¿Es más difícil imaginar el fin del porno patriarcal que el del capitalismo?
El porno es el primer acceso a la sexualidad para niñas y niños, por lo que el reto podría ser desactivar la erotización de la violencia desde el rechazo social y no desde la prohibición.
El porno volvió a encontrarse dentro de los debates del momento hace meses, a pesar de estar relegado a un segundo plano, con una iniciativa del PSOE que lo abordaba junto a la prostitución y la trata. ¿Incluiría esta ley Only Fans? ¿En qué lugar quedaba la producción de porno independiente? ¿Cómo controlar el porno casero en auge? Puede considerarse el primo hermano de la prostitución al guardar una relación innegable con la sexualidad femenina y la mercantilización inherente a la misma en las sociedades actuales, aunque las diferencias con ella sean evidentes. Mientras unas feministas se sitúan en contra de la reproducción audiovisual del sexo, otras defienden que la pornografía suma más que resta, pero, ¿cuánto de lo que aportan estas corrientes resulta útil para una cuestión tan compleja como la pornografía? ¿Por qué extrapolamos la polarización de la prostitución a otros debates en vez de abordarlos en su singularidad?
El propio porno ha cambiado con la irrupción de Internet a una velocidad de vértigo. Las consecuencias de la digitalización todavía no las tenemos claras en múltiples aspectos de la vida, y mucho menos en la sexualidad. De hecho, estamos asistiendo a las primeras generaciones que se pueden considerar plenos nativos digitales, y, por lo tanto, los que han crecido con un acceso a la pornografía a través de Internet, y no solo como una fuente secundaria o complementaria a otras. En cambio, desde algunos feminismos sigue prevaleciendo la división entre quienes prohibirían cualquier manifestación de sexualidad en las pantallas por ser una representación inequívoca de la sexualidad patriarcal, cayendo en los brazos de la censura, y la de quienes parecen minusvalorar los efectos que podría tener a la hora de reforzar la desigualdad en el terreno sexual entre mujeres y hombres. Solo así se explica que un sector del feminismo se preocupe de pedir a Netflix retirar películas, como sucedió en el caso de Cuties, por considerar que fomentaba la hipersexualización de la infancia, mientras otras hablan del porno como la industria que fue cuyo consumo y funcionamiento no es ni de lejos el actual.
Hace décadas acceder a la pornografía conllevaba muchos obstáculos para los menores de edad, por lo que no contaba con la función educadora que en la actualidad sí tiene, o al menos no con la misma intensidad. No es lo mismo ver una revista porno con tus amigos, o conseguir una película del videoclub una vez al mes, que asistir socialmente al fenómeno de que toda una generación se eduque sexualmente a través de la pornografía. Hablar de que nadie intenta volar aunque vea a Superman volando en el cine, ha dejado de ser válido. Es cierto que nadie (o al menos muy poca gente) intenta volar porque sabe previamente que no vuela, en cambio, en el terreno sexual nos enfrentamos a un tabú permanente que cuando empieza a romperse solo ha sido levemente arañado por la visión de la publicidad y el consumo inconsciente de productos culturales en los que predomina la cosificación de los cuerpos de las mujeres.
En la adolescencia, la pornografía viene a abrir una ventana de conocimiento sobre un terreno ignoto. La pregunta adecuada sería, ¿pondrías a ver a Superman a personas que previamente no han podido comprobar si podían volar o no? Ninguna de las dos posturas mayoritarias tendría respuestas válidas. Ambas se presentan ineficaces para abordar una industria que cada vez muestra mayor violencia filmada contra los cuerpos de las mujeres, como describe Mónica Alario en su primer libro Política sexual de la pornografía. Mientras el mundo cambia a una velocidad de vértigo, los discursos con más atención mediática sobre pornografía parecen anquilosados en las problemáticas del siglo XX.
La postura mayoritaria de las feministas antipornografía defiende acciones que tendrían como aspiración prohibir la reproducción audiovisual del sexo explícito al considerar que siempre va a reflejar una sexualidad patriarcal y, por lo tanto, violenta. Pero, si todo el sexo que podemos representar es violencia, ¿qué criterio utilizamos para determinar lo que sí es sexo o sexo “feminista”? ¿El que tenga lugar el día final del patriarcado? ¿Qué pasa con el mientras tanto? ¿Dónde queda la sexualidad que nos toca vivir aquí y ahora, que no queremos sacrificar y de la que anhelamos gozar? Las pro-sex, en cambio, contemplan que esta vía de expresión se mantenga para permitir la irrupción de nuevas experiencias que subviertan el orden sexual que impone el heteropatriarcado. La pregunta que cabría hacerse entonces es por qué nos resulta más fácil imaginar el fin del mundo que el fin de la pornografía patriarcal.
En el pódcast de Las hijas de Felipe homenajearon la figura de María de Zayas y mencionaron la cosificación de las mujeres en la literatura del siglo XVII. Por aquel entonces, la pornografía no existía, pero no es menos cierto que la violencia sexual y la deshumanización de los cuerpos de las mujeres bajo el mandato del goce masculino ya estaban vigentes. Narraron cómo en las obras de la autora ya se puede percibir una queja contundente contra la cosificación de los cuerpos de las mujeres en la literatura masculina de la época. Su indignación ante la representación femenina no es más que el enfado legítimo frente a la dominación que los hombres ostentan gracias a la hegemonía cultural en el terreno simbólico. Nadie (o muy poca gente) pediría la prohibición de poetas de la época, ni de la propia escritura. Tampoco ninguna feminista vendría a hablar del carácter feminista de estas obras, como sí sucede desde algunos feminismos en relación al porno o a cualquier producto cultural. La escritura es el canal de la literatura, al igual que lo es el medio audiovisual para el séptimo arte. Parece innegable, por tanto, que muchos de los problemas de los que se acusa a la pornografía pueden guardar relación con esta industria, pero tampoco se puede obviar que no empezaron con ella. Ninguna opresión desaparece con la prohibición de ningún medio de expresión.
Según un estudio de Save the children realizado durante el año de la pandemia (2020) la edad media del primer acceso a la pornografía es de los 12 años, aunque las chicas recurren con menor periodicidad. ¿Cómo desactivar la erotización de la violencia desde el rechazo social y no desde la prohibición? Ese es el reto que hay por delante. No tiene que ver solo con mantener abierta la posibilidad legal de producir porno feminista, que siempre va a contar con menos público en un mercado marcadamente patriarcal, sino con reforzar el imaginario feminista, que ha arraigado con fuerza después de la cuarta ola en todas las expresiones culturales.
Una vez más, hablar de educación sexual parece una obviedad, pero es imprescindible para acabar con la sexualidad patriarcal. Si descodificamos los códigos patriarcales inherentes en la sexualidad vigente se deslegitimarán las prácticas de las que el porno se alimenta. Reforzar la educación sexual es la mejor herramienta para construir una sexualidad feminista en el futuro a pesar de las incógnitas que esto nos plantea. El incremento del rechazo que genera en tantas personas el desprecio por las mujeres y la violencia machista en los últimos años también es un arma que no podemos desdeñar y que debe ser priorizada. Solo así se podrá poner en cuestión los beneficios de una industria que mueve cantidades ingentes de dinero frente a la batalla de trincheras dicotómica que olvida la construcción de una sexualidad feminista alejada de todo dogma.
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