas y las ofertas de contrato se realizan por teléfono y siguiendo un sistema en el que el físico de la persona no juega un papel relevante a la hora de conseguir el trabajo. Sin embargo, en el sector privado el tener tatuajes sí supone un problema, teniendo que cubrirlos tanto durante la entrevista como luego durante el trabajo, pues muchos hospitales y clínicas privadas tienen políticas de tatuajes cero”.
La enfermera destaca también grandes diferencias territoriales. Ella pasó seis años trabajando en Reino Unido como enfermera del sistema público, donde, tanto a escala legislativa (allí existe el Equality Act que regula, entre otras cosas, la prohibición de incluir fotos en los currículum vitae) como social, la permisividad con las peculiaridades estéticas es mucho mayor. En el país anglosajón es habitual ver a personas profusamente tatuadas en puestos financieros, por ejemplo. La tradición del tatuaje en Reino Unido es mucho más antigua que en España, lo que explicaría que la aceptación social de ciertas modificaciones corporales sea mayor. Cuenta no haber sufrido directamente discriminación por sus tatuajes visibles y apunta que “con varios pacientes o familiares, ha sido un tema de conversación muy agradable, normalmente comentando sobre nietxs, hijxs, que tienen también tatuajes y han sido conversaciones y momentos de confianza que he disfrutado mucho”. Pero es consciente de que no todas las experiencias de personas tatuadas son así de positivas: “Conozco casos, por redes sociales sobre todo, de discriminaciones y comentarios negativos hacia personal sanitario tatuado, teniendo que cubrir los tatuajes con camisetas de manga larga al trabajar en ciertos hospitales privados. De hecho, en 2018 se creó el hashtag #sanidadtatuada [por @perdidue] para visibilizar a todo aquel personal sanitario que tuviese tatuajes y denunciar que ‘los tatuajes no te definen como enfermere, tu profesionalidad sí’”.
¿Cómo paliar la discriminación estética y corporal en el trabajo?
No me tatúo el cuello porque soy consciente de que esto tendría consecuencias en mi desenvolvimiento diario en el mundo que habito, sobre todo a la hora de buscar trabajo. Cuando tatuamos una zona que raramente se cubre con ropa (manos, cuello o cara) estamos dando un paso más allá con nuestra propia corporalidad, uno que, de algún modo, no tiene vuelta atrás. Me planteo muchas veces cuán problemático, e incluso triste, es no hacer con mi cuerpo lo que realmente deseo simplemente por los impactos que esto vaya a generar a mi alrededor.
La libertad a la hora de elegir cómo nos vemos debería ser un pilar inamovible en la construcción de nuestra identidad. Un pilar flexible, cambiante a lo largo de la vida, maleable y fluido como han de serlo los de los edificios preparados para un posible terremoto. El hecho de que nuestro modo de presentarnos ante el mundo se vea condicionado por cánones impuestos va en detrimento de la libre exploración de nuestra corporalidad. La discriminación corporal, tanto a escala social como laboral, es un lastre más que pesa especialmente en el caso de las mujeres y todos aquellos cuerpos considerados inferiores por el patriarcado.
Como explicita el ‘Informe sobre discriminación corporal en el trabajo’, del año 2020, elaborado por Moreno Pestaña en colaboración con Comisiones Obreras, la condena de ciertas morfologías o estéticas supone un atentado contra la libre decisión de poseer un aspecto físico alejado del canon socialmente dominante. “La actividad sindical debe vigilar los efectos de todo requerimiento sobre la salud física y psíquica de los trabajadores y trabajadoras, así como una política de formación donde las exigencias físicas queden liberadas de todo componente sexista y discriminatorio”, remarca el informe.
Explorar nuestra apariencia es una pieza fundamental del puzle identitario que nos conforma: jugar con la ropa, el peinado, el maquillaje, el calzado o modificar con tatuajes y piercings. Todo podría resumirse, como defiende Carmen Sánchez, en la sintética y poderosa idea de que todes deberíamos tener derecho a existir en nuestro cuerpo, en paz y libertad, sin importar cómo este se vea, mueva o exprese.
Además de los necesarios cambios legislativos en materia de discriminación, Elvira Rodríguez indica cómo “ver a personas tatuadas, o con estéticas menos normativas en distintos ámbitos laborales y en posiciones de poder (en la clase política, por ejemplo), ayuda a normalizar y a aceptar la diferencia”. E insiste en que sigue habiendo una cuestión de clase en la aceptación o discriminación de la estética de otra persona: “En diversos círculos las estéticas menos normativas están mucho más aceptadas que en otros. Por ejemplo, las críticas recibidas por Pablo Iglesias por llevar el pelo largo y no usar traje o corbata cuando se dedicaba a la política dejan ver que para pertenecer a esa clase hay que cumplir una serie de normas en relación a la imagen, mientras que en otros ámbitos sociales o laborales este tipo de imagen no supondría tanto problema.”
La periodista y activista apuesta por normalizar la diversidad corporal e incrementar la representación de distintos cuerpos en diversos ámbitos: “Poder ver en una serie o en una película un personaje gordo y que no sea para caer en el estereotipo del gordo torpe, la amiga gorda graciosa o la persona que está siempre comiendo y con la que se meten todos. También empezar a hacer otro tipo de contenidos en medios de comunicación, dar espacio a las personas gordas, que son las que viven esta opresión. Y transmitir otro tipo de mensajes. Que les niñes no crezcan pensando que su cuerpo está mal y que encima es culpa de elles”. Critica a su vez los mensajes salutistas y capacitistas de determinadas instituciones, que suelen relacionar la gordura con la falta de salud, achacando la complexión corporal a la falta de esfuerzo de la persona por cuidarse.
Combinar la representación de la diversidad con algunas de las estrategias legislativas supondría la base de un cambio. Remedios Zafra señala, en su ensayo El entusiasmo, cómo es curioso que en un contexto altamente tecnologizado, “nuestra vida esté más que nunca sometida a la ‘apariencia’, al ser vistos, expuestos a la precariedad de lo desechable”. El único escape plausible parece residir en seguir habitando nuestros cuerpos y, por qué no, hacer de ellos emblemas de la diferencia, la peculiaridad y la diversidad.