Mastectomía, un proceso íntimo y colectivo

Mastectomía, un proceso íntimo y colectivo

Mi paso por el quirófano: el inicio de una conversación que debí tener hace mucho. La mastectomía ha supuesto un cambio en detalles cotidianos de mi vida. No quiero que esto sea un manual de autoayuda, pero los cuento por si hay alguien que duda y quiere saber más del proceso.

16/11/2022

Ilystración: Catalina Parra.

Podría decir que este proceso ha sido la vía necesaria para adecuar mi cuerpo a mi género. Es, además, lo que se suele suponer de forma generalista. Es cierto y no sé si habría llegado a operarme si los cimientos de mi género impuesto no se hubiesen tambaleado. Sin embargo, aunque el género juega un papel principal, no es lo único. Si solo se aborda desde este prisma, por amplísimo que sea, se acotan las posibilidades y se pierden muchos matices. Lo cierto es que esta entrada al hospital ha servido para aterrizar(me), con todo lo que soy. La mastectomía ha sido el inicio de una conversación que debí tener hace mucho. Un renacimiento. Llevándole la contra a los cortes en mi cuerpo, ha sido como un cordón umbilical que me ha permitido conectarme con una piel que, pese a ser mía, me era muy ajena.

Es complicado seleccionar qué decir dentro de un proceso tan íntimo y, a la vez, tan colectivo. Tan duro como la mesa de un quirófano y tan tierno como cumplir uno de los grandes sueños de mi vida.

Siempre contemplo una gran paleta de posibilidades negativas. De casi todos los tonos y texturas. Es como si se me apareciera, delante de las narices, la entrada de unos grandes almacenes de la desgracia: cómo puedo quemar la casa, cuál es la forma de hacer el ridículo más espantoso, la gran variedad de sitios donde puedo perder las llaves, la manera de hacerte daño sin poder evitarlo o el trocito de cristal con el que Gatito podría cortarse en la pata.

En mi caso, tanto ser autista como tener un trastorno obsesivo compulsivo (TOC), influye en mis necesidades habituales. Por eso, me era imprescindible poder confiar en la persona que iba a abrirme el pecho.

Si a diario hay un millón de posibilidades de que casi todo salga mal, ¿por cuánto se multiplican en un quirófano, buceando entre los peces de la inconsciencia? Necesitaba manguitos y un flotador de pato de colores chillones. No se me malentienda, mi cirujana no es un pato brillante. Es mucho mejor.

Cuando el celador empujó las puertas de quirófano y vi la habitación donde iban a operarme, supe que eran los últimos minutos disponibles para salir corriendo. Menos mal que no lo hice. Habría perdido mucha dignidad con la bata abierta por todas partes y el gorrito en forma de brócoli.

Aquella habitación, el quirófano, fue mi primera referencia de un entorno quirúrgico real. A trocitos, se parecía a las pelis. Había luces potentes y máscara de gas. A trocitos, no se parecía a nada que hubiese visto antes. Me preocupó la camilla, demasiado estrecha para pasar tres horas con el cuerpo allí desparramado. El reloj redondísimo es lo primero que recuerdo ver al resucitar. Muy de cocina de la yaya, muy signo de vida a las tres y trece de la tarde de un viernes de julio.

En aquel círculo también había peces. Ya semiconscientes. Un estanque, espiral de números que, a burbujitas, me decían: “Lo has hecho”.

O eso es lo que estoy inventando ahora. Porque no sé ver la hora en relojes analógicos y no creo que la anestesia enseñe a estas cosas. Debió ser digital. Debió ser cuadrado. Números grandes y rectos. Pilares de piedra a los que agarrarse de nuevo. Muy de cocina de la yaya, muy signo de vida a las tres y trece de la tarde de un viernes de julio.

Cada pequeño detalle es diferente para mí desde hace 86 días. No quisiera que este artículo empiece a parecerse a un libro de autoayuda. Sin embargo, son las cosas que parecen insignificantes en las que más noto el impacto que ha tenido la operación.

