¿Y si aún tenemos miedo a la muerte?
Quienes hemos crecido sin espiritualidad llegamos a la adultez sin herramientas para encarar el abismal asunto de que un día dejaremos de existir.
Hasta la fecha, soy la única persona que conozco que no sabe si está bautizada. Criada en una casa de acérrimos ateos, mi padre y mi madre ni siquiera se plantearon bautizarme. Pero una de mis abuelas, tremenda señora católica que me recordaba a la madrastra de Cenicienta pero con un baño de amabilidad en el gesto cuando se dirigía a mí, no lo podía soportar. ¿Su pequeña nieta, tan inocente y bizca, viviendo en eterno pecado? Ni hablar. Por eso existe la sospecha en mi familia de que, alguna de las veces que me dejaron con ella, la abuela aprovechó para llevarme pitando a su parroquia a que me bautizaran destrangis. No lo podemos saber seguro. Mi abuela murió hace años y no tengo demasiadas ganas de entrar en el escape room del papeleo eclesiástico. Además, me encanta contar esta historia. De una forma algo infantil, me hace sentir especial. Es tan satisfactorio tener un relato que poder culminar con la frase: “Supongo que lo averiguaré cuando me muera”.
La muerte no es algo que se mencione en las conversaciones que mantengo con las personas de mi entorno, pero está constantemente presente como trasfondo en muchos de nuestros temas recurrentes: la crisis climática, el desmantelamiento de la sanidad pública, la astrología, la inminente vejez de quienes nos criaron. A casi todas las personas de mi entorno se les ha abalanzado encima la muerte de una forma u otra, llevándose a alguien o incluso haciéndoles estar a punto de ser ese alguien. Y, aun así, apenas hablamos de ello. Incluso en duelos recientes, pasado un tiempo, seguimos perpetuando aquello de dejar de preguntar. Y cuando lo hacemos, las preguntas giran siempre en torno al dolor de la pérdida, casi nunca abordando el recordatorio brutal de la propia finitud que es la muerte ajena.
A veces nos vemos carentes de herramientas para encarar el abismal asunto de que un día dejaremos de existir
Según escribo esto, una calavera de plástico comprada en un bazar reposa sobre el mueble del salón de mi casa, rodeada de velas naranjas. Es una decoración de Halloween. El otro día, a la hora de comer, Anna la miró y soltó: “Y en eso nos vamos a convertir algún día”, acto seguido pinchó tres macarrones con el tenedor y se los metió en la boca tan pancha. Quienes hemos crecido en entornos en los que la espiritualidad era o bien algo ausente o bien directamente algo que mirar por encima del hombro, a veces nos vemos en la adultez carentes de herramientas para encarar el abismal asunto de que un día dejaremos de existir. En mi casa, la espiritualidad se consideraba, de alguna manera, una irracionalidad absurda y fácilmente desmontable por La Ciencia. Tardé muchos, muchos años en conocer el manto colonial y patriarcal que envuelve esta superioridad moral de los llamados sentido común y racionalidad. Pero conocer no significa interiorizar. Las niñas arrojadas a la certeza de la muerte sin una exploración amable de la idea conservamos aún ese susto del salto al vacío. Cuando Anna soltó aquella perla, a mí se me atragantaron mis propios macarrones en un espasmo de risotada con trasfondo de horror; y es que quienes aún tememos a la muerte tenemos el sarcasmo, tenemos el humor macabro, tenemos ser unas brutas para fingir reírnos de algo que nos da absoluto terror, porque no hemos tenido nunca manera de abordarlo.
Este miedo que tengo a morirme me genera vergüenza
La entrada a la treintena me ha traído muchas alegrías, pero también una considerable crisis existencial. Se empieza a hacer un poco tarde para seguir ignorando lo que se viene, para fingir que no está ahí. Para aceptar que lo de imaginarme siendo vieja —y por supuesto no mirar más allá— no es una garantía contractual, sino una herramienta de supervivencia emocional. El tabú que pesa sobre el tema no ayuda. Porque no es el sufrimiento lo que temo (eso sí es socialmente válido), sino el final infinito de mi existencia. Por eso, este miedo que tengo a morirme me genera vergüenza. Ya soy mayorcita como para temer el inabarcable concepto de la eternidad. De pequeña y adolescente se trataba de un terror compartido por todas mis amigas pero, a medida que he ido creciendo, cada vez más personas cercanas están en paz con la idea de morirse, siendo yo ahora de las últimas que conserva aún ese pavor infantil. Hasta en esto me estoy quedando atrás.
