Besar o no besar, ¿acaso es esa la cuestión?
El asunto es preguntarnos qué tipo de relación queremos tener con las mujeres a partir de ahora, si una relación entre iguales y basada en el consentimiento y en el deseo mutuo o seguir manteniendo una relación de poder agónica e infeliz.
Como hombre (cis, bisexual, progresista y feminista) suelo leer con bastante asombro, y por desgracia con bastante asiduidad, muchos artículos de opinión escritos por otros hombres preguntándose con ahínco sobre lo que nos está permitido (o no) hacer y decir en 2023 en nuestras interacciones con las mujeres, sobre a dónde vamos a llegar como sociedad y, en definitiva, quejándose de la falta de una especie de directrices claras por parte de las mujeres sobre cómo debemos proceder.
También suelo leer con mucho interés muchos artículos acerca del consentimiento, de la cultura de la violación, de la concepción social de que los cuerpos de las mujeres se entienden de dominio público, de las dinámicas de poder y sexuales en el ámbito laboral, de las dinámicas disfuncionales intrafamiliares y del desequilibrio en los cuidados familiares, de la violencia de género, etcétera. Después de leer estos artículos acabo con un poso de cierta tristeza por varios motivos. Uno de ellos es que estos artículos siempre están escritos por mujeres y su público acaba siendo mayoritariamente otras mujeres y gente queer. Otro de los motivos es ver que dichos artículos son una especie de intento a voces de explicar una vez más (dinámica propia del trauma social que genera la violencia a la que están diariamente sometidas) que no están locas, que no son unas histéricas, que no odian a los hombres, que no tienen una gen que les haga quejarse de forma crónica porque sí, que no buscan venganza (aunque con 45 mujeres asesinadas en lo que llevamos de año tendrían motivos para quererlo) y que realmente todo tiene un poso machista estructural que, de erradicarse, haría que la sociedad fuese un lugar más respirable (literal y figuradamente).
Escribo este artículo como una especie de reflexión en voz alta, de transcripción parcial de las largas conversaciones hasta la madrugada que tengo a diario con mi mejor amiga (y compañera de despacho) Rocío Moya, como una forma de transmitir el concepto de feminismo que he aprendido de ella (ciertamente a regañadientes y rechazándolo constantemente por el miedo al cambio que forzosamente iba a suponer en mí entender la violencia estructural que hay en todos nosotros y que en mayor o menor medida todos hemos ejercido), como una oda a no permitir la soledad de las mujeres en esta lucha que es el feminismo (que he visto en ella y en tantas otras mujeres), como un agradecimiento a las mujeres que nos cambian la vida y como un mensaje a los hombres acerca de la necesidad y la obligación moral e histórica que tenemos de solidarizarnos públicamente con las mujeres en esta lucha conjunta, sin estar en una constante negociación agónica con ellas de intercambio de privilegios por derechos como si de un gobierno de coalición se tratase.
La masculinidad hegemónica que ha regulado las relaciones a base de poder ha acabado y además lo ha hecho para siempre
Los hombres debemos entender, y además deberíamos alegrarnos por ello, que esa masculinidad hegemónica que ha regulado durante siglos las relaciones de cualquier tipo entre hombres y mujeres, a base de poder, ha acabado y además lo ha hecho para siempre. A partir de aquí tenemos dos opciones, o lo aceptamos de buen gusto y cooperamos en la construcción de esta nueva masculinidad y de una nueva forma de relacionarnos con las mujeres, o agonizamos a gritos hasta que la sociedad (hombres y mujeres), harta de nuestros lamentos apolillados, nos lleve al ostracismo y acabemos por dedicarnos a compadecernos entre nosotros de por vida. Aquellos que decidan elegir la vía del lamento, además, lo harán echando la culpa de su situación a las mujeres por no aguantar un poquito más la violencia, por ir demasiado rápido, y no por asumir nuestra incapacidad de soltar los privilegios de golpe por miedo a lo que nos pueda hacer sentir la vulnerabilidad cuando cambiemos el poder por igualdad. Privilegios, por cierto, que no son gratuitos, sino que los ostentamos en claro detrimento de los derechos, la libertad, la paz, la felicidad, la comodidad, la amistad y la salud de las mujeres.
A veces hay que recordar que el feminismo no tiene como objetivo instaurar un modelo social y sexo-afectivo similar al que instauramos nosotros (patriarcado) pero a la contra, y realmente considero que debemos estar agradecidos por ello pues nuestras vidas serían tremendamente desdichadas, como lo han sido y siguen siendo la de muchas mujeres. Es el momento de que los hombres dejemos de ser el niño en el bautizo y el muerto en el entierro. Es el momento de las mujeres y de su lucha por la igualdad. Como hombres lo tenemos muy fácil, mucho más que ellas (para no romper la costumbre), pues todo lo que tenemos que hacer es escuchar a las mujeres y sus reclamos, sin peros y sin líneas rojas, entenderlas, quererlas como iguales, darles la mano, poner el hombro, levantarnos con ellas y sancionar a otros hombres sus actitudes.
