Hay una orden judicial en mi parto

Hay una orden judicial en mi parto

El caso Oviedo, en el que una mujer fue llevada por la policía a la fuerza al hospital cuando paría en casa, permite ver el entramado de subterfugios ideológicos sobre las decisiones de las mujeres en sus procesos reproductivos.

02/11/2022

Collage: Señora Milton

El pasado dos de junio, el Tribunal Constitucional desestimó un recurso de amparo interpuesto por una mujer que por una orden judicial había sido obligada a dar a luz en el Hospital Universitario Central de Asturias (HUCA), en lugar de hacerlo en casa como ella había planeado. El juzgado respondió así a un informe presentado por el equipo médico del HUCA, en el que se solicitaba el ingreso inmediato de la mujer embarazada para realizar una inducción al parto por sobrepasar la semana 42 de gestación. La demandante, que deseaba dar a luz en casa asistida por una matrona, se encontraba en el inicio de su proceso de parto cuando la policía se presentó en su casa y la trasladó, en contra de su voluntad, al hospital. Una vez ingresada en el HUCA, nunca tuvo lugar la inducción precisamente porque el proceso de parto ya había iniciado. La demandante permaneció durante tres días en el hospital sin tener nunca la oportunidad de dar su opinión ante lo que puede considerarse una vulneración de derechos fundamentales. Este caso, popularmente conocido como “caso Oviedo” permite ver el complejo entramado de subterfugios ideológicos que pone contra las cuerdas la capacidad de las mujeres para tomar decisiones sobre sus procesos reproductivos.

La judicialización del parto es un acontecimiento cuya inusual frecuencia le hace pasar desapercibido como ejercicio de violencia obstétrica. Sin embargo, conlleva la limitación de derechos y libertades de un sujeto con plena capacidad y autonomía sobre su cuerpo y su vida. Dejando entrever, en el fondo de la cuestión, que las mujeres o no saben lo que les conviene o deciden peligrosamente lo que quieren. Un topos en toda regla cuando nos adentramos en la arena de lo reproductivo.

Si bien esta es la primera sentencia que llega al Tribunal Constitucional español, no es la primera actuación judicial que genera controversia por un caso de violencia obstétrica. Dos decisiones recientes del Comité para la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Contra la Mujer (CEDAW) condenaron a España en 2020 y 2022 por la vulnerar derechos en el ámbito de la salud sexual y reproductiva. En ambos casos la CEDAW alertaba al Estado español de la presencia y perpetuación de estereotipos dañinos de género contra la mujer en estancias hospitalarias, administrativas y judiciales, señalando que afirmaciones presentes en el proceso judicial como “es el médico quien decide realizar o no la episiotomía”, o que los abusos perpetrados dependieran de la “propia percepción o características” de la demandante, son contrarias a distintos artículos de la Convención de la CEDAW y constituyen una violación de derechos y un retroceso en la lucha contra la discriminación contra las mujeres y la consecución práctica de la igualdad.

En un contexto global en el que el debate acerca de los abusos perpetrados en el ámbito reproductivo cobra cada vez más protagonismo, la sentencia del Tribunal Constitucional representa una oportunidad perdida. El Tribunal podría haber afirmado que la violencia obstétrica importa y que avanzamos hacia un futuro que permita su erradicación, tal y como pedía en 2019 Dubravka Šimonović, relatora especial de Naciones Unidas sobre la violencia contra la mujer, sus causas y consecuencias. Su informe “Enfoque basado en los derechos humanos del maltrato y la violencia contra la mujer en los servicios de salud reproductiva, con especial hincapié en la atención del parto y la violencia obstétrica”, recordaba la obligación de los estados de aprobar leyes que permitan “combatir y prevenir ese tipo de violencia, enjuiciar a los responsables y proporcionar reparación e indemnización a las víctimas”.

