Hombres cishetero horror picture show

Hombres cishetero horror picture show

La monstrificación que se hace de las mujeres trans como si fuesen “hombres con peluca que buscan colarse en nuestros baños” extiende la alfombra roja a los hombres cishetero para dejar de reconocerse a sí mismos como los principales ejecutores de las violencias machistas.

28/06/2023

Fotograma de ‘The Rocky Horror Picture Show’.

Nada pone tan en tela de juicio el patriarcado como la existencia misma de las mujeres trans. Solo con el mero hecho de existir, impugnan todos los discursos esencialistas que tratan de convencernos de que la desigualdad de género es inherente a la raza humana. Que los hombres son más agresivos, más sexuales, con un deseo animal que no saben controlar porque está en su naturaleza. Que las mujeres somos más débiles, más cuidadoras, más emocionales; que en esta disonancia primaria, material, intrínseca se sustenta que las violencias machistas y las violencias sexuales tengan lugar desde tiempos inmemoriales.

Por eso, la defensa feminista aliada de las personas trans (no hablemos ya de otras identidades disidentes, como el espectro de las personas no binarias) es la condición de posibilidad necesaria para demostrar que no, que nadie violenta porque los genitales con los que nace le hagan una persona violenta; que nadie agrede porque sus niveles de estrógenos le hagan una persona agresiva; que no hay justificación biológica posible y verosímil de la desigualdad y del machismo.

Sin embargo, muchas supuestas feministas transexcluyentes dedican un empeño ímprobo a intentar por todos los medios argumentar lo contrario, a pesar de repetir hasta la saciedad que aspiran a la abolición del género. Lo veíamos hace unos días con el caso de Cristina Alías, la mujer trans sobre la que cayó una tormenta de acoso digital en redes sociales tras la polémica con la empleada del Lidl de Málaga que había insistido en referirse a ella una y otra vez como “caballero” al tratar de poner una reclamación, y a pesar de haberle explicado que era una mujer.

Con el hashtag “#esunputohombre” y la difusión a diestro y siniestro de una fotografía de Alías con el fin de exponerla, miles de cuentas enunciaron con crueldad un discurso de odio intolerablamente tránsfobo que se basaba principalmente en criticar su apariencia estética, su falta de passing. Todo para posicionarse en favor de la empleada que, por ser “una mujer trabajadora”, parecía estar dotada de la más inmaculada de las inocencias por la gracia de Dios. De hecho, aprovecharon unas declaraciones de Alías en las que reivindicaba que no siempre se afeitaba la barba para terminar de verter todo su odio sobre ella. Porque bien sabemos, además, que desde estas posiciones se critica la hormonación y las intervenciones quirúrgicas a las que se someten algunas personas trans, a la vez que les exigen unos niveles de cispassing extremo para otorgarle una mínima legitimidad a su identidad y así patologizarlas y compadecerlas por “enfermas” en lugar de acusarlas.

En el momento en que no parecen “mujeres de verdad”, desde lo que la estereotipación binaria más estricta establece y obliga (lo que deberíamos, precisamente, aspirar a abolir) se las monstrifica: si llevan barba y el pelo largo; si llevan falda pero van sin depilar; si se ponen tacones siendo “demasiado altas”, si no han modificado quirúrgicamente sus genitales pero han decidido operarse los pechos… .

Convertir a las identidades disidentes en “el monstruo” siempre se ha hecho sirviéndose de lo estético como punta de lanza. Constantemente ha tratado de venderse la idea de que quienes escapaban de la normatividad estética eran una panda de freaks, el elenco de un circo de variedades, sujetos que en un momento dado pueden, como mucho, servir de entretenimiento, pero a los que es mejor no acercarse. Porque demasiada gente considera peligroso aquello que no entiende. Me resuena al escribir esto la cara de susto que se le pone a la pareja cishetero compuesta por Brad Majors y Janet Weiss al ver aparecer por vez primera al Dr. Frank-N-Furter en The Rocky Horror Picture Show, solo que trasladado a posiciones políticas con altavoz que están poniendo en riesgo los derechos humanos de muchas personas que tienen derecho a ser quienes son.

De nuevo, me viene a la cabeza otra referencia cinematográfica: La Bella y la Bestia. En esta película infantil, resulta interesante cómo el apuesto y normativo Gastón consigue distraer la atención de su propio machismo contra Bella trasladando la atención y el discurso hacia la Bestia, logrando incluso movilizar al pueblo entero para que vayan con antorchas y armas a darle caza. Dejo, eso sí, los análisis sobre la relación de violencia machista y síndrome de Estocolmo que se representa entre la Bestia y Bella, porque daría para otro artículo. Pero sí creo que se trata de un ejemplo útil para poner en evidencia esa instrumentalización de la disidencia estética como elemento de carga simbólica condenatoria sobre los sujetos que la encarnan.