La cuestión es plantearnos, como hombres, por qué hasta ahora hemos besado a mujeres sin su consentimiento
La respuesta a la pregunta del titular de este artículo por ende es que no, la cuestión no va de a quién podemos besar, de si nos estamos convirtiendo en una sociedad woke, de si estamos inmersos en un feminismo neocon o si seremos una sociedad carente de cariño por no robar besos a las mujeres a partir de ahora. Creer que esa es la cuestión a abordar es no haber entendido nada. La cuestión es plantearnos, como hombres, por qué hasta ahora hemos besado a mujeres con normalidad sin su consentimiento ante millones de espectadores, por qué le hemos metido un bolígrafo en los pechos a una periodista con una cámara delante siendo presidentes del Gobierno, por qué hemos piropeado babosamente a una compañera de trabajo, aun a pesar de notar su incomodidad, siendo presentadores de televisión, por qué hemos pasado un video sexual de una mujer por WhatsApp sin empatizar con cómo le haría sentir eso, por qué no hemos parado a un compañero de trabajo o a un amigo cuando lo estaba haciendo o por qué no hemos obligado a los hombres de una casa (padres, hermanos o cuñados) a hacer la comida o limpiar a fondo los baños, de forma diaria, dejando que lo hagan todo ellas.
Ningún hombre se identifica con estos comportamientos, claro, yo tampoco lo hacía, sin embargo casualmente la mayoría de las mujeres de nuestro entorno viven estas situaciones a diario. La cuestión es preguntarnos qué tipo de relación queremos tener con las mujeres a partir de ahora, si una relación entre iguales y basada en el consentimiento y en el deseo mutuo o seguir manteniendo una relación de poder agónica e infeliz.
Por supuesto que es difícil revisar los cimientos de nuestro ser y replantearse todas y cada una las dinámicas adquiridas tras décadas de privilegios y de impunidad. Tampoco es fácil identificarse como una persona que ha herido la sensibilidad de muchas mujeres a lo largo de nuestra vida por nuestras actitudes machistas. Pero, ¿sabéis que? La alternativa es mucho peor. Es más difícil asumir que no tendremos nunca una relación sana con una sola mujer por nuestra incapacidad de empatizar con ellas y de respetarlas como seres humanos completos en sí mismos, con los mismos derechos a no ser besadas, tocadas o piropeadas que sí ostentan nuestros compañeros de trabajo o amigos hombres, o asumir que no dejaremos de leer a diario artículos cuyo titular es “un hombre es detenido por agredir sexualmente…” o “un hombre es detenido por asesinar a su mujer…”.
Como dice Cristina Fallarás, yo también soy una persona muy cariñosa, tocona y cercana pero nunca he tenido ningún problema al interpretar si un abrazo o un beso que he dado era o no correcto porque siempre toda muestra de cariño ha partido del necesario consentimiento y deseo mutuo (ojo, del consentimiento real expresado por las partes y no del que muchos hombres dan por hecho por “haberse hecho así toda la vida”).
Hombres, no es nuestro momento de decidir qué es lo que hay que hacer (o no), si nos parece más o menos correcto el cambio o si éste está yendo demasiado rápido y nos está cogiendo a ralentí. Es el momento de las mujeres y ellas son las que deben decidir los ritmos pues ellas son las que son agredidas, asesinadas, acosadas, maltratadas y ninguneadas a diario. Abramos los ojos y las orejas, abracemos el cambio tal y cómo nos llegue y, con un poco de suerte, cerremos más a menudo la boca.
Quien está acostumbrado al privilegio siente la igualdad como opresión
No pretendo con este artículo ser el adalid de los hombres aliados, pues en absoluto lo soy (adalid) y durante mucho tiempo he tenido (y ejercido) esa masculinidad que en este mismo artículo critico. Lo que pretendo es poner sobre la mesa una situación personal de un hombre que también fue (y seguramente en muchas situaciones lo sigue siendo) machista pero que escuchando a su amiga, cierto es que a regañadientes, negociando privilegios por derechos y a costa de su energía (lo cual recordemos que ninguna mujer está obligada a hacer pues no forma parte de sus obligaciones el ser maestra feminista gratuitamente y a costa de su energía vital), entendió poco a poco lo que estaba sucediendo, se puso las famosas gafas violeta a trompicones y nunca más volvió a ver la vida y a las mujeres de la misma forma. Que nos ahorremos hacer sufrir a las mujeres durante el trayecto. Que entendamos que quien está acostumbrado al privilegio siente la igualdad como opresión. Que el privilegio nos puede nublar la empatía pero que del privilegio se acaba saliendo. Que gracias y perdón, Rocío.