Nada más lejos de nuestra realidad. En los últimos años, el colectivo de médicos en general y el de ginecólogos en concreto, ha demostrado que el término de violencia obstétrica” les resulta molesto y dañino para ellos mismos. En 2018, la Sociedad Española de Ginecología y Obstetricia (SEGO) publicó un comunicado en el que consideraba la violencia obstétrica como “un concepto legalmente delictivo, moralmente inadecuado, científicamente inaceptable”. Hace apenas unos meses, la propuesta de incluir y regular la violencia obstétrica en nuestra legislación quedó reducida a un ejercicio de buena voluntad. Todo parecía indicar que la violencia obstétrica sería objeto de regulación y aparecería en el “Anteproyecto de Ley Orgánica por la que se modifica la Ley 2/2010, de 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo”, pero no fue así. Su exclusión de la norma, hace pensar que los abusos perpetrados en los paritorios de nuestro país permanecerán impunes por un periodo de tiempo todavía incierto.

Mientras tanto, la desautorización de las mujeres en contextos de salud sigue siendo una de las operaciones base que esconde el complejo entramado de abusos al que llamamos violencia obstétrica. Según estudios académicos recientes como “¿Violencia obstétrica en España, realidad o mito? 17.000 mujeres opinan, publicado en Musas: revista de investigación en mujer, salud y sociedad, en España casi un 50 por ciento de las mujeres declara no haber dado su consentimiento antes de la realización de técnicas invasivas durante el parto. ¿Cómo es posible que la capacidad de consentir de mujeres adultas sea puesta en entredicho de un modo tan alarmante?

Una de las posibles explicaciones reside en la jerarquía de conocimientos que opera en los contextos de salud reproductiva. Mientras que los profesionales de salud gozan de una autoridad incuestionable, aun cuando las prácticas realizadas no son consentidas o están fuera de los protocolos de actuación, las mujeres son sistemáticamente desautorizadas. En los últimos años, se han multiplicado los testimonios de mujeres que entre otros abusos refieren haber sido silenciadas o despojadas de protagonismo en su proceso de parto. En ese sentido, la resistencia institucional a dar crédito a los testimonios y denuncias de las mujeres, supone una barrera en la búsqueda de soluciones para la eliminación de esta injusticia social.

La desautorización de las mujeres no se limita al contexto médico sino que, como señalan las dos decisiones de la CEDAW, se proyectan también en el ámbito administrativo y jurídico. La socióloga feminista Carol Smart señaló, ya hace tiempo, la estrecha alianza entre la medicina y el derecho, y el poder de esta íntima relación a la hora de configurar a las mujeres en los discursos institucionales: reducidas a una mera suma de fragmentos corporales y funciones reproductivas las mujeres son cuestionadas en su estatus como sujeto racional y sujeto de derechos: “De nuevo podemos ver que en el derecho las mujeres se convirtieron en sus cuerpos, han sido reducidas a sus funciones reproductivas. Esto no quiere decir que las propias mujeres no reconozcan que sus cuerpos (y los cambios en sus cuerpos) son significativos. Pero los discursos legales y médicos han tendido a hacer de las mujeres no más que sus funciones y procesos corporales, o trozos de cuerpos”

La sentencia del caso Oviedo, es un gran ejemplo de esta fragmentación. Como explica la magistrada Montalbán Huertas al final del punto uno de su voto particular: “La conclusión a la que llega la sentencia podría permitir la disociación del cuerpo de la mujer embarazada de los derechos de los que es titular como persona, como si fuera un recipiente que alberga al nasciturus o vasija, en metáfora creada por el movimiento feminista contrario a la gestación subrogada (también conocida como «vientres de alquiler»). Ello implicaría admitir que la mujer embarazada es un mero instrumento para la consecución del fin de preservar un eventual riesgo al bien jurídico del nasciturus, con anulación de la dignidad que a aquella le corresponde como persona”.