Siempre me he preguntado con incredulidad cómo podía compensarles a estas “feministas” dedicar tanto tiempo y energía a manifestarse contra las mujeres trans, en lugar de denunciar las violencias machistas que los hombres cis ejercen día sí y día también contra todas -y todas es TODAS- nosotras. Esta semana me ha resultado especialmente desesperanzador. Pocos días después de que el presidente Pedro Sánchez saliese a decir lo incómodos que se sentían sus amigos con “las formas” del discurso feminista, estas oleadas descarnadas de transfobia son lo más efectivo que podría haber para que los hombres cisheteros puedan devolverse a sí mismos a esos lugares de comodidad que principalmente se caracterizan por darles la posibilidad de no tener que sentirse interpelados por absolutamente nada.

Si consiguen afianzar la idea de que el peligro lo encarnan los “hombres con peluca”, implícitamente se perpetúa el prejuicio de que los hombres con un buen corte de pelo engominado son completamente inofensivos; si el monstruo es “un hombre con falda”, el que viste chinos o traje de chaqueta, el “hombre de bien”, queda exento de toda sospecha. Todavía existe en nuestra sociedad la idea errónea de que los hombres blancos, de clase alta, educados, con estudios superiores, incluso con conciencia social, no son los que ejercen la violencia machista. ¿Cómo va un señor que lo tiene todo a matar a su pareja? ¿Cómo va un hombre cis, guapo, musculoso a necesitar violar a las mujeres, si eso es de outsiders, de incels, de tíos que no ligan y a los que les carcome la desesperación? ¿Recordáis cómo en determinado momento este mismo argumentario se utilizó para poner en cuestión la palabra de la víctima de La Manada?

Si las mujeres trans son en realidad esos “hombres con peluca” que buscan colarse en nuestros vestuarios, en nuestras cárceles y en nuestros baños con el único fin de acecharnos como una bestia que espera tras los arbustos, entre las sombras, a que su víctima esté distraída para atacarla… Los señoros normativos pueden desplazar con toda la tranquilidad del mundo su responsabilidad hacia otros sujetos más débiles, a los que es terriblemente fácil señalar y conseguir que la masa condene desde la visceralidad del odio a lo distinto.

Prueba de ello es que nunca tardan ni medio minuto en sumarse y abanderar estas lógicas los grupos de ultraderecha, ya que criminalizando a las personas trans es como distraen la atención del hecho de que los agresores estén rondando sus espacios. ¿No veíamos recientemente el caso del candidato al Congreso de los Diputados por Valencia condenado por violencia de género, Carlos Flores? De hecho, es la misma estrategia que aplican cuando buscan culpabilizar a los migrantes de las agresiones sexuales. Una estrategia que se resume en: si conseguimos que cale el relato de que los que violan son los inmigrantes, contemporáneamente se crea la ficción de que nosotros, los españoles, no violamos; si colamos el discurso de que a quienes hay que temer es a los hombres árabes, o a los hombres negros, en nosotros, los hombres blancos, sí que puedes confiar.

Ese culpabilizar a “la otredad” para disimular las propias vergüenzas viene de antaño: se observa en una imaginación geopolítica que también ha monstrificado durante siglos a las personas racializadas en pos del relato de la hegemonía colonial y la explotación esclavista; con la ley de vagos y maleantes que durante el franquismo perseguía y encarcelaba a las personas LGTBIQA+, a las personas gitanas, a las personas sin hogar… . Todo bajo el mismo paraguas argumental que tiene por fin la deshumanización de las más débiles para exculpar, justificar e incluso esconder el ejercicio del poder y de la violencia por parte de los que se autoproclaman como los fuertes.

Al final, el quid de la cuestión es que los hombres no necesitan hacerse pasar por mujeres para violarnos o agredirnos. Ya gozan de tal impunidad social, cultural y simbólica que pueden hacerlo incluso a plena luz del día, en la calle, en la oficina, en nuestra propia casa, delante de casi cualquiera, sin que nadie diga nada e incluso sin que nadie lo perciba como una agresión machista. Por eso estos discursos, aparte de tremendamente violentos contra las personas trans, son sumamente peligrosos para todas nosotras: dan a entender, precisamente, que la corporeidad, el aspecto u otras cuestiones de corte esencialista determinan un sino irrevocable al respecto del ejercicio de la violencia.

Si tenemos en cuenta que las 21 mujeres asesinadas por violencia de género en lo que va de año, según datos oficiales, lo han sido a manos de hombres cis, quizá nos demos cuenta de que el verdadero castillo del terror para la mayoría de víctimas de violencias machistas y de violencias sexuales son muchas veces sus propios hogares, sus entornos teóricamente más seguros y mejor conocidos. Y que los monstruos ni siquiera son tales, sino que se trata, justamente, de los más sanos vástagos que pueda llegar a alumbrar el patriarcado.

 


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