Mundo zurdo

Mundo zurdo

Publicamos el arranque de la novela 'Mundo Zurdo' (Ediciones Seshat), de Vivi Alfonsín, donde se exponen, a través de la vida de Leonor y las mujeres que la rodean, conflictos y opresiones que caracterizan nuestro orden contemporáneo.

10/05/2023

Portada de ‘Mundo zurdo’.

Max acaba de irse. La casa huele a él. Sus pasos resuenan en las escaleras como un eco sordo. El chirrido del portón precede el murmullo de la calle y luego el golpe final que me estremece. Puedo imaginar la forma en que mira a ambos lados de la calle y se ajusta los lentes oscuros antes de cruzar. Seguirá con la vista a una muchacha. A otra. De pronto siente calor. Es uno de esos días sin brisa. Se pellizca los hombros de la camisa para despegársela de la espalda, camina en dirección a la playa con la vista perdida en el horizonte. El cielo plomizo promete una tarde cargada de bochorno. A lo lejos, la silueta de un enorme carguero llama su atención. Dejará pasar un par de minutos hasta que compruebe la hora en su reloj de pulsera. Dijo que tenía una cita en la otra punta de la ciudad. Parece que siempre haya alguien dispuesto a esperarle. Subirá al coche gris metalizado que lo aguarda en doble fila. Las ventanillas tintadas se alzarán como cuchillas para protegerle. Mi mente persigue sus últimos giros. Le acompaño hasta que no es más que un destello imaginario y rojo en medio del tráfico de la tarde. Solo entonces siento que se marcha y me atrevo a cerrar los ojos.

Me muevo por el apartamento con una mezcla de desconcierto y docilidad. Como si Max pudiera vigilarme o descifrar mis pensamientos. Es un miedo distinto a otros miedos. Una suerte de pulsión paranoide que despierta lo más animal en mí. El olfato, el oído, las náuseas. Una sensación de angustia y premura que me retuerce el estómago. Desde hace un mes he perdido el apetito y a eso que hago por las noches no se le puede llamar descanso. Sueño que corro por la ciudad, pero no reconozco las calles ni los atajos que pueden conducirme a donde quiera que vaya. Paso la mañana intentando recomponer las imágenes en busca de algún sentido, pero al final me quedo vacía. Las mismas preguntas del último mes enganchadas a mi pelo y a mi piel como si fueran abrojos.

Para empezar, ¿cuánto vale el honor de un hombre? Estoy obligada a poner un precio, a cobrarlo y aún después convertirme en su verdugo. Claro que el honor de un hombre no guarda relación con el dinero, excepto si se trata de un hombre sin honor. La clase de persona que ha olvidado para qué sirven los escrúpulos. O peor, que nunca los tuvo ni los ha echado de menos, y se supone que eso debería hacerlo todo más fácil. Pero la verdad es que solo tengo un detalle a mi favor. Hasta cierto punto no soy nadie, no existo, soy invisible. Una mujer invisible que se ha cansado de serlo. Calculo el siguiente paso como un animal inmenso que necesitara de una gran concentración para moverse. Afuera, en las marismas verdeazuladas de apariencia amable, aguardan los depredadores con la boca abierta. Sigilosos y zalameros, dan vueltas alrededor de mi portal esperando un fallo. Pero esta vez no caeré. Apenas me acerco a la ventana y dejo que mi propia imagen se concrete sobre el cristal unos segundos. Luego regreso a las sombras y, desde aquí, sonrío.

Por las rendijas entreabiertas penetra el olor a mar, el salitre se dispersa hasta bañar las fachadas con un tenue brillo plateado. Su inmensidad podría consolarme, pero este mar habla un idioma distinto del mío. Me roza con su profundo manto azul que parece verde y sigue a lo suyo. El pequeño apartamento se convierte en una jaula donde las horas pasan lentas y cargadas, un escondite entre las callejuelas que tampoco son un refugio. Con todo, a veces tengo la sensación de estar en La Habana. Me confunden la cercanía del mar y la sombra de algunos objetos que acumulan demasiadas mudanzas. Suele ocurrirme de tarde, cuando me siento a pensar. Mis párpados se resisten, juegan, me protegen mientras yo deambulo por oscuros pasillos interiores, por casas viejas donde mis palabras nacen sordas y los muertos conversan como si nada. Pero no es más que una impresión, lo sé. Un paréntesis que contribuye al descanso de mis sentidos. Allá fuera hay otra ciudad, Barcelona, entregándose mansamente a los ritos de una tarde de sábado porque nadie se atreve a mirar al cielo. Si lo hicieran comprenderían que lloverá, recordarían cuánto detestan mojarse y que no saben andar con paraguas. Aquí dentro estoy yo. La clase de mujer que tiene motivos para vivir enfadada con el mundo, pero que si no sabe qué hacer con el enfado es como si estuviera muerta. Ellos te matan. Saben muy bien cómo hacerlo. Pueden hacerte dudar de quién eres y de cómo has llegado hasta los márgenes de este lugar tan lejano. No saben que nos queda la memoria. Cuba es una isla lenta y vieja flotando dentro de mí, incapaz de olvidar lo que sabe. Todo lo que quise dejar atrás, todo lo que quise hundir en el limo del tiempo está de vuelta y se agita como los peces recién sacados del agua. El pasado me observa con ojos de niña hambrienta. El futuro se me aparece como una anciana con los brazos en jarras. Confío en ellas porque en la vida de una mujer madura nada es casual, así que las dejo estar a mi lado. Total. Se alimentan del aire y hacen preguntas que no me molestan. Yo soy la actriz principal y quien ajusta los detalles para que nada desentone frente al único hombre que nos hace las veces de público.

El apartamento está en La Barceloneta, un barrio marinero que ya no se parece a lo que fue. En la nostalgia colectiva perduran la abundancia y algo parecido a la libertad. Capazos rebosantes de peces plateados y colmados a pie de calle donde las mujeres vendían legumbres, manteca y vino. La zaloma de los pescadores al caer la tarde mientras los ancianos vigilaban que se remendasen bien las redes y se recontasen bien las batallas. Una vida que miraba al mar y que solo cuando llegaba la noche aceptaba replegarse tras los muros. Las casas, claro está, no tardaron en quedárseles pequeñas, y puesto que carecían del dinero y los permisos necesarios para construir no tuvieron más remedio que dividirlas. Las llamaron quarts de casa porque eran eso: viviendas de ciento veinte metros partidas en cuatro. Las mismas que ahora, remozadas con este minimalismo desesperante, alquilan a los turistas por un dineral.

La cara amable del barrio se debe a otras gentes. Familias numerosas llegadas de lugares lejanos huyendo del hambre y las guerras, o solitarios migrantes de paso. Para ellos quedaron los pisos que nadie reforma, las casas en las que no toca el sol a ninguna hora del día y la contagiosa asfixia que acompaña la estrechez. En medio subsisten algunos habitantes autóctonos. Se les reconoce por la mirada y por esa torpeza al andar. Pasean por las calles como si las hubieran cambiado de sitio. Intentan leer en voz alta los nuevos rótulos en inglés, pero siguen llamando a los lugares por sus nombres. Nombres que sus nietos jamás conocerán.

 

 

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