‘Heartstopper’, entre la esperanza y la asimilación

‘Heartstopper’, entre la esperanza y la asimilación

La serie de amor adolescente LGTBI es tierna y está alejada de los carruseles de violencia a los que nos tienen acostumbradas a las transmaribibolleras en la ficción, pero no hay necesidad de ocultar las relaciones sociales de opresión con las que convivimos para contar historias felices. Que lo tierno no nos quite lo político.

Texto: Ira T
08/06/2022

Fotograma de ‘Heartstopper’.

“Nos apoya la calle más dura,
las que ponen el cuerpo contra el desahucio,
las que se endurecen sin perder la ternura”
Tribade

La noche que me terminé la serie de Heartstopper subí unas historias a Instagram en las que decía: “Hoy no quiero ser una anticapitalista que hace estudios culturales, hoy soy una mariliendre disfrutando de la historia de amor de gente muy cuqui. Luego reflexionaremos críticamente y nos preguntaremos por qué todas las historias contadas desde nuestro punto de vista son de pago, pero hoy somos pastelosas”. Pues bien, ya ha pasado un tiempo considerable para que el cuquismo me impida hacer política, así que es hora de encarar la adaptación de Netflix de Heartstopper como un texto cultural, y por tanto ideológico, para preguntarnos por qué tipo de narrativas queer esperanzadoras merece la alegría luchar.

Comenzaré reconociendo que sí, que yo también he llorado y me he emocionado al ver una historia de amor adolescente LGTBI tan tierna y alejada de los carruseles de violencia a los que nos tienen acostumbradas a las transmaribibolleras en la ficción. Es innegable la importancia que tiene una representación bonita y esperanzadora para les jóvenes LGTBI, poder reconocerse en historias que terminan bien, donde el personaje rarito con el que te identificas no acaba solo, en el mejor de los casos, o muerto, en el peor de ellos. También yo temblé con alegría y lágrimas a partes iguales en la escena en que Nick (Kit Connor) sale del armario con su madre (Olivia Colman) y no recibe sino apoyo y comprensión. Muchas amigas y compañeras bisexuales han sentido que esta serie les ha dado a les pekes bis una de las mejores representaciones posibles de su realidad, el personaje de Elle (Yasmin Finney) narra una vida trans y racializada en la que la transición y la no blanquitud son meramente anecdóticas, y donde los afectos y la amistad abarcan toda la narrativa. El señor Ajayi (Fisayo Akinade) nos muestra, en tiempos de pin parental, la importancia de los adultos LGTBI visibles en las aulas y el amor no correspondido de Imogen (Rhea Norwood) a Nick no se salda con un resentimiento competitivo y teñido de heterosexismo. No cabe duda de que las cosas han cambiado, y no puedo sino alegrarme por ello. Decía el escritor y profesor Ramon Martínez que en su instituto todo el alumnado estaba “marujeando” sobre Heartstopper, incluidos los que se identificaban como hombres cishetetero. En este sentido, a pesar de todas las reflexiones críticas venideras, Heartstopper ha conseguido una justicia simbólica sin precedentes, que es la de que chicos jóvenes heteros, sobre quienes más pesa el chantaje de la masculinidad hegemónica, no tengan que ocultar que se han emocionado con la historia de dos maricones. Pasar de la paliza en el recreo al chafardeo es, como mínimo y como dice el meme, una victoria para el colectivo.