Todo esto, unido a mi falta de educación litúrgica, convierte mi búsqueda de lo trascendental en un proceso solitario, bastante torpe y a veces un poco ridículo. Así, me he descubierto colándome a hurtadillas en misas; recurriendo, ante situaciones de abuso laboral, a vídeos de YouTube sobre conjuros de protección; echándome el tarot cuando no soporto más las palabras y necesito imágenes, conceptos abstractos por los que dejarme guiar y navegar mis angustias, siempre clavadas a lo mental, al análisis y a todas esas herramientas capitalistas para procesar la realidad. No sé explicarlo, pero vivo fascinada con el cura de la serie Fleabag y no solo por lo descaradamente sexy que me parece Andrew Scott. Cuando me invitaron a ¿Puedo hablar! , Perra de Satán habló de la crisis espiritual que le atravesó al comenzar la treintena, y cómo esta colisionó con su posicionamiento crítico respecto a la Iglesia católica. Fue la primera vez que oí este relato desde fuera. Yo confesé que a veces voy a las iglesias a llorar, pero dejé la historia a medias: no es solo que las iglesias sean un buen lugar para echar una lloradita fuera de casa sin que te molesten, sino que a veces, solo entrando en una, siento la necesidad desbordante de deshacerme en lágrimas. Admiro a Perra de Satán por compartir en redes su fascinación por procesiones y vírgenes, por todo aquello que el pacto no escrito del pensamiento crítico y de izquierdas™ dicta que debemos mirar por encima del hombro.
Y no puedo evitarlo: envidio esa serenidad de quienes contemplan su propio fin sin el impulso de mirar hacia otro lado. La convicción férrea de una abuela que promete un paseo por el parque y en su lugar se escabulle a la parroquia para asegurarle a su nieta una eternidad libre de azufre y fuego. ¿Seremos nosotras, las temerosas de La Nada, más inmaduras que el resto? ¿Tendremos el ego más inflado, estaremos más apegades a las banalidades? Me machacaba mucho por esto (¿cómo desperdiciar la oportunidad de convertirlo todo en una prueba irrefutable de tu falta de valía como persona?) hasta que un día la psicóloga me preguntó que qué me aportaba mi miedo a la muerte. Y entonces me di cuenta de que ese temor que tanto me avergüenza ha actuado en ocasiones como salvavidas, como resorte ante situaciones alargadas de violencia: el tiempo apremia y, si me descuido, me moriré aquí, me acabaré quedando toda la vida con este capullo o me despertaré un día amargada por este trabajo asfixiante. El miedo a la muerte me ha sacado, precisamente, de situaciones en las que estaba atrapada que podían haberse alargado indefinidamente, precisamente por el apremiante recordatorio de que mi tiempo es finito. El capitalismo lo sabe y por eso impone silencio sobre la muerte y crea mil distracciones, porque para renunciar a una vida deseada es esencial que nos creamos que estamos posponiéndola, y no negándonosla.
Así que este miedo me ha ayudado, sí. Pero lo que de verdad me gustaría es perderlo.
Solo en momentos de gran contemplación y calma he sentido un atisbo de esa aceptación de lo inevitable, pero por el momento son solo reflejos esquivos de lo que busco. Un cierto alivio aparece en esas noches a cielo abierto que a las ratas de ciudad nos fascinan tanto porque la boina de contaminación bajo la que vivimos apenas nos deja ver más de dos o tres estrellas. O en proyectos como el de Som Provisionals , asociación catalana que explora la muerte y sus acompañamientos con perspectiva crítica y queer. 31 años me ha costado darme cuenta de que el abordaje de la muerte también puede ser algo para deconstruir (¿alguna vez se nos acabarán las cosas que deconstruir?). Espero que no tengan que pasar otros 30 años para conectar con la vida desde un lugar distinto al de la urgencia y aceptar la belleza de lo inevitable. Espero encontrar, poco a poco, las herramientas que me traigan algo de alivio ante este espeluznante misterio. Tal vez, empezando por hablar más de ello.
Y, si todos los planes fallan, siempre nos quedará el cura de Fleabag.