Otra particularidad del caso Oviedo, que de nuevo hace referencia al silenciamento que las mujeres experimentan en los contextos reproductivos, es la ausencia de audiencia. A pesar de que nuestra justicia se basa en el principio de audiencia, la demandante nunca tuvo la oportunidad de expresar su opinión ante el juzgado que ordenó su ingreso hospitalario, ni de defenderse de tal orden. La orden judicial se fundamenta en la petición y testimonio del equipo médico sin haber confrontado jamás ese informe a la opinión o decisión de la mujer, creando una clara desproporción en las partes involucradas en la decisión judicial. La demandante no fue considerada parte en el proceso que condujo a su hospitalización forzada, privada de su capacidad de defenderse y de dar su opinión precisamente en un procedimiento en el que sus derechos fundamentales y alguna que otra intervención sobre su propio cuerpo estaban en el centro de la disputa. En el caso Oviedo se vulneró el principio de audiencia, por el que todas las personas que vayan a ver sus derechos limitados por una orden judicial deben tener la oportunidad de ser escuchadas. Este principio es una garantía procesal implícita del derecho a la tutela judicial efectiva (artículo 24 de la Constitución Española) y está relacionada con la igualdad de las partes.

Hay, pues, dos procesos de silenciación: el que se produce en los espacios de la salud reproductiva y el que se produce en los espacios de la justicia. Ambos han de ser comprendidos como procesos de “injusticia espistémica”. En las operaciones de injusticia epistémica, los prejuicios identitarios atribuyen descrédito a algunos hablantes y, como consecuencia, no se otorga relevancia a sus testimonios (Fricker, M. 2007. Epistemic Injustice. Oxford University Press). Así, atravesadas por múltiples estereotipos y prejuicios, algunas hablantes no pueden transmitir su testimonio porque se enfrentan sistemáticamente a una barrera identitaria que las desacredita como conocedoras o portadoras de saber.

La medicina obstétrica ha contribuido a la construcción social de las mujeres como sujetos sospechosos: peligrosas o fuera de control, las mujeres no podemos tomar decisiones racionales. El triunfo del útero frente a la razón como elemento definido del sujeto femenino ha marcado desde los diagnósticos médicos (histeria) hasta la capacidad jurídica reconocida a las mujeres para decidir sobre su cuerpo, en especial en los procesos de parto. No es sorprendente pues, que no se les pregunte ni se pida su consentimiento para realizar intervenciones en su cuerpo.

Tampoco sorprende, que sus testimonios sean desestimados en los procesos judiciales, desacreditadas como meras “percepciones”, tal y como sucede en los dos casos de la CEDAW. La judicialización del parto es una muestra más de la configuración de las mujeres como ciudadanas de segunda, de nuevo en contextos de salud reproductiva. De acuerdo con lo expuesto por la magistrada Montalbán Huertas al final del punto cinco de su voto particular, la sentencia del Tribunal perpetúa estereotipos sobre la maternidad: la madre sacrificada y obediente que hace lo que le dicen que es mejor. Son imágenes manipuladas y que manipulan; cuestionan las decisiones de las mujeres y penalizan directamente aquellas que divergen de las directrices institucionales de la medicina obstétrica.

A lo largo del siglo XX las mujeres fueron sistemáticamente institucionalizadas por ser disidentes con las imposiciones heteropatriarcales del rol social de la mujer, como señalan las psiquiatras María Huertas y Ana Conseglieri. No seguir mandatos hegemónicos de género tuvo un alto coste para numerosas mujeres que acabaron encerradas en hospitales psiquiátricos en contra de su voluntad. Me gustaría pensar que hemos avanzado desde entonces. Sin embargo, la judicialización del parto y el ingreso hospitalario forzoso de mujeres discordantes con la perpetuación de estereotipos sobre la maternidad sacrificada y obediente, manifiestan que un resquicio de aquella esencia punitiva sigue todavía demasiado presente.

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