No obstante, resulta inevitable destacar que la ternura en el caso de Heartstopper parece venir de la mano de una profunda desexualización de los placeres no heteronormativos. Lo primero que me dijo une compañere de lucha tras visualizar la serie fue que estaba impregnada de un puritanismo sexual que no encontrábamos en las historias adolescentes normativas. Soy consciente de que no voy a encontrar a demasiadas compañeras en esta crítica, pues gran parte de los discursos feministas y de izquierdas se han empapado hoy en día de una narrativa en torno a la inocencia, la tutela y los peligros de la sexualidad en las personas jóvenes que hace que toda muestra de placer que trascienda el besito disney ya sea observada con la sospecha de la corrupción. Soy críticamente consciente de que convivimos con una pornificación de la cultura que sexualiza a les pekes cada vez más pronto, y que esto, por mucho que acompañemos su agencia, no es inocente en una sociedad capitalista y heteropatriarcal. Soy también consciente de que la sexualidad queer ha sido históricamente monitorizada, tornada perversa y contrapuesta a los valores de la familia. En este escenario, resulta coherente que una historia de amor adolescente LGTBI que no quiera ser acusada de corrupción moral muestre a sus personajes desde una pureza tan reaccionaria como anacrónica. La realidad es, guste más o menos, que los jóvenes queer de 16 años, como cualquier persona de 16 años actualmente, exploran su deseos y se adentran en placeres de todo tipo. Por tanto, la representación erótica de Heartstopper, lejos de ser un reflejo de las vidas reales queer, opera como un mecanismo disciplinario cercano a lo que Lisa Duggan denominó homonormatividad: la asimilación de las identidades y placeres disidentes a los marcos heteronormativos de lo “respetable” en la cultura dominante.

En esta misma línea, Heartstopper plantea una falsa dicotomía, por la cual la ternura y la esperanza solo pueden representarse a través de la despolitización de las vidas queer. Si bien he aventurado que la ausencia de un imaginario violento hace de esta serie un ejercicio de catarsis para las generaciones pasadas y de concebir otros futuros posibles para las generaciones más jóvenes, personalmente creo que se puede ser más ambiciosas. Porque sí, las peques trans y racializadas que vean a Elle van a tener un referente que abre la felicidad como una posibilidad, y los peques maricas y bis que vean a Nick gritando al mar que quiere a Charlie y abrazando a su madre van a sentir mucho menos miedo a la hora de construirse y expresarse tal y como deseen. Sin embargo, esto no cambia la situación estructural del capitalismo: la familia es una institución disciplinaria y privatizadora del cuidado cimentada en una violenta dependencia económica, el supremacismo blanco y su aparato represivo devalúan y relegan las vidas racializadas a los márgenes de lo llorable, las personas que enfrentan los mandatos de género sufren un rechazo sistémico en la esfera pública. Lo que me gustaría proponer es que no hay necesidad de ocultar las relaciones sociales de opresión con las que convivimos para contar historias felices. De hecho, sin querer yo romantizarlo, muchas veces los momentos más felices y tiernos que vivimos las personas queer se dan dentro de las redes y tejidos comunitarios que son tanto consecuencia de esa misma violencia, como condición de posibilidad de dejarla atrás. Si bien este texto apela a un público ciertamente distinto que el de Heartstopper, la novela Stone Butch Blues de Leslie Feinberg está impregnada de una esperanza radical, mostrando pasajes repletos de amor, resistencia colectiva y ternura, que convive con episodios realmente duros de violencia y desposesión. Creo que podemos aprender de esta novela a la hora de construir nuevas historias de amor LGTBI desde las que endurecernos sin perder la ternura.

Finalmente, cabe decir que la producción cultural queer debe escoger en qué lado de la lucha de clases se encuentra. Peter Drucker sostiene que rara vez les niñes queer de clase trabajadora pueden verse reflejades en las historias que consumen, y este desde luego es el caso en Heartstopper. Asimismo, tenemos que preguntarnos por qué, sospechosamente, todas las narrativas contadas desde el punto de vista de las personas queer, y por tanto alejadas de los estereotipos deshumanizantes, son actualmente de pago. Ninguna persona, y en particular ninguna persona proletarizada, con prejuicios homofóbicos o transfóbicos va a gastarse dinero en acceder a narrativas que, tal vez, podrían hacerle cambiar de parecer. Un deseo de transformación social requiere de la valentía de propagar las historias LGTBI en primera persona mucho más allá de un nicho de mercado. En el mes de junio, mes del orgullo LGTBI, recordamos el arrojo de un grupo de invertidas desposeídas contra los chantajes de un gueto que solo les permitía existir en tanto consumían. En su honor, pidamos una cultura LGTBI que nos invite a ser felices sin tener que pagar por ello, que tome cuenta de nuestras genealogías de resistencia colectivas y que no borre nuestros placeres perversos. Heartstopper abre sin duda un camino de esperanza, pero es tan solo un primer paso en todo lo que la cultura puede transformar. Seamos realistas, politicemos la ternura.

 


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