Antes de la mastectomía, nada que tuviese que ver con mi aspecto físico me ilusionaba. Ahora, pese a que la ropa es la misma, por las mañanas puedo abrir el cajón de las camisetas y ponerme las del fondo, las que hacía años que no usaba.

Hay un cambio en el día a día que se podría considerar negativo. Antes, yo era visiblemente queer, estaba visiblemente fuera del binarismo. Tenía tetas y barba. Salía a la calle en tirantes, con vestidos o ropa deportiva y las miradas oscilaban entre la desaprobación, la fetichización, y una mezcla de ambas. Incluso, podía sentir la rabia de la gente con la que me cruzaba. Ahora noto que, al elegir la ropa, influye mucho dónde me posicionan otras personas tras la mastectomía. Me da vergüenza enfundarme un vestido. Noto que me juzgan por no representar el papel que esperan de mí tras haberme operado. Es decir, el de un señor o el de alguien que “aspira a serlo”.

Creo que, sin pechos, la gente me entiende más como un hombre cis o como un hombre trans binario. El hecho de que elija un vestido pone en juego ciertos esquemas de la masculinidad hegemónica. La actitud es de reprobación y me miran de forma más agresiva. Es algo que, para mí, ha sido doloroso. Creo que, al tener más cispassing, se espera que me meta en el cajoncito adecuado para no tener que notarme por la calle.

Un ejemplo claro de esto sería mi vecindario. Cuando elijo una camiseta “neutra” para pasear con mi perro, las personas que viven en las plantas bajas de nuestro edificio me saludan y me dan los buenos días. Cuando llevo un vestido, se crea un silencio de aproximadamente 30 segundos en los que parecen estar descodificando lo que ven y quejándose por dentro. Ya no les da tiempo a dirigirme la palabra.

Otra de las cosas buenas que ha tenido mi paso por el quirófano es cómo puedo ocupar el espacio y moverme desde entonces. Me refiero a correr por el pasillo con mi perro o a perseguir a mi mujer gastándole bromas. También tengo mucha más agilidad, por ejemplo, al cocinar. A nivel físico, no a todas las personas que se hagan una mastectomía les repercutirá del mismo modo; en mi caso, tenía una talla descomunal. Tanto su peso como su volumen me restaban movilidad en los brazos.

Esto último es algo que para mi familia era evidente, así que, por esta parte, les era comprensible. En este aspecto, mi historia no se ajusta al drama que se asocia, por defecto, a la comunidad trans. Sí, puede haber mucho dolor entretejiendo nuestras vidas, pero también nos reímos, disfrutamos compartiendo con nuestras amistades y de un buen café por la mañana. He sentido muy poca hostilidad por parte de quienes me rodean. Mi mujer no me ha abandonado dando un portazo; está feliz con mi nuevo pecho.

Con sinceridad, la parte complicada ha tenido más que ver con la lejanía en las experiencias de cada quien y menos con la transfobia que suele impregnar los cerebros. Dependiendo de a quien le he tenido que expresar la necesidad de operarme, he adaptado la explicación. A mi lado, tengo a personas muy diferentes entre sí, de muchas edades y niveles socioeconómicos distintos. Esto también hace que las incógnitas que se despiertan, varíen.

No suele cuestionarse que alguien elija reformar su casa. Lo más habitual es que quien te quiere se alegre por la noticia porque hay recursos suficientes. Pero, ¿qué hay del primer lugar que habitamos? ¿Por qué me ha hecho falta justificar mi decisión tantas veces? Me he sentido como dentro de uno de esos cuentos infantiles de “elige tu propia aventura”. Al contestar, tenía que agotar cada vía, saltando del malestar emocional al dolor físico o la violencia social. Cuando me preguntaban por qué me iba a quitar las tetas, sabía que mis respuestas influirían. Hay motivos que no son lo suficientemente válidos como para saciar la curiosidad o contrarrestar los juicios ajenos.

Me despido invitando a que cualquiera que esté pensando en someterse a una mastectomía, me contacte si lo ve necesario. Creo firmemente en el apoyo mutuo y, por supuesto, en la importancia que tienen las voces en primera persona. Por logística, también puedo contarte quién me operó, dónde y cuánto me costó. Sin tetas sí hay paraíso.


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